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4 marzo 2018 7 04 /03 /marzo /2018 19:39

Mi hijo mayor hace unos diez o doce años tuvo un accidente de una gravedad extrema en Marianao, La Habana, conduciendo un automóvil alquilado por unos días en que había regresado a pasar unas vacaciones a su barrio desde Europa donde vivía y vive actualmente.
Tomé un avión el mismo día que me avisaron desde la isla, la cosa no pintaba demasiado bien. En el aeropuerto me encontré una prima que había venido a hacer actos y dar charlas sobre nuestro célebre pariente común. Ella regresaba a su casa, yo volaba a ver a mi hijo tendido en la habitación del Hospital Militar de Marianao, y a encontrarme con el país al que tras tomarle un cariño especial después de un rechazo inicial, tuve que abandonar porque lo decidieron entre mi familia y el Consejo de Estado. Todavía yo no había empezado a escribir artículos manifestando mi postura frente a la dictadura cubana, por ende aún no había sido del todo fumigado por el oportunismo familiar, aunque desde siempre era considerado lumpen y "no afecto", cuando curiosamente llevaba lustros siendo el único que vivía con humildad y exclusivamente de mi trabajo.
Conversamos las cosas equivalentes al estado del tiempo que solían charlar los ingleses a la hora del té, me mostró fotos de sus crías, y yo le comenté porque viajaba. 
En el aeropuerto me esperaba otro pariente, intimo amigo de toda la vida, nos abrazamos, olí el almizcle y respiré ese aire cargado de aromas de flores, plantas y humo de los tubos de escapes viejos que al olerlo me doy cuenta cuanto los extraño y a cuantas emociones me remite, me preguntó a donde me llevaba, fuimos a dejar las maletas a la casa en que me quedaría esos días y de ahí al hospital.
Una vez en el hospital habiendo estado delante de mi hijo en un estado verdaderamente crítico, en los hospitales que no eran para los familiares de los dirigentes no había casi nada, y ese el destinado a los militares de graduación media y baja, o sea que estaba entre medias. Mi hijo ya se había ido a vivir afuera de la isla y yo era desde hacía años considerado "desafecto", así que se quedaría en el Hospital militar, ni siquiera intentamos moverlo de allí a uno de parientes de la aristocracia revolucionaria. La madre de mi hijo, me comentó que el médico le había pedido que “resolviéramos” una cánula porque no tenían en el hospital
Todos los días su madre, que había viajado con él a Cuba, gastaba una buena cantidad de dinero y tiempo en conseguir regalos para las enfermeras, los médicos, los conserjes, incluso para que lo cambiasen de habitación cuando entraba en la suya un herido a machetazos o a puñaladas, tras una gresca grupal o familiar, ya que muchas veces por la madrugada llegaban bandas con el cometido de liquidar el trabajo o que no había podido ser concluido en la calle. No era un buen ambiente donde reponerse de una operación al cráneo. 
Las noches las pasábamos conversando y haciendo chistes, mientras nos turnábamos para vigilarlo, echarle un ojo, en esas circunstancias la vida de una persona depende tanto de la atención profesional como de la energía que desprende el apoyo de los afectos que reciba en su recuperación. Los familiares de los ingresados de fuera de La Habana estaban en condiciones deplorables, en el suelo, sin comida, sin lugar para ducharse. Nosotros no, la familia de mi hijo vivía en una desvencijada mansión del elegante barrio de Miramar, el cual estaba también la casa donde yo me quedaba a dormir, además teníamos algo que en el capitalismo, el feudalismo y el socialismo supone un bálsamo: efectivo contante y sonante.
Llamé a mi pariente para pedirle la cánula, el médico también había sugerido que resolviésemos unas placas para soldar su mandíbula, hilo de coser, gasa, y varias cosas más. La prima mencionada me dijo que vería donde la podía encontrar, pero que el médico supiese que el Comandante había dado la orden en todos los hospitales de que nadie podía pedir nada afuera, y entonces le dije que como se le ocurría que le iba a meter esa muela al médico que estaba haciendo lo que podía por salvar a mi hijo, le dije que me ayudase si podía y si no yo buscaría por otro lugar, pero sin esa descarga. 
Me dijo que sí.
Al día siguiente, cuando llegué al Hospital con la cánula que previamente había pasado a buscar por la casa de mi pariente, la madre de mi primer hijo tenía el semblante pálido, adusto, rígido, justo cuando iba a preguntarle por qué, ella me llamó aparte:
-Martín ¿ tú hiciste o dijiste algo a alguien del médico que lo comprometiese? 
Me quedé lívido pensando y no encontré nada en mi memoria hasta que caí en la cuenta de lo que había pasado. No me acordaba de donde estaba precisamente. Le di la cánula que era un tamaño mayor, y le conté como la había conseguido, entonces me dijo que el médico repentinamente no quería nada de afuera, ni las placas para soldar al mandíbula, ni la cánula, ni la gasa, ni regalos. Estaba aterrado.
No me lo podía creer, quise dejar lugar a la duda.
Mi hijo salió de aquella, volvió a nacer.
Hace pocos días, en una de las visitas que le hago en su hábitat actual en una isla española bañada por el sol y la arena casi como su bella y fatídica Habana, me hizo una confidencia de la que yo había escuchado una vez, hace mucho tiempo, un cierto murmullo procedente de un tío que también se quedó viviendo en la isla de la Involución, pero a lo que no había querido dar mayor relevancia.
Me contó que cuando tenía la sensible edad de 15 o 16 años, fue a una fiesta acompañado precisamente de ese tío, en la cual se festejaba el cumpleaños de una hija de mi pariente de la cánula, la fiesta era en un lugar ni privado ni público, conocido como el Cristino Naranjo en Miramar, y cuando llegaron a la entrada, mi pariente en persona dijo que mi tío podía entrar, pero su acompañante no, mi tío le explicó que se trataba de mi hijo, y ella taxativamente dijo: 
-No, ese no es de familia revolucionaria.
Cuando me contó esto, el estómago se me encogió, el alma en un instante se me secó, sentí que toda la soledad que yo había padecido a causa de mis actos, de mi responsabilidad, se la habían hecho sentir sin la más mínima razón ni compasión a un muchachito que empezaba a incorporarse a la vida adulta, le habían hecho sentir ese vacío, ese desaire, esa crueldad gratuita; como dicen los españoles: ese feo. 
Pensé largo y tendido si tener una plática epistolar o mandarla a hacer todas la puñetas que tiene pendientes de hacerse. 
En ese momento pensé que en la vida siempre hay una de cal por otra de arena, un hermano de esa pariente, durante los años en que yo no pude o no era capaz de ocuparme de mi hijo, él lo iba a visitar, se preocupó porque mi hijo tuviese un familiar mío  cerca, porque supiese de donde venía por mi parte. 
Fue él quien me esperó en el aeropuerto y me llevó al hospital la noche que llegué, y también me llevó el último día al hospital y de ahí al aeropuerto. 
Entre el asco que me produce una actitud y la ternura de la otra, siempre elegí por esta segunda. Pero hoy sentí que debía contar esta crueldad innecesaria que una persona abyecta le hizo a mi hijo, que él se guardó tanto tiempo y que le supuso sentirse menospreciado frente a otros parientes en la isla donde hay más castas sociales qu en la propia India, seres infinitamente menos valiosos que él como persona; por ende esto no es literatura, no es narrativa, no está ni bien ni mal escrito, como en la foto de un crimen, sólo es necesario que esté nítido y diáfano. Un vomito incontenible.

A traición
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