Desesperado por un trozo de pan con mantequilla y por un café con leche bajé las escaleras del edificio saltándome la mayoría de los escalones, no quería esperar el ascensor. Tenía la cabeza adormecida en un hemisferio y en el otro, adolorida. La noche anterior había estado hasta la hora que me acosté, pegado a la última botella de cerveza, la cual estaba al lado de la cama por la mitad, hasta que al levantarme le di un ligero toque con el pie, y derramó lo que le quedaba del dorado líquido nórdico, sobre la alfombra y las gafas de leer.
Al llegar al kiosco de la esquina miré detrás de mi, cauto, para no sacar los billetes justo delante de alguno de los ocupantes de la casa tomada que había en frente. El muchacho que atendía, que era sobrino de la dueña y que cada noche cuando su tía se iba del kiosco llevaba unas chicas y armaba sus fiestas en el cuarto de la segunda planta, parecía estar con peor resaca que yo, a juzgar por los ojos y la voz con que me dijo
-Buen día fiera, que te doy?.
_ Dame una botella de Coca de un litro casi congelada con carácter urgente, por favor.
Me la tomé casi sin respirar, después del eructo de rigor dije-Ahh!. Y sentí como mi alma hacía un esfuerzo por retornar al cuerpo. Ni bien logré pestañear sin que me causara migrañas, le dije al muchacho del kiosco, dame un paquete de cigarrillos negros, particulares 30 sin filtro por favor- le pagué, me dio el vuelto y me dijo _ Que nochecita vecino, eh?- esbocé una media sonrisa, no estaba decidido ni a caerle mal ni a permitirle una confianza de viejos conocidos.
Crucé la calle y me fui al bar del gallego de la otra esquina. Pasé por delante de la casa tomada como cada mañana y no podía dejar de mirar de reojo, intentando encontrar algo macabro, truculento, a través de la oscuridad que había inmediatamente después del portón de entrada. y como de costumbre no veía nada sospechoso. Aunque sabía que allí dentro podría nacer o morir alguien sin que nadie se percatase y ninguna autoridad estuviese jamás al tanto. A juzgar por las peleas callejeras y los tiroteos que los habitantes de ese tugurio protagonizaban en la calle, debía haber tantos revólveres allí, como en la comisaría. Dejé atrás ese cuartel del delito porteño, y a los cincuenta metros entre en el bar de Pepe, donde servían unas porciones de tortilla de papas con queso mozarela por encima, que hacían suspirar.
Le pedía al camarero café con leche, doble, y dos medias lunas de grasa calientes. Encendí un cigarrillo y me tiré de cabeza al centro de la taza. Una vez que hube atravesado la capa densa de leche y café me aguardaban unas pocas brazadas más, hasta alcanzar el aire de las ilusiones mañaneras. Llené los pulmones con toda esa masa de viento limpio, dejé que el aroma de todas las flores se impregnara en la chaqueta de cuero negra que llevaba, después me dejé abrazar por la morena voluptuosa, que acostumbraba acariciarme en ropa interior de color blanca o violeta, y una vez que me hubo dejado todo el cuello babeado por su beso de despedida, salí a flote nuevamente del café con leche , ya quedaba menos de la mitad de la taza. Le pedí sacarina al camarero y encendí otro cigarrillo.
Mientras observaba a través de la ventana, el suave otoño de Buenos Aires, con sus árboles gises, y la arquitectura de hojas caídas, pensé_ Por qué no puedo vivir en paz con esta ciudad, y por qué no me puedo ir ya, del todo, completamente? Entonces Pepe en persona me trajo las medialunas, se sentó y me dijo
_Muchacho, no es una novedad que alguien tenga dificultades para aclimatarse, si lo que quieres es lamentarte de tu suerte, todo lo que te rodea te ayudará en ese sentido, no te faltarán pretextos. Ahora bien, muchacho ojos de papel, si lo que estás buscando es una sincera explicación a tu angustia, un remedio a esa molestia que te oprime el pecho cuando quieres saber a donde perteneces, de donde provienes, y cual es tu destino, te repito lo que querría decirte cada mañana, hazte las preguntas correctas, ¿ Existe algún sitio de donde me gustaría ser?. Le agradecí a don Pepe sus amables consejos, pero le dije que en realidad el dónde, no era mi problema, sino el quién. Que lo que querría encontrar yo, es quienes quisieran pasar más de una noche conmigo, cambiaba todas las amantes por una novia, amigos bien vestidos y con trabajo que quisieran verme, y recibirme en sus reuniones aburridísimas, padres, hermanos y tíos que volviesen a aceptarme. _En realidad, Pepe, eso me importa más que el espacio en sí.
_ Entonces- me dijo Pepe- preocúpate menos aún, siempre que traigas contigo esas monedas, serás bienvenido aquí. Eso hijo, es más o menos todo el cariño que vas a conocer.
Cuando nos despedíamos Pepe me dijo que no me olvidase de pasar esa noche, regalaría un vaso de vino por cada porción de tortilla de papas. Le dije_ Pepe, claro que vendré, pero pagaré mi vino, con todo respeto, tu tortilla merece una mejor compañía que ese vinagre gratis.
