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7 julio 2012 6 07 /07 /julio /2012 22:08

 

 

Al enterarme que habían condenado al ex dictador Jorge Videla por un ramillete de los más execrables crímenes que se puedan tener idea, como casi todos los que involucran a criaturas, sentí una extraña sensación, no salté de alegría, no puse una botella de frizzante en la nevera, y aunque no estaba frente a un espejo me atrevo a aventurar que ni siquiera sonreí. No me muestro demasiado entusiasta de disfrutar con el daño en niinguna circunstancia que se presente, ni tratándose de esta justa punitiva.
En su lugar me embargó un alivio restaurador, sobre todo esta condena por crímenes cometidos sobre los niños,  recién entonces me di cuenta de manera integral que en efecto el exilio que pasó por encima de mi cabeza fue difícil, como muchas veces escuché decir y me negué a aceptar, quizás con el afán de  reservarme el derecho a un recóndito y genuino pataleo, el día que lo quisiese representar en el modo que mejor me pareciese.  Y me di cuenta  de que aunque no las vivíamos en primera persona como los niños robados de los desaparecidos, a los niños del exilio también se nos hacía participes de no pocas noticias monstruosas, acontecimientos no elaborados para mentes en la búsqueda del atractivo de hacerse adulto y abandonar el nido de la infancia, podíamos escuchar tantas historias de muertos y adoloridos de las charlas entre los mayores, o las leíamos de sus pasquines abandonados en la esquina de un escritorio de hotel, o simplemente nos la comunicaban ellos mismos, que habitualmente las introducíamos en nuestras conversaciones compitiendo con alardes  y bravuconadas  de hasta donde sería capaz cada uno de aguantar la picana y las diversas modalidades de tormentos sin denunciar a los compañeros. -Sin cantar- decíamos.
 Siempre supe que llegada la ocasión, después del primer sopapo, a mi deberían darme unos cuantos más para callarme. Y cuando lo contaba me decían que no podría ser un gran revolucionario, luego el tiempo se encargó de darles toda la razón.
Habitualmente nos implicábamos en estos temas y podíamos pasar horas comparándonos con gente que acababa de morir de manera indescriptible.

Otro tema recurrente entre los niños exiliados de diferentes países que habitaban el hotel donde residíamos en La Habana, era decir por turnos que le haría cada uno a los dictadores que detentaban el poder en nuestros países de proveniencia, los que habían ganado la partida a nuestros padres. Cada uno hacía gala de su más fértil imaginación para adjudicar una muerte proporcional a las brutalidades que cada tirano había perpetrado- “los cortaría en tiritas con una Gillette y les echaría ácido en las heridas“–era la más popular e internacional, “lo metería en una jaula y dejaría que todas sus victimas diesen cuenta de él”- era otra de las recurrentes, los más expeditivos optaban por el fusilamiento, y aquellos más pacientes, que más horas pasaban destripando pajaritos y lagartijas, se inclinaban mayormente a despellejarlos vivos. Nos iba en ello nuestra valía , nuestra convicción en los ideales  más puramente revolucionarios se vería reflejado en la escenificación del tormento más adecuado para acabar con la vida de semejantes sabandijas.

Mi padre estaba preso, y el solo hecho de desearle a alguien la prisión me revolvía el estómago. Yo sentía el deseo de sublevarme  y proclamar que quería ponerlos en una prisión confortable, con atención médica y sicológica, justamente para que se reconociese la diferencia entre la bestialidad y la justicia, entre ellos y nosotros, pero no me atrevía, terminaba sucumbiendo a la carrera de truculencias.  Y para no gustarme era asombrosa la regularidad conque asistía a esas charlas y me esmeraba en mi simulación. Quizás estuviese despellejando a alguien mucho más tangible que a Videla.

Aquellas conversaciones y bravuconadas, definitivamente no eran lo que mejor nos explicaba a ninguno de esos niños ateridos de terror y confusión por la sangre, las pérdidas y las mentiras entre las que vivíamos , pero aquel era el rol del hijo del guerrero.

También teníamos otras charlas y otros amigos sin traumas e infinidad de distintas diversiones. Detesto que nos aprecien como los que buscan tener el copyright del padecimiento, puede parecer que estemos en todo momento preparados para recibir una subvención. Pero el paisaje al asomarnos por la tapia a la vida de adulto, fue indefectiblemente marcado por las desventuras de nuestros mayores y las atrocidades cometidas por sus captores. 

Represores de toda calaña, nacionalidad e ideología.

 
Tendrán tiempo para reflexionar en sus celdas,  de pensar y de conversar, e incluso dado que se dice que los ancianos se convierten en niños, podrán hablar entre ellos en el patio o en el comedor,  de cuanto hubiesen aguantado sin denunciarse los unos a los otros si les hubiesen aplicado la picana que ellos solían administrar.  

Con absoluta sinceridad declaro que deseo, por el bien de sus almas y de las nuestras,  que aprovechen este tiempo para irse de la vida habiendo comprendido aunque sea en parte,  el daño que ocasionaron y habiendo esclarecido todo lo ocurrido y el destino de los niños que faltan por encontrar, así como el de los cuerpos de sus padres; ya que, no puedo imaginar éxito mayor que si alguno de ellos antes de morir, experimentase el verdadero arrepentimiento, ni mayor reto para quienes nos suponemos en un peldaño moral superior, que comprobarlo viendonos en la tesitura de poder otorgarles el perdón.
Por España hubo emoción entre la gente sensible al conocer esa sentencia. Acompañada de una pizca de sana envidia.

