Estaba reconociendo mi país tras diez años de exilio, caminando por las calles de San Telmo, una tarde de los últimos días de diciembre de 1983, había acabado de regresar con mi madre y hermanos, mi padre había permanecido en Argentina todos esos años, la mayoría de ellos preso, y llevaba unos meses en libertad.
Yo iba tras una conga que se había armado en una batucada de brasileños en la plaza Dorrego, en Cuba había juntado el valor suficiente para largarme a mover el esqueleto con cierta gracia ajena al Río de La Plata con la condición de que fuese alejado de cualquier cubano, diez años no me dieron tiempo a atreverme a desafiar el ridículo de bailar rumba delante de una mulata soleada, pero fuera de allí yo me creía un trompo. Iba de un lado a otro de la conga soltando pasillos improvisados algunos, practicados otros. Una muchacha local empezó a bailar conmigo, con modales de murga oriental, y ahí estábamos, cada uno dandolo todo, lo mejor de nuestra sapiencia rítmica para dar lustre a aquel sol que caía sobre uno de los barrios más porteños.
Mi abuela Elena y mi abuelo Miguel vivían allí décadas atrás cuando nació mi madre, entre tangos y bifes de costilla. Mi padre había alquilado un departamento con su nueva compañera, en Balcarce y Garay, al lado del Pillín de San Telmo, donde pizzas, empanadas, graseosas, y chupadas de poronga, se sucedían cada noche en que unos viejos tangueros se reunían a jugar al truco, cantar tangos, beber vino de damajuana, y recibir a la uruguaya en el hediondo baño del fondo, por unos pocos pesos. Mi viejo había salido de la prisión donde había estado encerrado ocho años y medio hacía pocos meses, y no confiaba demasiado en el cambio de gobierno, decía que los represores estaban frescos, recién habían abandonado el humo, se preocupaba si me quedaba hasta tarde dando vueltas por ahí.
Me despedí de la chica de la murga, y se me acercaron dos paseantes que me doblaban en edad, ella se llamaba Gladys y él Juan, se conocían desde adolescentes, él había emigrado a Nueva York como traductor. Fuimos a tomar unas cervezas, despues subimos a casa de ella en Paseo Colón, fumamos unos porros y nos fuimos a la cama, pasamos la tarde haciendo el amor, y me quedé dormido en su cama. Cuando me desperté eran las once de la noche, tomé un café, charlamos un poco más, supe que había sido abogada de presos políticos y en ese entonces lo era de la incipiente CHA (comunidad de homosexuales argentinos), me contó que se quedó en Argentina y vivió el miedo todos aquellos años, como abogada en temas matrimoniales, de herencias, sucesiones, y en 1982 se sumó al proyecto de la CHA, años dificiles, ya que como en todo el mundo la izquierda los trataba igual de mal que la derecha, como a los hippies o fumadores de hierba. Gladys Croxatto, como mi viejo, tampoco confiaba demasiado en el rol de la cana en la incipiente democracia. Nos emplazamos para volver a vernos y me fui apresurado a lo de mi viejo, sabía que estaría nervioso, al salir a la calle no vi un alma, apreté el paso a la luz de la luna, saqué un cigarrillo Parisienne negro, de tabaco caporal, pero de inmediato me percaté de que había olvidado la caja de fósforos en lo de la pareja de baile y bailongo, vi una silueta a unos metros delante de mi caminando en la misma dirección y me apresuré para alcanzarlo con el fin de pedirle fuego, cuando estaba cerca, pegó un salto hacia adelante, exhaló una voz seca, cortante y giró la cabeza que sostenían dos ojos redondos como platos, lo cual hizo que a mi vez yo me asustase también, le dije:
-Solo quiero fuego para encender mi cigarrillo.
-No, no, no tengo- me dijo y aligeró más aún el paso.
Varias veces me ocurrió lo mismo a lo largo de toda oscuridad en Buenos Aires, yo no estaba acostumbrado a esa muestra de miedo tan marcado, que en Cuba la exhibía alguien que hubiese atravesado una situación más traumática que el ser requerido por lumbre. Entonces asocié esos respingos de los transeúntes, a cualquier hora del día, con los años de desaparición de las personas en aquellos coches Ford Falcon, que acababan de pasar.