Fui a tomar el autobús a la avenida Callao. Mezclándome y esquivando a los zombis de la ciudad, que pasan delante de los mendigos, delante de los automóviles detenidos en los semáforos, detrás del tubo de escape de los colectivos. Los autómatas del mediodía, en busca de su sándwich con suficiente fiambre y vegetal como para experimentar un mordida integral, completa, y a su vez suficientemente liviano como para no provocar un gran entusiasmo metabólico. Yogures, ensaladas, jugos o batidos de frutas. Los robots del mediodía que salen de los bancos mirando a ambos lados, señalándose como piezas favoritas para los cazadores furtivos de la gran ciudad. Los del tirón, los de las motos, los del cuchillo o los del revólver.
Cuando estaba llegando el autobús a la parada, sonaron tres ruidos idénticos, secos, y un cuarto sonido desigual, estridente y atenuado a la vez. Y a continuación, entre las bocinas de los coches de la avenida, el ajetreo de los oficinistas y las voces de la ciudad se escuchó un grito, un alarido de dolor y acto seguido el sonido apagado de un cuerpo chocando contra el asfalto.
Giré la cabeza para observar lo ocurrido y vi tres bolos que habían en el suelo, una bocha para derribar bolos, aún rodando sobre la avenida, y un hombre tendido en el piso, con una brecha en la cabeza, ya escasa en cabello, que empezaba a mostrar una incipiente cantidad de sangre brotando de sus venas.
Se detuvo el tráfico, en parte por la curiosidad de los conductores y también porque el hombre había caído al borde de la acera, un brazo le colgaba fuera del contén.
Hasta que llegó la ambulancia pude contar a tres personas que hicieron el amago de ayudar en algo, y de esa cifra estoy seguro ya que estuve sosteniendo su cabeza sobre el muslo de mi pierna, que apoyé a su lado en el suelo, con la intención de evitar que se desangrase. El hombre tenía un aspecto prolijo, pero su cabeza pintaba muy mal, los gestos de la cara, y los sonidos guturales que profería, denotaban que no tenía mucha intención de regresar a un estado de conciencia por lo pronto, y que allí donde estaba, entre balbuceos y silencios sepulcrales, tampoco es que se estuviese divirtiendo a mares.
Los enfermeros de la ambulancia me preguntaron inmediatamente, si había visto lo sucedido, les dije lo que había escuchado y que lo más probable, era que el elemento que le hubiere alcanzado de lleno la cabeza, fuese la bocha. Ya que los tres sonidos restantes eran idénticos, y la brecha de la cabeza era demasiada grande como para deberse al golpe de uno de esos bolos. Un enfermero me alcanzó un bolo, después de llevar al desafortunado a la ambulancia, y me dijo, _tómele el peso a esto.
_Ya veo que no es liviano- le repliqué- pero de todos modos, los tres ruidos fueron iguales_ Acto seguido, dos policías acompañaban a un coche patrullero al niño que había puesto en práctica su pericia, en el derribo de bolos desde el balcón de la quinta planta, y a la que parecía ser su mamá.
Ambos lloraban y se agarraban la cabeza con las manos, a causa de la desgracia parecían estar acongojados también los dos policías, tan adiestrados y curtidos en el arte de las multas a esa hora en el centro, en dar patadas a un vendedor ambulante o a un ladronzuelo aspirador de pegamentos alucinógenos. Hombres listos en todo momento para introducir a un borracho infeliz en una comisaría, desvestirlo, aliviarle el bolsillo de las pocas monedas que le quedasen, y darle luego un buen ramillete de caricias para mantener la forma. Pero de ninguna manera, preparados para llevarse presos a un nene y a su madre, por haber cometido una imprudencia que podría terminar en tragedia.
Yo también me tomé la cabeza con ambas manos después de limpiarme la sangre con una servilleta, un poco preocupado naturalmente por todo ese tema del contagio rojo. La policía me pidió que los acompañase para declarar. Me sentó bien. Eran pocas las ocasiones en que me pedían de manera tan amable y cívica que les acompañase a sus dependencias, constituía una petición depuradora. No es que yo fuese un sujeto peligroso ni algo por el estilo, sino que por aquellos días en Buenos Aires, la policía tenía la potestad y hasta el deber de llevarse a dormir entre rejas a cualquier beodo que encontrasen en la vía pública, aunque no estuviese conduciendo su automóvil, aunque estuviese esperando un taxi, incluso llegando a su casa. Y alguna vez me tocó probar uno de los frescos y ortopédicos lechos, que se ofertan en sus dependencias.
En la comisaría tardaban y me entró un hambre tremenda. Después de contarles lo sucedido, y mis sospechas de que fuese la bocha y no un bolo el que le dio en la cabeza, me comentaron que lo más probable era que el hombre sobreviviese al golpe, pero que quedaría con importantes secuelas, y que lamentablemente eso no les suministraría ninguna dicha al niño ni a su madre.