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28 mayo 2012 1 28 /05 /mayo /2012 06:39

Salí estrechando la mano del peculiar encargado de cuidar la casa museo de José de San Martín en Boulogne Sur Mer.  Era un empleado de la embajada, un hombre culto y en especial conocedor de la vida del prócer argentino. Nos había explicado delante de cada objeto , en cada habitación cuales y de que modo le habían pertenecido, como los había compartido con su hija Mercedes y con el dueño del edificio que en un principio le alquiló el departamento que ocupaba una planta entera y luego al sentir por él un respeto y simpatía que se tradujo en una especie de autentica amistad, se lo terminó dejando por una mensualidad simbólica. Me contó que el único mueble que de verdad queda de la época, es la cama donde murió el general, acompañado de su hija, todo lo demás se perdió en una inundación que tuvo lugar en el inmueble unas décadas atrás. Incluso tuvimos la dicha de conocer al hombre que consiguió salvar cuadros y objetos de valor flotando entre una habitación y otra, y luego participó en la reconstrucción de la casa. Así era el respeto que los habitantes de Boulogne profesaban al revolucionario sudamericano que encontró la muerte en sus tierras esperando la ocasión para cruzar a Dover, Inglaterra.

Cuando salimos de ahí entre saludos e intercambios de recomendaciones de lecturas con el encargado, aún nos quedaban dos días de estancia en la ciudad, a la que había marcado adrede como parada, en aquel viaje veraniego en coche, planeado desde el norte de España, atravesando Francia hasta el condado de Kent en el sur de Inglaterra sitio al que accederíamos por ferry desde Calais o Boulogne.

Recorrimos los alrededores pero nos centramos en conocer la ciudad en la cual según nos había indicado el amable empleado de la embajada, existía gran devoción por nuestro emblemático héroe nacional, resaltándose especialmente aquel año 2010con eventos y exposiciones por toda la ciudad, ya que era la conmemoración del doscientos aniversario de la independencia argentina.

Aparte de los improvisados para el festejo, pudimos apreciar que no eran pocas las señas que daban fe de la simpatía que la ciudad sentía hacia san Martín, estatuas en lugares representativos y céntricos, nombres de calles, recordatorios varios, nos impresionó ver que lo mencionaban más monumentos que al mismo Napoleón quien también gastó un tiempo en aquella ciudad, a la espera de abordar el vecino país de Inglaterra, aunque con intenciones menos amables que las debió abandonar al perder la armada Invencible española contra los ingleses en Trafalgar, cuando curiosamente a raíz de aquellos enfrentamientos se había enconado el deseo británico de invadir las colonias españolas en América del sur, entre ellas el Río de la Plata, al mando de William Carr Beresford en una de las invasiones.

No me considero nacionalista , chauvinista ni patriota en lo más mínimo, ni me suelo impresionar con los barnices con que se suelen revestir los personajes históricos, por simple desconfianza tengo  la costumbre de aborrecerlos antes que cualquier otra reacción. 

Pero lo que me llevó a visitar nuevamente la casa de San Martín antes de portar nuestros traseros al ferry que nos cruzaría de orilla, fueron dos cosas: la más importante era que no había que pagar nada por la entrada, lo cual en Francia a merced de sus poco módicos precios es de agradecer y la segunda era que en aquellos dos días creció en mi una simpatía por aquel hombre que no habían logrado introducir años de adoctrinamiento escolar e institucional. Había sido un hombre querido en la localidad, dejó el halo del afecto entre sus contemporáneos, yo no olvidaba que estos eran revolucionarios franceses, nada fáciles de impresionar.

Le comenté mi sensación al empleado de la embajada, y nos hicimos más compinches aun, creo que fue la primera vez habiendo vivido la mayoría  de mi vida fuera de mi país, y conociendo las embajadas, en que me sentí como arrullado en la cuna, completamente en mi salsa con aquel natural  acercamiento a mi argentinidad facilitado por una embajada.

De nuevo en la sala de su casa, mirando los cuadros de los combatientes que participaron en los diferentes momentos de la lucha por la independencia argentina, me llamó la atención la imagen de más de un oficial británico, que incluso terminaron siendo gente que compartía un respeto y una profunda amistad con San Martín como Popham, o el mismísimo Beresford, bajo cuyas ordenes combatió en 1812 contra los franceses obteniendo la victoria de Albuera, y que luego se comportó de manera muy amable con el general en el tiempo que este estuvo en Londres intentando lograr que la corona británica reconociese los Estados latinoamericanos, para protegerlos de la posible reconquista española.

Recordé la cantidad de deportes , de usos y costumbres que legaron los británicos a las tradiciones argentinas,  generalmente entre las familias patricias, ya fuese por roce, por deseo de mimesis, o por el atractivo que despertaban entonces. Y también recordé que la mayor colonia de escoceses y galeses fuera de países de habla inglesa es argentina, más precisamente en la Patagonia,  y ello me trajo a la mente las especulaciones del vulgo argentino tiempo atrás, cuando evaluaban las posibilidades de presentar hoy una economía como la de Australia o Nueva Zelanda si las invasiones inglesas hubiesen triunfado y hasta hoy nos hubiese resguardado de las calamidades financieras  la bandera de la Common Wealth. Deducciones que no tenían en cuenta que dadas nuestras características lo más probable es que nos tocase una suerte con más similitudes con la India que con los aussies, y aunque habríamos incorporado el cricket a nuestra lista de costumbres anglo-argentinas, lo más probable es que hubiésemos debido sacrificar la entretenida tradición del mate por la sosa manía del té de las cinco o’clock.

Por aquel entonces no estaba como hoy de moda, el siempre socorrido y oportuno tema de las islas Malvinas, pero pensé en ello y en lo absurdo que me resultaba tanto esfuerzo en el reclamo, más allá de si verdadero o simulado, sobre aquellos islotes, mientras ostentábamos una Historia de fascinación y deseo de ser poseídos por la cultura británica que resultaba cuando menos, algo contradictoria, habiendo llegado incluso la economía Argentina a convertirse en dependiente de Gran Bretaña una vez que fuimos como Nación dueños de nuestro propio destino.

Pero más que sonarme como un chirrido estridente lo hacía en mis oídos con armonía musical, lejos de ver una excepción contranatura en el  manejo de los extremismos por los hombres siempre encuentro un mecanismo lógico, de causa efecto que entroncan casi perfectamente, si no fuese porque el movimiento pendular de los extremos pasionales expresados en términos de amor odio, llegan a cobrarse piezas que dejan cotas de sufrimiento y dolor dificiles de superar.

