Hace unos cuantos abriles, no tantos como cuando explotó no se sabe bien qué e hizo un gran ¡Bang! aquel estruendo tan famoso que nadie pudo escuchar aunque sí ha llovido desde entonces, comencé a leer.
Yo creo que los lectores, no estoy seguro sobre si a los escritores, pero a los lectores sí nos une un trazo especial, familiar, casi diría distintivo, relativo a la especie. Tal como calificaría Hermann Hesse en el "Lobo estepario", al suicida, no necesariamente aquel que lleva a cabo el acto, sino el individuo de una soledad danzante sinusoidal, que vive permanentemente con la hoja de la cuchilla próxima a la muñeca, así mismo el lector no necesariamente está leyendo todo el tiempo, los ofinistas seguro leen mucho más, los revisores de aduana, los empleados de correos, los de paquetería, nombres de calles, buzones, casillas de correos, membretes en los sobres, pasan ocho horas leyendo sin parar. El lector no. El lector va refinando con el paso del tiempo sus lecturas y pasando ocurrencias, novedades, brillos, por un tamiz que lo aboque cada vez más a encontrar las vertebras de la literatura, como el lugar exacto donde se halla la trufa no el árbol de referencia, sin dilapidar el exquisito tiempo en márgenes y artificios. Como si se tratase de presas de caza de un felino en la sabana donde habitan escasos recursos, perfeccionando la elección del objetivo, las tácticas de aproximación, para optimizar el gasto de energía en la carrera mejorando los resultados, como un cazador montañés que debe cuidar sus balas. Es decir el lector en la medida que aprende a leer, tiende a invertir la proporción entre cantidad y calidad, siendo que por supuesto abundan los lectores que devoran de todo, pero aun en ese caso el énfasis se hace en los buenos textos.
Pues yo empecé leyendo de todo, y por las mismas razones que toda la familia de lectores, porque el mundo real que me esperaba cada mañana al saltar de la cama no era todo lo estimulante que resultaba para mis iguales, ya fuese de la escuela, del barrio, de la familia.
Así aparecieron primero los cómics más al alcance de la mano, Batman, Tarzán, el japonés Ultraman, Patoruzú y su versión infantil, Hijitus y Pucho de la revista Anteojito, predilecta de mi hermano menor, y todo lo que contenía la de mi preferencia: Billiken. Los primeros libros sin dibujitos flanqueando cada texto fueron los de Salgari. Diría que durante la niñez soñé despierto gracias a los mundos de navegación, viajes, lucha, pulsión de justicia, dolor, amor, desesperanza, traición y lealtad, que me endilgó don Emilio. Sobre todo por esa característica tan única y suya de convertir los parajes más recónditos, los nombres más exóticos en lugares y apelativos familiares, de tal manera que Kammamuri, Tremal Naik, Yañez, Carmaux y Van Stiller, queden en nuestra mente tan fijados como el sargento García, Gaby Fofó y Miliki o Elpidio Valdés.
Después vino el exilio, los cambios, la reverberación de aquel remoto Big Bang o su segunda explosión pero esta vez en mi cabeza: Cuba. Colores, vegetación exuberante, descendientes de africanos, música de tambores, acento de chiste, enormes hoteles, trato aristocrático, un tío como Sandokan, como Tarzán pero moderno y trágico, y entonces leí el Último de los mohicanos, Colmillo blanco, Huckleberry Finn, La Tempestad, los crímenes de la calle Morgue, Autopista del Sur, La Metamorfosis, La casa tomada, La Intrusa, camino que inexorablemente me condujo al Quijote. Y entonces ya no pude leer nada que no fuese magistral. Entre mangos, ron y chicas leí a Don Alejo Carpentier, en honor a la verdad no me interesaba ningún otro latinoamericano, ni siquiera García Márquez, veía al Boom como a esos blueseros que ante un público blanco rico o los gitanos flamencos que en la cuevas del Sacromonte en Granada cantan para alemanes bordando de clichés sus indudables maravillas, para consumo de un público ávido de aventuras “chatwinianas” . Veía todo el camino del “boom” salpicado de enormes flores, verdor, situaciones disparatadas para foráneos, magia para viajeros, se me parecía a esas cuevas en el sur desértico de Túnez donde una señora enseña sus dependencias vestida de bereber con unas zapatillas Nike, sabiendo que la cueva, la situación geográfica, la señora y sus tatuajes de tinta del desierto son absolutamente reales, pero que no pasa nada por agregarle un matiz dramático con el fin de mejorar sustancialmente la propina a la salida de la cueva.
Entonces la literatura inglesa, británica en general y francesa, la poesía española e italiana, más Stefan Zweig, iban dotando de sentido los caminos de la vida que yo iba decidiendo tomar, entre enajenados, intensos, penosos, divertidos pero siempre contemplativos, como si estuviese tras un cristal viendo mi vida pasar desde otra existencia paralela, donde ya estaba convertido en un sociólogo escudriñador en actitudes tan autodestructivas como autocompasivas. Y por supuesto, como era mi propio auditor, nunca terminé el camino de la destrucción ni tampoco precisé de todo el esfuerzo de la compasión. Hasta que conocí a Gladys.