Me reencontré con mis dos mejores amigos de la primaria, Silvina y Juan Martín. Lo de Silvina fue todo gracias a ella, a su chispa, a esa energía que le sale por los poros. A los pocos días de que soltaron a mi padre de la cárcel, él iba en un vagón del subte y percibió que una jovencita lo miraba, él se tenía por pintón pero era demasiado joven la chica e intensa la mirada, tampoco tenía pinta de ser de los servicios, de repente ella se acercó y le dijó: Soy Silvina, hija de Héctor y Delia ¿sos vos? se dieron un abrazo y cambiaron datos de contacto. Gracias a que Silvina no estaba permeada por aquel miedo, nos volvimos a ver. Sus padres tenían tres hijos, ella de mi edad, Daniel de la edad de mi hermano, y Hernán de mi hermana. íbamos todos a la misma escuela, íbamos de vacaciones juntos en campings, festejábamos los cumpleaños juntos. Héctor, que no tenía nada que ver politicamente con nosotros, sin embargo, un día que mi viejo estaba huyendo, se atrevió a darle albergue por una noche. Ese acto lo guardo en el pecho. Eran la excepción. A Juan Martín lo encontré por la guía, mi inseparable amigo de la infancia. Fuimos a un bar de San Telmo, también con mi hermano, a tomar una cerveza y cuando estábamos charlando aparecieron cuatro policías vestidos de civil, nos hicieron levantar, separarnos, enseñar la cédula de identidad, estaban agresivos, hostiles, yo temía por mi hermano menor, pero al final nos dejaron advirtiendonos que no se habían ido. Ahí mismo terminamos la charla, fuimos a casa y Juan Martín tomó un taxi, y como si aquello hubiese sido definitorio, pasó mucho tiempo hasta que volvi a ver a mi amigo.
Las hermanas españolas de mi abuela y sus hijos y nietos, se empecinaban en decir que nadie sabía lo que estaba pasando, que algo debían haber hecho aquellos a quienes se los llevaron. Algo no me cerraba del todo, los primos de mi madre, a partir de 1976 les impidieron a sus padres, que escribiesen a mi abuela que vivía con nosotros en Cuba, mi madre me había comentado que era para cuidarse por el alto riesgo que ello significaba, entonces ¿cómo que no sabían nada? ¿a qué venían esos sobresaltos cada vez que abordaba a alguien que iba caminando solo, a veces sin siquiera hablarles, unicamente con pasarles por al lado y no siempre de noche?
A las pocas semanas se juntaron para hacer un equipo de trabajo de plomería, arreglo de calefacción, tuberías, refacciones varias, cinco personas, cuatro eran ex presos políticos, Ángel, un muchacho que había caído muy joven proveniente de las Juventudes Guevaristas del PRT, el Bibi, Héctor Camps de Padrós, cuadro sindicalista peronista, Pedro Igón, del PRT, que cayó junto a su esposa Zulema en Paraguay donde estaban exiliados, cuando Gorriarán Merlo liquidó a Somoza en un atentado, les dieron de lo lindo y los mandaron a Argentina, salvaron la vida porque no guardaban relación con el atentado, mi viejo que cayó a final de 1974 y era del PRT, y por último yo, que no era de nada, y solo había pasado algunas veces unas horas detenido en calabozos transitorios, por curda o algún que otro altercado en la isla. Aquellos fueron cuatro meses sobre los que me debo un libro, solo no he acometido tal empresa por lo poco probable de que por más habilidad que consiga aplicar llegue a plasmar con gracia y fidelidad, los disparates, desmanes, aventuras y desventuras que protagonizamos cada día, sin proponérnoslo en aquel Buenos Aires, donde ya de por sí el orden de todas las cosas estaba revertido, no subvertido, sino hiperbolizado, atomizado, fragmentado como en un cuadro cubista, de manera tal que nada perdía su esencia, ni la desintegraba, solo la multiplicaba, exploraba cada una de sus propias aristas, una Buenos Aires de destape, descorche, desatornille, y desdoblamiento donde estos locos agregaban un rayo más para el brillo del absurdo en que se convirtieron todas esas liberaciones de ideas, de emociones, de proyectos, de sentimientos, de deseos, de vida.