Al cabo de la despedida y de  las fotos de rigor nos aprestamos entonces sí, a cruzar hacia los acantilados blancos, descubrimos que mientras el grueso de viajeros  suele partir desde Calais, haciendolo desde Boulogne sale a mitad de precio en la misma compañía naviera, y con menos tiempo de espera de embarque y de viaje.

Una vez que dejamos el automóvil en los sótanos del barco, después de una reparadora siesta, pedí en la cafetería una taza de pésimo café inglés de barco, y ya atracando en embarcadero, apoyado en la baranda de proa, pensé que aunque mi cometido en aquella visita difería mucho en trascendencia de los de San Martín y el emperador de Francia, me sentía más a gusto llevando en mis zapatos las reminiscencias de las intenciones amistosas del soñador revolucionario argentino, que sintiendo los dedos de mis pies asomando por los famosos agujeros de los calcetines del pendenciero Bonaparte. 

 

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17 abril 2012 2 17 /04 /abril /2012 02:41

 

 

 

Dos semanas antes de escuchar aquello de que se estaba dispuesto a dar la vida por Galtieri en las Malvinas,  cualquier soldado del Ejército argentino habría merecido por parte de todo militante de izquierdas un severo castigo ejemplar por formar parte de un gobierno que se había dedicado en los últimos años a asesinar, torturar y desaparecer a cuanto progresista de izquierdas se encontrase en el territorio nacional. Aluciné.

  Y me faltaba lo más grueso.

Ya que si bien era cierto que desde que la Unión Soviética había recompensado a la Junta Militar argentina por romper el embargo de grano que había impuesto Estados Unidos, y  el gobierno de Cuba comandado desde el PCUS no hizo la más mínima mención pública repudiando el genocidio que se fraguaba en Argentina a manos de un gobierno fascista, aún no habían caído tan bajo como la URSS  premiando como ellos a la Junta  Militar con la medalla de Lenin a, y a su vez recibiendo la insignia de San Martín en sus charreteras gracias al influjo del poderoso caballero, Don Dinero.

Hasta el dos de Abril de 1982.

Fecha a partir de la cual para la dirigencia cubana, el gobierno del General Leopoldo Fortunato Galtieri, pasó de ser un gobierno sobre el cual era mejor no pronunciarse ni condenar en organismos internacionales, a ser digno de brindarle las mejores tropas de los más aguerridos soldados revolucionarios internacionalistas cubanos, además de apoyo económico restándoselo al ya paupérrimo pueblo isleño, y sellando estas intenciones con sonados y sonoros abrazos de camaradería con el canciller Nicanor Costa Méndez, quien pocos  meses antes aseguraba en público que Argentina no era del Tercer Mundo ya que eran blancos, civilizados y libres del flagelo del marxismo.  

Pero ni siquiera esto explicaba el apoyo repentino de la izquierda argentina y latinoamericana en general al glorioso ejercito comandado por Galtieri.

En Buenos Aires, el 30 de Marzo, tres días antes de que el infame General  diese la orden de tomar las islas habitadas por los Kelpers y colonizadas desde hacía más de un siglo por los ingleses, los mismos a  quienes los patricios les cedieran todas las riquezas del país en la parte continental, había tenido lugar una huelga general  secundada por los trabajadores, con manifestaciones bravías poniendo el pecho ante los fusiles de quienes no dudaban en matar y torturar a todo el que se le opusiese, y tanto este avance del descontento popular como la escasa simpatía, con que contaba ya el régimen en Occidente una vez se concluyó la tarea de la limpieza ideológica, marcaban el camino hacia el retorno a la democracia. Estaba claro después de haber subido Galtieri al poder en lugar de Viola quien sí era partidario de una apertura gradual hacia el civismo, que no habría ningún retorno a los comicios, lo dijo el mismo beodo General en su famosa frase: “ Las urnas están bien guardadas donde están”.

Pero a pesar de la petulancia presentía que alguna de sus pesadillas podía estar por dar el salto a la vigilia, y decidió unificar a la mayor cantidad de personas posibles, apelando al  sentimiento más al alcance de la mano de los dictadores de todas las épocas: La amenaza extranjera.

Claro que en este caso no midió bien el enemigo que se buscó para la puesta en escena de su obra bufa. Si bien podía parecer  acertada la elección porque históricamente había habido episodios de derramamiento de sangre entre ambas naciones, lo cierto es que la desaconsejaban dos razones de peso.  Reino Unido poseía la Royal Navy una fuerza militar invicta, y si esto fuese poco, también porque pertenecía a la OTAN y a la Comunidad Europea una combinación de poderío económico y militar ciertamente a tener en cuenta.

A ambos mandatarios les resultó un nada despreciable instrumento para desviar la atención de sus pueblos. Thatcher precisaba maquillar su política de desmantelamiento del estado de bienestar británico y aplacar sus constantes enfrentamientos con la clase obrera, sobre todo con los mineros. Y Galtieri para unir a todas las gargantas al grito de : Viva Argentina, a cuatro años de que se obtuviese aquel grito en la Copa del Mundo de fútbol.

Los hechos demostraron que fue un error militar, y que del lado británico estaba dispuesto a entrar en combate incluso un príncipe, mientras que del lado argentino era de esperar que unos oficiales que aún conservaban las manos manchadas de sangre de jóvenes estudiantes arrojados al río luego de meses de torturas, no estuviesen del todo dispuestos a batirse el cobre de igual a igual con la Royal Navy. El resto es un capítulo de la Historia, que habla de donaciones hurtadas, de claudicaciones y arrugues, de abandonos a valerosos soldados rasos que no es grato aunque sí recomendable recordar.

Lo cierto es que aquellos trozos de rocas inhóspitos, habitados por un puñado de atrevidos que desafiaban los vientos constantes y la humedad extrema, no les había interesado a nadie excepto a aquellos  intrépidos habitantes, los Kelpers, en mi criterio los únicos con poder para decidir por quienes deberían ser gobernados.

