Entre la adolescencia y la juventud, en la escuela al campo hacía escuchado tanto a los guajiros y los compañeros de la escuela hablar de como de rico era templarse una chiva que de a poco fui pasando de verlo como una zoofilia intolerable, a un acto disparatado y de ahí a algo que, bueno, en fin, a falta de pan bien vienen tortas. Encima en aquel año yo tenía una noviecita, nada serio pero muy agradable que estaba en el otro campamento, al que se llegaba caminando a través de los campos de plátanos no recuerdo cuantos kilómetros pero no serían más de cinco ni menos de tres. Las visitas consistían en apretar todo el rato que duraban, pero a los sumo una teta podía llegar a mis labios y una mano a mi glande. Todo quedaba entre costuras.
Claro el nivel de calentura con que volvía a mi albergue hacía que a veces me detuviese a cantarle a la Luna detrás de una mata de plátano embarazándola de un Banana Man, entiéndase, caminar tres kilómetros con aquella tensión añadía incomodidad al temor al ahorcado y los chichiricús mandingas que podrían salir de entre las hojas de los bananos. Los guajiros también aseguraban que abriendo un hueco cilíndrico en el tronco del platanal su pegajosidad y calor podían auxiliar a la mejor de las manuelas. Aunque jamás a una buena chiva.
Y mira que jodían con eso.
Así que un día me apresté a probar aquella papaya mágica, sólo necesitaba encontrar la chiva adecuada, todos decían que cerca del río al lado de la cerca había unos chivos, sólo era cuestión de hallar el amor en el rebaño. A un guajiro que le pregunté diciendo que era sólo por curiosidad, como dije cuando probé la marihuana, cuando una puta, cuando el ácido, robar, vender, matar...jaja no, matar no, es broma. El guajiro me dijo, es importante que le amarres los pies de adelante para que no se escape, eso me encantó, los pies, humanizar primero a la chiva y luego seducirla con el abrazo de una cuerda.
Tras andar en la soledad de los platanales encontré al pequeño rebaño de chivas, chivos, y tal vez "chives" pero de eso nunca me enteré. Llevé una como pude hasta el alambrado de púas como me dijo el guajiro, aunque yo no tenía una soga para amarrarle las patas delanteras, lo que empezarían en breve a ser "los delicados pies de mi Cenicienta", así que la acomodé de frente al alambrado, pensé por última vez lo que estaba haciendo, si me veía alguien y se corría la bola sería el fin para siempre, sólo me restaría convertirme en bicho de corral.
Me dije- ma, sí- y saqué el nabo a medio izar sintiéndome medio culpable por no hacerle unas caricias a la partenaire para entrar en tema, pero conviene entender que la higiene de las cabras deja lo suyo que desear, y tampoco ella me haría una felación, así que dejé la culpabilidad traté de agarrarle la cadera pero se movía a un lado y a otro, el aparato se "desentusiasmaba" cada vez más y la chiva empezó a pisarme las botas de goma del campo, pateó mis tobillos flacos, llenos de falta de carne y músculos, eran tan flacas como las de mi frustrada amante circunstancial. Desistí sin sentir demasiada frustración, guardé el objeto puntiagudo del poco deseo del caprino y me alegré de no haber tenido ni idea, ni la ruina suficiente como para clavar ahí ni en la mata de plátano más que la punta. Aunque en el mismo día había intentado zoofilia y “boiofilia” ¡candela! poseído por el rapto de la inspiración por la clorofila y el flujo animal. La cabra se quedó ahí como decepcionada de mi escasa insistencia, y yo me alejé camino de ningún sitio, porque me había escapado del surco y no podía llegar a mi albergue ni al de de mi noviecita, donde todavía habría solo profesores haraganes y los vagos de la cocina.
Pasaron los años y tuve que cumplir unos meses de reclusión en una clínica de salud mental, a causa de la curda. Cada poco teníamos sesión de psicología todos juntos y luego uno por uno con la psicóloga. La sesión colectiva era al lado de una piscina que había pertenecido a Al Capone, bajo una glorieta cubierta de enredaderas, un día la psicóloga, en la charla de educación sexual, desarrolló el tema de de la zoofilia, en la medida que iba explicando de que se trataba y con los animales que era más habitual aquella práctica, algunos internos que habían sido campesinos en sus años mozos, comenzaban a compartir risas nerviosas y cómplices. Cuando terminó la charla se deschavaron, que si la yegua era rica pero peligrosa, si la vaca demasiado difícil, y que la mejor era la chiva. Decían lo mismo que los guajiros del campamento unos pocos años atrás- el bollo de la chiva es de lejos el mejor, es igual o más sabroso que el de la mujer- Uno de los ex guajiros me miraba mientras yo me reía y me preguntó:
-¿Nunca probaste la chiva?
-No-le aseguré- y si vas por Artemisa y ves un cabrito con cejas tupidas y un Banana man detrás suyo, nada que ver conmigo, nunca tuve esa cuerda para enamorarla por los pies.