Vox es tangible, palpable, inminente.
Europa occidental, por supuesto oriental, América toda, norte y sur se han visto afectados por la corriente que nació con el recientemente fallecido Berlusconi y fraguó con el incalificable Tronal Gump, el inclasificable Bolsonaro, la transmisión genética potenciada aunque “aggiornda” en Francia de Jean Marie a su hija Marine Le Pen, Salvini, Meloni, y más allá en Hungría Orban, los retoños en Holanda de Fortuyn o en Austria de Haider, limpiadas de polvo y paja para su uso actual por Steve Bannon.
Pero Vox es mucho más antiguo que todo aquello.
España es el único país europeo occidental donde el arco parlamentario no ha condenado el fascismo autóctono institucionalmente de manera rotunda, que segó la vida de más de medio millón de personas en su golpe de estado y consiguiente guerra, y tras aplastar el gobierno elegido en las urnas, encarceló, torturó, desapareció y mató a más de ciento sesenta mil españoles. Vox está compuesto precisamente por los ex militantes y votantes del Partido Popular que más simpatizaban con el franquismo.
Vox no solo acuna un profundo sentimiento xenófobo y racista como reacción a la inmigración que beneficia a toda atractiva, sociedad rica, sino más bien por una nostalgia histórica del dominio sobre lo que se entendió durante más de dos siglos como medio mundo.
Vox es un partido muy alejado del liberalismo capitalista moderno, sus reflejos, mecanismos y hasta aspiraciones son de tipo feudal, cuenta con dirigentes de la baja nobleza, condenados por estafa a trabajadores, con una falsificadora de planos arquitectónicos, siendo una simple estudiante, un presidente que vivió durante un tiempo considerable cobrando de un chiringuito gracias al mecenazgo dudoso de Esperanza Aguirre, otro jerarca simpatizante de alardear con armas largas a una más que prudente distancia de cualquier conflicto concreto. Vox manifiesta un marcado rasgo homofóbico expresado por todos sus altos cargos, tan acusado que pasado por el más tibio tamiz analítico, dejaría entrever la deliberada ocultación de unas apetencias más que perturbadoras, aderezado con esas empalagosas dosis de catolicismo medieval, ultraconservador, poco familiarizado con la tradición cristiana de la misericordia, nostálgicos de la polución ambiental más tóxica, ocasionada por fábricas y nutrida cantidad tubos de escape invadiendo los centros urbanos, nos deja frente a un movimiento, que más que conformar un partido del tipo clásico, parece ser la expresión, el alarido, el aliento rancio y megalómano del fantasma colonizador de medio mundo, que aun deambula por Tordesillas sin cadenas, confundiendo su silueta con el de la engrilletada Juana la Loca.
Los candidatos a las próximas elecciones no son ni Sánchez, ni Díaz, ni el PP,
De un lado está la ruptura definitiva de un cordón umbilical con una España que tuvo su grandeza para un conjunto muy reducido de privilegiados, de una España que se vanaglorió de enterrar la modernísima y progresista constitución de Cádiz de 1812, al grito de ¡Vivan las cadenas!, la España que renegó incluso del carácter presagiador del globalismo, del reinado de Isabel y Fernando, la que apaga la vela del Siglo de oro y las diferentes generaciones poéticas, la España del torero Frascuelo y de María.
Y del otro lado el país que siente una nostalgia impertinente, imprecisa, engañosa, de todo aquello.
En la noche madrugada del 23 de Julio, sea como termine siendo el resultado, nuevamente, una de las dos Españas ha de helarte el corazón.