Las islas pasaron a ser argentinas por el automático hecho de que todo lo que había pertenecido a España , tras la declaración de independencia pasaba a ser propiedad de Argentina, pero en aquellos islotes no tenía morada fija ningún ser humano, y casi ninguno viviente.  La historia Argentina con Inglaterra es curiosa, desde que se avistó la posibilidad de declarar la independencia se procuró por todos los medios que la corona británica reconociese al Río de la Plata, ya que ello impediría que fuese recuperada nuevamente por España o invadida por otra metrópolis europea, sin perder de vista que poseer un protector que encabezaba la revolución industrial y mandaba en el mundo de las finanzas podría significar cobrarse dos piezas con un solo proyectil.

Al cabo de un análisis desinteresado, podría ser considerado colonialismo cualquier nación que se hiciese con el control de aquellos dos islotes, ya que había que enviar allí colonos. Convencer a gente proveniente de otro sitio que no fuese del norte de las mojadas y grises islas británicas habría resultado una tarea casi tan mastodóntica como acostumbrarse luego a vivir en ellas. Fueron habitadas pues por colonos escoceses e ingleses que trabajaron durante generaciones la lana de las ovejas que allí se esquilaban y se enviaba a la metrópoli igual que se hacía con el grueso de la lana de Argentina continental en cantidades exponencialmente mayores, sin despertar el más mínimo prurito nacionalista de los gobernantes patrios.

Llegó a escribir Arturo Jauretche que las ovejas del sur argentino, eran las ovejas más panzonas del mundo, ya que casi toda la lana que se declaraba para exportar era del vientre, una lana que pagaba impuestos más bajos que la extraída del lomo. Y nada de esto molestó demasiado a los bien informados y recompensados encargados de la tan cacareada soberanía.

 Hoy hace treinta años de aquella absurda guerra. Hay quien todavía se enoja con los británicos que acorde a su espíritu bromista  dicen que los argentinos deberíamos estar agradecidos de la guerra de las Malvinas ya que aceleró el final de la dictadura. Coincido con lo del buen humor.

Pienso en que duda le podría caber a una persona si, aun sin ser un Kelper con lengua y antepasados ingleses, sino un descendiente de españoles como los primeros criollos, le propusiesen que eligiese libremente a que país preferiría  pertenecer, si la dictadura de Galtieri, con su sistema de salud, de garantías en derechos humanos, con su posición económica, o a la que era la segunda economía mundial, con el mejor sistema de salud de todos los tiempos, y unas garantías político sociales inéditas fuera de Gran Bretaña. 

Hoy existe otro panorama. Argentina procura estar a cargo de la administración de las islas por una cuestión estratégica y también por su importancia en recursos marinos. Solo si es presentado así podría entender su justa reclamación pacifica, prescindiendo esta vez de la utilización de las emociones en lugar de la frialdad de la razón.

En el continente existe un inglés que es dueño de un trozo de tierra que es unas once veces mayor que las Malvinas y las ganancias que le dejan son infinitamente superiores.  Pero expropiárselo no solo no es buen negocio porque no aglutinaría a nadie, los pondría en contra ya que muchos perderían sus trabajos, sino que además este inglés , como casi todos los que han esquilmado la Argentina, no tomaron la Patagonia con cañones, a través del mal gusto de la fuerza.

Sino que colonizaron aquellas enormes extensiones, con las ovejas más panzonas de todos los tiempos.

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29 febrero 2012 3 29 /02 /febrero /2012 01:47

 

 

Al poco de regresar a Buenos Aires,se me hacía pesada la relación familiar, y era lógico yo ya tenía veinte años, y mucha necesidad de vivir solo, de modo que me fui a una pensión del barrio de Flores, de habitaciones de madera noble y escaleras anchas, y una señora de  peinados y costumbres tan antiguas como reconfortantes que oficiaba como anfitriona solía repetir:  

_ "Todos tenemos algún defecto, no ocurre igual con las vitudes".  

Yo había decidido dejar de beber, y lo estaba cumpliendo sin ayuda de fármacos ni de grupos de apoyo. Debo decir que hasta la fecha llevaba tres años bebiendo al más alto nivel, pero mi cuerpo era joven y la afición aún no me había minado el físico de manera tal de no poder detenerla por un tiempo. Le pagaba por habitación y desayuno, pero todas las noches me traía una sopa o un sandwich, decía que yo le recordaba no sé que pariente, con elcual por lo visto se llevaba muy bien. Solía bloquear los bolsillos y destrabar la bragueta al escuchar cualquier elogio a mi persona, y sabe Dios devorador que entonces nada me habría gustado más, pero aquel no era el caso, al menos no sin mayor decoro en el cortejo. Guardaba apariencia antigua, pero no presentaba aspecto de vieja, su figura esbelta, la fuerza de su mirada y el sinuoso e impreciso talle de sus vestidos, dejaban presagiar sorpresas más bien agradables bajo aquellas prendas, aunque aquellos patitos solo navegaban sobre las aguas de mis lagunas mentales.
En aquel sitio después de las horas de trabajo, me sentía con una libertad inmensa, leí toda la obra de Shakespeare traducida al castellano en volúmenes de Ediciones Cubanas, bajo los títulos de Dramas históricos, Tragedias y Comedias, solo me dejé para más tarde los sonetos. Así fue que me enamoré para siempre de la literatura de Shakespeare, porque aún cuando había pasado tanto tiempo y procedía de un sitio tan disímil del mío culturalmente, hablaba con un lenguaje atemporal de los problemas universales, de los asuntos de todas las personas, que parecía escrito por un compatriota contemporáneo atravesano las ciudades y los campos con una mochila al hombro y observando todo a su paso, solo que de una calidad literaria que convertía en imposible esa contemporaneidad, porque solo había habido uno tan bueno y había escrito mucho tiempo atrás en la nubosa Inglaterra. 
En aquellos días compré mi primera walkman, era roja y me pasaba el tiempo libre con música en el oído y libros en la mano, le di un poco de descanso al rock para empezar a escuchar jazz, blues y música clásica. Me pasó con Beethoven lo mismo que con Shakespeare. La sopa de la anfitriona era realmente exquisita.
Mozart es para mi la belleza en las formas, la gracia , la variedad inagotable, el trino el gemido del orgasmo y el salto por la ventana de la morada de la adúltera; Bach sin embargo era el reposo, la belleza del contenido, el olfato, el tacto con el anverso de la mano, la caricia del aire tenue, la tibieza del sol comedido, la suavidad del terciopelo y el descanso en el cuello mullido, pero Beethoven era el toro, era el rayo, el trueno, la ola gigante de mis pesadillas y el barco inmenso de mis sueños, era el crepitar del fuego, la copula entera, la pelea a puñetazos, el galope, el disparo en la batalla, el petate del caminante silencioso, del hombre que asumía riesgos; también era el herido, el perdedor, el malquerido, el difamado, el desterrado, el borracho, Beethoven era un semidios veterano más sabio que el Dios Bach y más fuerte que el brillante arcángel Mozart.
 