El muchacho había declarado, que al no poder jugar en el pasillo donde habitualmente lo hacía, a causa de un trabajo de refacción en la casa, lo hizo en el living, apoyando los bolos al borde del balcón, sin percatarse primero de que los barrotes permitían el paso, tanto de los bolos como de la bocha. El set, era un regalo que le había hecho su padre, un hombre que vivía lejos, y al que veía muy poco.
El niño lanzó la bocha con la habilidad que ya había adquirido en esos meses, justo antes de impactar contra los bolos, la pelota dio en el marco que divide el balcón del living, hizo un bote llevándose a tres de los bolos consigo por el aire y se perdió en la concurrida avenida porteña. Lo cierto es que ese juego ya había sido causa de varias discusiones en el hogar, y la madre comentaba en llantos en la comisaría, que el destino era perversamente irónico, ya que cuando ella estaba enfadada con el niño por los golpes de la bola en las paredes, le gritaba, _¡un día de estos voy a tirar los bolos con la bocha y todo por el balcón! .
Entonces recordé el juego de bolos que me había tocado el día de los juguetes cuando era muchacho.
Había vivido diez años en Cuba. Exactamente desde los diez a los veinte años.
Una vez instaurada la Revolución cubana, fueron desapareciendo paulatinamente las fechas conmemorativas de festividades que no tuviesen relación con la Revolución. Quedaron el día de fin de año, el diez de Octubre día del grito del Yara, cuando se inició la guerra por la independencia de España.
Pero los días feriados, eran tres y eran conmemoraciones de eventos en los que intervino el dirigente máximo del gobierno. A diferencia de la Unión soviética y China, Cuba se había tomado el tema del culto a la personalidad muy seriamente, según decía Fidel. Y sin duda era así. Resultaba notable con que seriedad se lo habían tomado.
Uno de los días feriados que no tenía nada que ver con las tribulaciones de los barbudos y su jefe máximo, era el día de los niños, el 6 de Junio. Ese día era asueto solamente para los niños. Era el único día del año que los críos tenían la alegría , la dicha de recibir de regalo, el elixir de los niños: los juguetes. Ningún niño se quedaba sin juguete, no se conmemoraba ya la navidad ni los reyes magos, y no existía ninguna posibilidad de adquirir algún juguete por sencillo que fuese en las tiendas del estado. Solo se podían comprar en dólares, o los podían traer de sus viajes al exterior algún familiar dirigente o que residiese en el exterior, los sucedáneos socialistas de los reyes magos y de Santa Claus.
Cuando hube de recibir mis primeros regalos en la tienda ya me quedaban dos años de niño en modo oficial, así que recuerdo exactamente, las dos ocasiones, los juguetes que me tocaron.
Una semana antes del día fijado para comprar, se establecía mediante unos folios colgados en unos tabloides, el orden en que le tocaba comprar a cada niño, y la hora exacta en que debía ir a la tienda para evitar aglomeraciones.
Los juguetes a percibir por cada niño eran tres. Al más importante, se le llamaba el “Básico”, que podía ser una bicicleta, un triciclo, o un tren a pilas, el siguiente en importancia era conocido como el “ No básico”, y era un juguete de menor entidad, un juego de damas, un camión, un coche, una ametralladora , mientras que el tercero en relevancia era el “Dirigido”, y solía ser un juego de yaquis, un parchís o una pelota de goma.
El primer año que me tocó ir de compras fuimos en el horario en que ya quedaban pocos juguetes Básicos interesantes, así que de ese cogí una carriola, de no básico un guante de beisbol, y de dirigido un juego de bolos de plástico.
La carriola y el guante de beisbol se rompieron rápidamente, ya que la calidad era la misma que hoy conocemos como calidad china, solo que sin la perceptible mejoría que lograron unas décadas más tarde.
Sin embargo el juego de bolos de plástico duró más que los juguetes que me tocaron el segundo año. La pelota era casi tan liviana como los bolos, en los que tanto se había economizado en polietileno para su confección, que resultaban casi transparentes. Quizás alcancé a jugar con ellos una vez o dos, porque se hacía absolutamente imposible lograr una trayectoria programada con semejante bocha. Tampoco era fácil encontrar un sitio de la calle donde no corriera ni un poco de brisa, para que los bolos se mantuviesen en pie, al menos hasta que la bocha lograse tumbar uno.
Solo el set de bolos con la bocha, resistió y quedaron en un rincón de la habitación del cuarto piso del edificio C 54 de Alamar, durante más tiempo que cualquier otra cosa de aquellos días. Casualmente esos juguetes, cualquier cosa de la libreta, y toda la maldita revolución cubana eran un recordatorio de mi padre, que estaba lejos, trabado en una celda argentina.
Una vez que firmé la declaración de lo que vi y les dejé mis datos por si me necesitaban, el oficial me preguntó si quería que me llevasen hasta el lugar del accidente, u otro sitio, le dije que sí, que me dejaran enfrente del bar de Pepe.
Cuando Pepe me vio llegar me dijo_ Que raro tan temprano por acá. Una ración de tortilla y un vino?
_Pepe, ponme una ración de tortilla con mozarela, pero sin vino, cada vez que me zambullo en él, no sé porque, pero salgo medio perdido.
Tráeme un café con leche.