Al cabo de cada día teníamos una nueva anécdota desternillante, yo llevaba sin ver a mi viejo diez años, en los que durante ocho años cada noche me iba a la cama con el temor de que lo liquidasen, el silencio de aquellas noches cálidas trajo un sin número de sueños de cementerio, y en solo unos pocos días de compartir aquel trabajo en que ninguno, excepto Pedro y Bibi, teníamos ni idea de lo que debíamos hacer cuando nos llamaban para arreglar un desperfecto, las risas producto de los disparates que hacíamos, nos unieron como si yo no hubiese crecido de los diez a los veinte años el doble de mi tamaño, y como si sus largos meses de celdas de castigo se diluyesen en ese acto de cagarnos de risa sobre una anécdota que acabábamos de construir en tiempo compartido.
Una de las pocas veces que la expedición no fue nada cómica, fue cuando nos llamaron de la casa de las Madres de Plaza de Mayo, en Avenida de Mayo frente a la plaza del Congreso, para que les pusiésemos una reja en una ventana que daba a una especie de patio interior. La reja teníamos que hacerla y colocarla, la sede era un departamento normal, en aquellos momentos habían intentado entrarles o les habían entrado, no recuerdo bien, el asunto es que pasamos unos días compartiendo con las madres que entraban a la sede y las que estaban permanentes trabajando, y aunque me había criado en un país donde esa información no escaseaba, el hecho de tenerla de primera mano, sus anécdotas, el verlas en su quehacer cotidiano me produjo una sensación de respeto y afecto que sin embargo me hicieron sentirlas distantes, un respeto distinto a todos los demás que había experimentado hasta entonces, las sentía unidas solo a ellas mismas, como si entre ellas y todo lo demás hubiese una barrera tan invisible como insalvable, la ausencia de sus hijos y la convicción de que hasta que no apareciesen, no volverían a ser algo distinto de Madres de Plaza de Mayo. Fue la única salida en que hicimos todo bien, esa y la vez que nos llamó Carmen Agiuilar y Roberto Sachjaer a mi viejo y a mi para arreglarles el depósito del inodoro, creo que más que nada Carmen debía querer ayudar como podía a mi padre que era como un hermano menor.
Hoy es 24 de marzo y se conmemora un nuevo aniversario del golpe de estado de la Junta Militar que desató un período de auténtico terror, que dejó a gente incluso apolítica, dando respingos en medio de la calle al serles requerido algo tan pedestre como fuego para fumar, que dejó a muchas familias como la de mi abuela materna avergonzadas dando explicaciones de por que se aterrorizaron, a la vez que decían no saber nada de lo que había ocurrido, que produjo la unión de las madres de desaparecidos y abuelas de niños apropiados convertidas hoy en día en una institución histórica, en una marca de los tiempos, en la única hoja que se pudo recuperar de ese diario cortado abruptamente, manchado de sangre en lo más álgido de la vida.
Hoy cientos de miles sino millones se suman a los significados y significantes de recuperar la memoria, de exigir la verdad, el juicio y el castigo, pero lo cierto es que en aquella Argentina, que festejó el Mundial de 1978 mientras estaban torturando salvajemente a esos desaparecidos que luego tiraron al río, la Argentina de la plata dulce del “deme dos” de 1980, la Argentina de Viva Galtieri cuando la ocupación de Las Malvinas, todos aseguraban no saber nada, ese país asustado y sonrojado encontré despertando de la pesadilla y del pudor cuando volví, con unos pocos miles de simpatizantes del Partido Intransigente que reivindicaban la justicia, un Alfonsín y un Moreno Ocampo que se atrevieron, aun con las picanas y las pistolas humeantes, a juzgar a las Juntas Militares, sin demasiado entusiasmo y apoyo popular. Sólo acompañados de la efervescencia de la muchachada del rock, la batucada de San Telmo y las tardes de Barrancas de Belgrano. Confío en que esta conciencia tardía, nacida de modo genuino en las nuevas generaciones, no sea una moda acomodaticia, y signifique una barricada perpetua del Nunca Más contra la siempre presente tentación del poder de cualquier signo, al autoritarismo, a la dictadura, a decidir a quien pertenece la vida.