Las sopas de la anciana, la madera de su casa en medio de mi abstinencia, las palabras de William y el piano de Ludwig, quedaron atrapados dentro de mi, no muy lejos de los blues, donde atesoro mis defectos favoritos.  

 

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16 octubre 2011 7 16 /10 /octubre /2011 01:33

 

 

 

Conozco a la argentinidad, más por sus denodados esfuerzos en  existir, mantenerse y reinventarse fuera del país que desde adentro. 

He conocido a los argentinos como inmigrantes en dos lugares, diferenciados en dos grandes conjuntos, los exiliados por razones políticas y los emigrados por razones económicas. Y dentro de cada conjunto, una gran variedad de matices, de subgrupos.

Unos los conocí en La Habana,  fueron llegando desde los primeros años de la revolución, como refuerzo a causa de la importante merma de profesionales que el país había padecido tras la diáspora inicial de personas preparadas. Entre los primeros emigrantes argentinos hubo quienes fundaron  por ejemplo Prensa Latina, otros que sirvieron como médicos, arquitectos, ingenieros, profesores de nuevos talentos. 

El  número se fue incrementando, generalmente por militantes de izquierda. La cantidad  de este tipo de inmigrantes fue aumentando graduablemente hasta que de forma abrupta se detuvo cuando la Unión Soviética dio la orden a Cuba de mimar al gobierno de Argentina a causa de que este se había convertido en confiable proveedor de cereales.

En España, también tuve oportunidad de conocer un buen número de los inmigrantes por razones políticas, que llegaron mucho antes que yo, justamente entre los años 1976 y 1983. 

Pero la gran mayoría de los argentinos que tuve la oportunidad de conocer en Madrid, Barcelona y León, son familias o individuos que emigraron en busca de un futuro mejor, de un pasar más holgado. Y entre ellos hubo varias épocas de grandes flujos e interines de tiempo de arribos por goteo.

Dentistas y Psicólogos formaban un grueso profesional a tener en cuenta. El aporte fue tan marcado, que en España no había una facultad específica de Odontología, y fuera de ámbitos de exquisitez  intelectual, podía ser tomado por un insulto la recomendación de asistir al psicoanalista, cuando no una chanza. Al psicólogo iban los desequilibrados y al dentista los desafortunados para extraerse las piezas.

Luego comenzaron a arribar una variopinta troupe de diferentes profesiones,oficios y niveles academicos, una fauna diversa, proporcional a cada período de crisis argentina, como cambios de moneda,  mezclas de  políticas bancarias con habilidades granjeras, como el caso del corralito, o crecimiento exponencial de los vectores macroeconómicos ibéricos o europeos e general.

Yo vine entre una cosa y la otra, pero me consideraba más bien un emigrado sin nacionalidad exacta, un poco argentino, cubano, y también con un toque de emigrante español, haciendo el viaje inverso. Quizás a causa de haber sido criado por mi abuela materna, nacida en Burgos, que además del rol de abuela, ejerció en buena parte, el de madre y padre.

De los miles de argentinos que he encontrado en el exterior en años de vida y viajes, casi todos, terminaron trabajando en puestos altamente codiciados por los nativos de sus entornos, sino en sus propios negocios generalmente muy independientes y en no pocas ocasiones de una envidiable prosperidad.  

Durante años, el jefe de las caballerizas de Carlos de Gales, era argentino, pero para asear los caballos tenía contratado a ingleses hábiles en esa tarea. Es curioso que dentro de Argentina, la gente es capaz de trabajar en cualquier empleo, o dormir en cualquier rincón, no así cuando viajan o emigran. Si se me permite diré que no responsabilizo tanto a la petulancia o la falta de humildad, me temo que más bien interviene un arraigado temor al ridículo.  Que conlleva precisamente, al riesgo de cometerlo.

Tal vez por una interpretación algo nómada del progreso. O quizás porque en realidad no poseen ni uno ni lo otro, una nada absoluta, y resulta que es muy reciente, el descenso de aquellos hombres de los barcos provenientes de la Europa necesitada,  y su amalgama con la cultura de la sociedad patriarcal y rural , existente con anterioridad.

En el exterior hemos echado mano de un manojo de costumbres, actos reflejos, y unificación de gustos, buscando desorientadamente ese ser nacional, al que ya no se alcanza a representar  a través de la figura del gaucho, la Pampa,  el asado, el mate, los ñoquis lo itálico en castellano o el fútbol, por sí solos, sino el rejunte de todo ello, con la suma del rasgo más genuino de cada país. El sentido del humor.

Aún cuando me resulta tan ajeno tener  raíces, como a un árbol contar con piernas, reconozco en este, el único punto en el que nunca he dejado de ser argentino.

En el fondo soy un burlón,  me paso el día riéndome de todo, de todos y de mi, en confianza y a calzón quitado, me río con toda la procacidad y el humor negro que se pueda requerir.

El sentido del humor es lo que más extraño de cada cultura con la que me familiarizo. Estoy convencido de que algún día, quizás lejos de España, por fin sabré lo que es reír de alguno de esos intentos de chistes castizos, a las que respondo educadamente con mis mejores muecas labiales. Y quizás en Finlandia hasta consiga extrañarlos.

