Había un bar en el Vedado, Rampa abajo que se llamaba La zorra y el cuervo. Después que me botaron de Cuba, La zorra y el cuervo se convirtió en un templo del jazz, tocó incluso uno de los hermanos Marsalis, no recuerdo si Branford o Wynton. pero antes de ese tiempo de brillo internacional, era un bar de esos oscuros escaleras abajo, con tenues luces, música en volumen alto y mucha apretadera y singadera en las sillas y asientos desvencijados bajo la penumbra. La peste a fana lo acreditaba, pero si se estaba dispuesto a saltarse un pelín la higiene pequeño burguesa, podía ser sumamente estimulante.
No es que fuese habitual de ese tipo de bar, en la Rampa había restaurantes y bares bajo tierra, algunos finos y otros no tanto, uno muy lindo era en la Casa de Checoslovaquia, que se llamaba Praga, y se comía comida checa, estaba muy bien, y el otro era un bareto aun más sórdido que la Zorra y el cuervo. El Tikoa, detrás de la parada de la guagua. En ese antro directamente el camarero atendía con linterna, no había otra manera de no que no terminase estampado contra una pared o sobre una parejita metiendo fuerte en el sofá, pudiendo llegar a confundir el accidente con otras intenciones. El jamoneo en esos bares, como el facho de curda, podía oficiar de propina atractiva. En el Tikoa, la peste a meado era comparable a la de los ya resecos lechazos. Por doquier se elevaba un tufillo, pero también por todos lados abundaban culitos enfundados en zayitas apretaditas o pantaloncitos de láster, que marcaban bollitos abultados, a lo que en realidad deben su mote de "bollo" las vulvas cubanas.
Así que una de cal y otra de arena.
Uno de esos días en que los morenos de Centro Habana o Carlitos me había encargado una pequeña compra, que colecté una discreta suma de estilla, decidimos ir con mi panga a vacilar por esos bares de mala muerte donde el baro podía cundir más que en el Turquino, menos que comprar unos pomos y escurrirlos en el malecón o en la plaza de 21, pero con el aliciente de materiales pret a porter.
Apenas entré, una mulatica divina estaba bajo el haz de luz endeble de uno de los pocos focos encendidos allí abajo, iba con una blanquita de bajichupa. Yo le entré a la diosa del café con leche, y mi socio a la blanca pandillera. Tal y como presentí, la blanquita era candela. La mulatica no se quedaba atrás pero es como si estuviese aprendiendo. Nos comentaron rápidamente que estaban "trabajando", me llamó la atención porque en aquel entonces no había jineterismo, alguna puta vieja en la ostionera de Infanta, alguna en Jesús María en la ronera, y las de los Cabarets, pero tan jovencitas y bien parecidas no era común.
Bauticé el Tikoa aquel, nunca había echado un amistoso allí, pero preferí de pie y que mi damisela se agarrase del respaldo del sofá, porque el vinilo de ese asiento era un singao chicle de pegajoso que estaba. Y una cosa era sentarse en pantalones, y otro era apoyar la suave piel de las asentaderas en aquellas superpuestas y endurecidas capas de cremita de leche sin azúcar.
El brother clavó en otro sofá, al rato nos juntamos en una mesita más decente y terminamos de tomarnos la botella que se había llevado la mitad de la ganancia del bisne.
Cuando acabamos el pomo, decidimos ir a a ver a Bobby Carcassés, que cantaba jazz haciendo scat como Jelly Roll Morton o Sachtmo, entiéndase, no igual que ellos, sino ese sonido que ellos hacían con la voz, en otro bar de El Vedado, el Karachi que estaba en la calle K, bajando desde la embajada de la India, no era el Maxim donde años más tarde cantó de forma habitual el bueno de Bobby.
En el Karachi el ambiente era más fino, la luz perfecta para un club nocturno, las mesas limpias, pedimos otro pomo de ron y refrescos, Carcassés bordó la noche. Cuando metí la mano en el bolsillo quedaban casi los pesos justos para el rifle y poquito más, así que les dije como debíamos proceder. Salír las chicas primero, después mi ambia, abriendo un patín hasta el Pío Pío de L, y yo iría detrás pisándoles los talones, cosa que se produjo de manera casi literal porque en cuanto me dirigí a la puerta de salida, vino corriendo el camarero que ya se había percatado de la jugada. La mezcla de risas y paso apretado no es la mejor combinación pero era difícil parar de reír y parar de correr habría sido un suicidio.
Tomamos un taxi con el dinero del pomo y los refrescos y fuimos a 1ª y 16. mi madre tenía llaves del apartamento de enfrente al mío, que daba al mar desde un segundo piso, una estampa de postal. Ahí dejé a mi amigo en un cuarto con la mulatica y yo me fui con la blanquita riquísima de “aquí la pinga para cualquiera", así todos comíamos de cada plato un poco.
Al otro día por la noche, tomando unos tragos en Siete Mares, le dije a mi socio:
-Brother, la mulatica era lindísima pero tenía la regla. me lo dijo cuando fui a mamarle el bollo en el Tikoa.
-¡Coño, singao, me la diste con la puñalá y no me dijiste nada! ¿pero bajaste?
Cambiamos de tema cuando apareció Alberto el cojo, un viejo rey de los curdas y monarca de los “macetas”. Imposible de igualar.