Hace poco una prima a la que conozco solo a través de soportes informáticos, colgó una serie de episodios de un programa cómico argentino, el cual en el momento en que me fui de allí, era lo más gracioso que yo había visto jamás, me hacía reir tanto como Monthy Phyton y Buster Keaton.

Cuando los volví a ver, ciertamente sentí que el tiempo había transcurrido y que las saetas de otras culturas, habían conseguido si bien no diezmarme, al menos sí atravesarme; pero aún así, sólo ante la pantalla del ordenador,  reí como recién regresado de mis emigraciones. 

La única cosa que mi abuela no me aportó, fue el sentido del humor, aunque usaba el suyo  muy  a menudo.  De la misma manera que creo que me reiré siempre de Tinguitela,  de Calabró o de Caseros, mi querida abuela sólo podía reír a discreción, del tipo de chistes y bromas que entre ovejas y montes nevados, gastaban bajo sus boinas,  los mozos y mozas de Castilla la Vieja.

 

 

 

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27 septiembre 2011 2 27 /09 /septiembre /2011 01:08

Desesperado por un trozo de pan con mantequilla y por un café con leche  bajé las escaleras del edificio saltándome la mayoría de los escalones, no quería esperar el ascensor. Tenía la cabeza adormecida en un hemisferio y en el otro, adolorida. La noche anterior había estado hasta la hora que me acosté, pegado a la última botella de cerveza, la cual estaba al lado de la cama por la mitad, hasta que al levantarme le di un ligero toque con el pie, y derramó lo que le quedaba del dorado líquido nórdico, sobre la alfombra y las gafas de leer.


Al llegar al kiosco de la esquina miré detrás de mi, cauto, para no sacar los billetes justo delante de alguno de los ocupantes de la casa tomada que había en frente.  El muchacho que atendía, que era sobrino de la dueña y que cada noche cuando su tía se iba del kiosco llevaba unas chicas y armaba sus fiestas en el cuarto de la segunda planta, parecía estar con peor resaca que yo, a juzgar por los ojos y la voz con que me dijo


-Buen día fiera, que te doy?.


_ Dame una botella de Coca de un litro casi congelada  con carácter urgente, por favor.

Me la tomé casi sin respirar, después del eructo de rigor dije-Ahh!. Y sentí como mi alma hacía un esfuerzo por retornar al cuerpo.  Ni bien logré pestañear sin que me causara migrañas, le dije al muchacho del kiosco, dame un paquete de cigarrillos negros, particulares 30 sin filtro por favor- le pagué, me dio el vuelto y me dijo _  Que nochecita vecino, eh?-  esbocé una media sonrisa, no estaba decidido ni a caerle mal ni a permitirle una confianza de viejos conocidos.


                Crucé la calle y me fui al bar del gallego  de la otra esquina. Pasé por delante de la casa tomada como cada mañana y no podía dejar de mirar de reojo, intentando encontrar algo macabro, truculento, a través de la oscuridad que había inmediatamente después del portón de entrada. y como de costumbre no veía nada sospechoso. Aunque sabía  que allí dentro podría nacer o morir alguien sin que nadie se percatase y ninguna autoridad estuviese jamás al tanto. A juzgar por las peleas callejeras y los tiroteos que los habitantes de ese tugurio protagonizaban en la calle, debía haber tantos revólveres allí, como en la comisaría. Dejé atrás ese cuartel del delito porteño, y a los cincuenta metros entre en el bar de Pepe, donde servían unas porciones de tortilla de papas con queso mozarela por encima, que hacían suspirar.


                Le pedía al camarero café con leche, doble, y dos medias lunas de grasa calientes. Encendí un cigarrillo y me tiré de cabeza al centro de la taza. Una vez que hube atravesado la capa densa de leche y café me aguardaban unas pocas brazadas más, hasta alcanzar el aire de las ilusiones mañaneras. Llené los pulmones con toda esa masa de viento limpio, dejé que el aroma de todas las flores se impregnara en la chaqueta de cuero negra que llevaba, después me dejé abrazar por la morena voluptuosa, que acostumbraba  acariciarme en ropa interior de color  blanca o violeta, y una vez que me hubo dejado todo el cuello babeado por su beso de despedida, salí a flote nuevamente del café con leche , ya quedaba menos de la mitad de la taza. Le pedí sacarina al camarero y encendí otro cigarrillo.


                Mientras observaba a través de la ventana, el suave otoño de Buenos Aires, con sus árboles gises, y la arquitectura de hojas caídas, pensé_ Por qué no puedo vivir en paz con esta ciudad, y por qué no me puedo ir  ya, del todo, completamente? Entonces Pepe en persona me trajo las medialunas, se sentó  y me dijo

_Muchacho, no es una novedad que alguien tenga dificultades para aclimatarse, si lo que quieres es lamentarte de tu suerte, todo lo que te rodea te ayudará en ese sentido, no te faltarán pretextos. Ahora bien, muchacho ojos de papel, si lo que estás buscando es una sincera explicación a tu angustia, un remedio a esa molestia que te oprime el pecho cuando quieres saber a donde perteneces, de donde provienes,  y cual es tu destino, te repito lo que querría decirte cada mañana, hazte las preguntas correctas, ¿ Existe algún sitio de donde me gustaría ser?. Le agradecí a don Pepe sus amables consejos, pero le dije que en realidad el dónde, no era mi problema, sino el quién. Que lo que querría encontrar yo, es quienes quisieran  pasar más de una noche conmigo, cambiaba todas las amantes por una novia, amigos bien vestidos y con trabajo que quisieran verme, y recibirme en sus reuniones aburridísimas,  padres, hermanos y tíos que volviesen a aceptarme. _En realidad, Pepe, eso me importa más que el espacio en sí.

_ Entonces- me dijo Pepe-  preocúpate menos aún, siempre que traigas contigo esas monedas, serás bienvenido aquí. Eso hijo, es más o menos todo el cariño que vas a conocer.

 

                Cuando nos despedíamos Pepe me dijo que no me olvidase de pasar esa noche,  regalaría un vaso de vino por cada porción de tortilla de papas. Le dije_ Pepe, claro que vendré, pero pagaré mi vino, con todo respeto, tu tortilla merece una mejor  compañía que ese vinagre gratis.

 

                Fui a tomar el autobús a la avenida Callao. Mezclándome y esquivando a los zombis de la ciudad, que pasan delante de los mendigos, delante de los automóviles detenidos en los semáforos, detrás del tubo de escape de los colectivos. Los autómatas del mediodía, en busca de su sándwich con suficiente fiambre y vegetal  como para experimentar un mordida integral, completa, y a su vez suficientemente liviano como para no provocar un gran  entusiasmo metabólico. Yogures, ensaladas, jugos o batidos de frutas.  Los robots del mediodía que salen de los bancos mirando a ambos lados, señalándose como piezas favoritas para los cazadores furtivos de la gran ciudad. Los del tirón, los de las motos, los del cuchillo o los del revólver.

Cuando estaba llegando el autobús a la parada, sonaron tres ruidos idénticos, secos, y un cuarto sonido desigual, estridente y atenuado a la vez. Y a continuación, entre las bocinas de los coches de la avenida, el ajetreo de los oficinistas y las voces de la ciudad se escuchó un grito, un alarido de dolor y acto seguido el sonido apagado de un cuerpo chocando contra el asfalto.

                Giré la cabeza para observar lo ocurrido y vi tres bolos que habían en el suelo, una bocha para derribar bolos, aún rodando sobre la avenida, y un hombre tendido en el piso, con una brecha  en la cabeza, ya escasa en cabello, que  empezaba a mostrar una incipiente cantidad de sangre brotando de sus venas.

Se detuvo el tráfico, en parte por la curiosidad de los conductores y también porque el hombre había caído al borde de la acera, un brazo le colgaba fuera del contén.          

Hasta que llegó la ambulancia pude contar  a tres personas que hicieron el amago de ayudar en algo, y de esa cifra estoy seguro ya que estuve sosteniendo su cabeza sobre el muslo de mi pierna, que apoyé a su lado en el suelo, con la intención de evitar que se desangrase. El hombre tenía un aspecto prolijo, pero su cabeza pintaba muy mal, los gestos de la cara, y los sonidos guturales que profería,  denotaban que no tenía mucha intención de regresar a un estado de conciencia por lo pronto, y que allí donde estaba, entre balbuceos y silencios sepulcrales, tampoco es que se estuviese divirtiendo a mares.

                Los enfermeros de la ambulancia me preguntaron inmediatamente, si había visto lo sucedido, les dije lo que había escuchado y que lo más probable, era que el elemento que le hubiere alcanzado de lleno la cabeza, fuese la bocha. Ya que los tres sonidos restantes eran idénticos, y la brecha de la cabeza era demasiada grande como para deberse al golpe de uno de esos bolos. Un enfermero me alcanzó un bolo, después de llevar al desafortunado a la ambulancia, y me dijo, _tómele el peso a esto.

_Ya veo que no es liviano- le repliqué-  pero de todos modos, los tres ruidos fueron iguales_  Acto seguido, dos policías acompañaban a un coche patrullero al niño que había puesto en práctica su pericia, en el derribo de bolos desde el balcón de la quinta planta, y a la que parecía ser su mamá.

Ambos lloraban y se agarraban la cabeza con las manos, a causa de la desgracia parecían estar acongojados  también los dos policías, tan adiestrados y curtidos en el arte de las multas a esa hora en el centro, en dar patadas a un vendedor ambulante  o a un ladronzuelo aspirador de pegamentos alucinógenos. Hombres listos en todo momento para introducir  a un borracho infeliz en una comisaría, desvestirlo,  aliviarle el bolsillo de las pocas monedas que le quedasen,  y darle luego un buen ramillete de caricias para mantener la forma. Pero de ninguna manera, preparados para llevarse presos a  un nene y a su madre,  por haber cometido una imprudencia que podría terminar en tragedia.

Yo también me tomé la cabeza con ambas manos después de limpiarme la sangre con una servilleta, un poco preocupado naturalmente por todo ese tema del contagio rojo. La policía me pidió que los acompañase para declarar. Me sentó bien. Eran pocas las ocasiones en que me pedían de manera tan amable y cívica que les acompañase a sus dependencias, constituía una petición depuradora. No es que yo fuese un sujeto peligroso ni algo por el estilo, sino que por aquellos días en Buenos Aires, la policía tenía la potestad y hasta el deber de llevarse a dormir entre rejas a cualquier beodo que encontrasen en la vía pública, aunque no estuviese conduciendo su automóvil, aunque estuviese esperando un taxi, incluso  llegando a su casa. Y alguna vez me tocó probar uno de los frescos y ortopédicos lechos, que se ofertan en sus dependencias.

En la comisaría tardaban y me entró un hambre tremenda. Después de contarles lo sucedido, y mis sospechas de que fuese la bocha y no un bolo el que le dio en la cabeza, me comentaron que lo más probable era que el hombre sobreviviese al golpe, pero que quedaría con importantes secuelas, y que lamentablemente eso no les suministraría ninguna dicha al niño ni a su madre. 

El muchacho  había declarado, que al no poder jugar en el pasillo donde habitualmente lo hacía, a causa de un trabajo de refacción en la casa, lo hizo en el living, apoyando los bolos al borde del balcón, sin percatarse primero de que los barrotes permitían el paso, tanto de los bolos como de la bocha. El set, era un regalo que le había hecho su padre, un hombre que vivía lejos, y al que veía muy poco.

El niño lanzó la bocha con la habilidad que ya había adquirido en esos meses, justo antes de impactar contra los bolos, la pelota dio en el marco que divide el balcón del living, hizo un bote llevándose a tres de los bolos consigo por el aire y se perdió en la concurrida avenida porteña. Lo cierto es que ese juego ya había sido causa de varias discusiones en el hogar, y la madre comentaba en llantos en la comisaría, que el destino era perversamente irónico, ya que cuando ella estaba enfadada con el niño por los golpes de la bola en las paredes,  le gritaba, _¡un día de estos voy a tirar los bolos con la bocha y todo por el balcón! .

Entonces recordé el juego de bolos que me había tocado el día de los juguetes cuando era muchacho.

Había vivido diez años en Cuba.  Exactamente desde los diez a los veinte años.

Una vez instaurada la Revolución cubana, fueron desapareciendo paulatinamente las fechas conmemorativas de festividades  que no tuviesen relación con la Revolución.  Quedaron el día de fin de año,  el diez de Octubre día del grito del Yara, cuando se inició la guerra por  la independencia de España.

Pero los días feriados, eran tres y eran conmemoraciones de eventos en los que intervino el dirigente máximo del gobierno. A diferencia de la Unión soviética y China, Cuba se había tomado el tema del culto a la personalidad muy seriamente, según decía Fidel.  Y sin duda era así. Resultaba notable con que seriedad se lo habían tomado.

Uno de los días feriados que no tenía nada que ver con las tribulaciones de los barbudos y su jefe máximo, era el día de los niños, el 6 de Junio. Ese día era asueto solamente para los niños. Era el único día del año que los críos tenían la alegría , la dicha de recibir de regalo, el elixir de los niños: los juguetes. Ningún niño se quedaba sin juguete, no se conmemoraba ya la navidad ni los reyes magos, y no existía ninguna posibilidad de adquirir algún juguete por sencillo que fuese en las tiendas del estado. Solo se podían comprar en dólares, o los podían traer de sus viajes al exterior algún familiar dirigente o que residiese en el exterior, los sucedáneos socialistas de los reyes magos y de Santa Claus.

 

Cuando hube de recibir mis primeros regalos en la tienda ya me quedaban dos años de niño en modo oficial, así que recuerdo exactamente, las dos ocasiones, los juguetes que me tocaron.

 

Una semana antes del día fijado para comprar, se establecía mediante unos folios colgados en unos tabloides, el orden en que le tocaba comprar a cada niño, y la hora exacta en que debía ir a la tienda para evitar aglomeraciones.

                 Los juguetes a percibir por cada niño eran tres. Al más importante, se le llamaba el “Básico”, que podía ser una bicicleta, un triciclo, o un tren a pilas, el siguiente en importancia era conocido como el “ No básico”, y era un juguete de menor entidad, un juego de damas, un camión, un coche, una ametralladora , mientras que el tercero en relevancia era el “Dirigido”, y solía ser un juego de yaquis, un parchís o una pelota de goma.

El primer año que me tocó ir de compras fuimos en el horario en que ya quedaban pocos juguetes Básicos interesantes, así que de ese cogí  una carriola, de no básico un guante de beisbol, y de dirigido un juego de bolos de plástico.

La carriola y el guante de beisbol se rompieron rápidamente, ya que la calidad era la misma que hoy conocemos como  calidad china, solo que sin la  perceptible mejoría que lograron unas décadas  más tarde. 

Sin embargo el juego de bolos de plástico duró  más que los juguetes que me tocaron el segundo año. La pelota era casi tan liviana como los bolos, en los que tanto se había economizado en polietileno  para su confección, que resultaban casi transparentes. Quizás alcancé a jugar con ellos una vez o dos, porque se hacía absolutamente imposible lograr una trayectoria programada con semejante bocha. Tampoco era fácil encontrar un sitio de la calle donde no corriera ni un poco de brisa, para que los bolos  se mantuviesen en pie, al menos hasta que la bocha lograse tumbar uno.

Solo el set de bolos con la bocha, resistió y quedaron en un rincón de la habitación del cuarto piso del edificio C 54 de Alamar, durante más tiempo que cualquier otra cosa de aquellos días. Casualmente  esos juguetes,  cualquier cosa de la libreta, y toda la maldita revolución cubana eran un recordatorio de mi padre, que estaba lejos, trabado en una celda argentina.

Una vez que firmé la declaración de lo que vi y les dejé mis datos por si me necesitaban,  el oficial me preguntó si quería que me llevasen hasta el lugar del accidente, u otro sitio, le dije que sí, que me dejaran enfrente del bar de Pepe.

Cuando Pepe me vio llegar me dijo_ Que raro tan temprano por acá. Una ración de tortilla y un vino?

_Pepe, ponme una ración de tortilla con mozarela, pero sin vino, cada vez que me zambullo en él, no sé porque, pero salgo medio perdido.

Tráeme un café con leche.

 

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13 septiembre 2011 2 13 /09 /septiembre /2011 23:08

Hace poco pensé que quizás yo lo que tenga sea una simpatía natural por la esencia del ser trágico, por el aprendizaje del perdedor, de aquel que busca el fracaso, del que se siente en su salsa lidiando faenas en los límites, con las fuerzas casi extintas.

 

Y se me ocurrió que quizás no me caigan nada bien los de apariencia exitosa, ni los obscuentes de estos. Al verdadero éxito lo encuentro con más nitidez, en las batallas ganadas por defender la identidad, el estilo propio, que en la pugna por un buen contrato.

 

Y encuentro mucha más familiariedad entre los exiliados cubanos, aunque se consideren de derechas, con lo que fue el exilio que se consideraba de izquierdas del cono sur americano, o los españoles antifranquistas que tuvieron que dejar casi cuarenta años su patria, que a estos con sus correligionarios en el poder; y los encuentro parecidos en su nostalgia, en sus recuerdos parcializados, en su dolor, o en lo demasiado escorados que de por vida, tienen ya sus puntos de vista y la rabia que los alimenta.

 

Y es en este sentido que la para mi novedosa situación de la izquierda en Argentina, que goza del poder en los últimos años, me resulta un tanto extraña, y no tengo mucha idea de como anda su noviazgo con el éxito y el progreso personal.

 

Solo espero, que no haya perdido del todo su esencia paria, por el bien de su salud. Los espantapajaros vestidos de Armani, ni atraen a las chicas ni espantan a los gorriones.

 

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