Aquel encuentro además de dotar mi vida de muchos beneficios que perduran tan instalados en mi ser como la huella dactilar, me legó la grandeza de una literatura norteamericana distinta de la que yo había leído, Mark Twain, Ernest Hemingway, Raymond Chandler, Dashiell Hammett, aunque directamente heredera de aquella. Y Gladys empezó por uno que la tenía absolutamente enamorada, Charles Bukowski. De ahí pasamos a Bret Easton Ellis, Raymond Carver, Ian McEwan y Martin Amis en representación de la madre patria allende los mares, y Paul Auster.
Más tarde vinieron Phillip Roth, Cheever y Jim Thompson para completar ese panorama. ¿estaría bien que metiese a Coetzee en esa vorágine? Mmm, no sé , si no terminaría metiendo a Amos oz Kenzaburo Oé, a Tabucchi, a todos los de editorial Anagrama importado en Argentina por Riverside y marca registrada de los snobs que nos creíamos parte de algo y, ya no tendría nada que ver con la introducción que me hizo Gladys, o acaso sí, quizás nada sea mejor que los afluentes.
Una vez leí “El país de las últimas cosas” en medio de los días aciagos aunque repletos de aprendizaje, vagando de un punto a otro de la ciudad en busca de abrigo, pan y techo, o de una ciudad a otra o de un país a otro del sur de América, en camiones de choferes que agradecían quien les cebase el mate, en los cuales aprendí a la fuerza que jamás hay que dormirse cuando un camionero te levanta en la carretera, no es tu chofer ni tu anfitrión y te lo hace saber en la primera estación de servicio “che pibe, despertate y bajate que hasta acá llegamos”.
"El país de las últimas cosas" llenó de felicidad al lector en esos días aciagos, como al sociólogo de la vida paralela que lo observaba, gracias a esas bocanadas de aire puro llegadas desde lo más alto de la cresta de la ola, aún con gotitas de agua perforando su pureza y ratificando su autenticidad, como había ocurrido con Netochka Nezvanova de Dostoievsky, narradas en primera persona como una mujer escritas por manos masculinas, pero en esos instantes, no de hombres, sino y sobre todo de su mitad madre, de su mitad curvilínea, de útero intuido, de senos atrofiados y clítoris híper desarrollado. Pero además el libro de Paul Auster, tenía un ingrediente extra que lo hacía a mis ojos todavía más increíble, contaba la carta de una mujer en un país indefinido intervenido por toda suerte de carencias y decadencias, el autor sin saberlo había hecho una fotografía de La Habana, de mi querida segunda tierra, de su "descascaramiento", la síntesis con el polvo, la ruina habitada. Junté unas rupias que no dedicaría a tabaco ni a ginebra y se lo mandé ipso facto a mi madre que había regresado a Cuba y allí resistía los embates del “período especial” aunque con otras premisas que el común del cubano. Mi vieja me respondió en una carta que le había encantado y me preguntó quien era ese escritor tan maravilloso, que había sintetizado dos aspectos tan ajenos a su persona en un libro, como ser mujer y describir una ciudad donde nunca estuvo: La Habana distópica. Tuve muchos desencuentros con mi madre a lo largo de nuestras existencias, pero en tres aspectos nos sentíamos muy próximos, como pareja de “truco”, en el sentido del humor, y en el análisis y el gusto por la poesía, y no son aspectos menores. Así que sentí una enorme satisfacción de que mi vieja hubiese coincidido conmigo en que había encontrado a un futuro clásico en literatura.
Con el paso de los años, me alejé de los albergues para cirujas, del alcohol barato y del caro también, de las drogas y de los pésimos almuerzos, cenas y de las pocilgas de mala muerte, aunque debo admitir, que paradójicamente con ello también me distancié de la catarata permanente de relaciones con mujeres bellas en su excepcionalidad, todo aquel amor de música ligera camuflado de sexo, de pasión por la médula espinal, por el desnudo integral sintetizando cuerpo, alma y creatividad; sin embargo me quedé con Pat, la mejor y más disparatada mujer que llegó a mi vida y me convertí en el protegido por el alcance de su fuerza, disimulado en la tarea varonil inversa, con ella por primera vez logré entender lo que era un ser socialmente útil, generalmente bienvenido, un proveedor, un trabajador, un consumidor, un padre, un ave en su amplia y preciosa jaula alejado de las cimas de las montañas más altas a la vez que del alcance de pico y garra de águilas y halcones. Una por otra.
En esta nueva tierra donde vinimos a vivir por azar, al norte de Madrid pero antes de llegar a la costa cantábrica, antes de atravesar la arruga que da un relieve abrupto al mapa hispano delimitando esa cornisa verde rabioso ora acariciado ora azotado por un mar norteño, melancólico, y aun alejada de la planicie implacable de la meseta, ese ínterin, el intersticio que es León entre dos Españas enfrentadas en geografía, de montañas heladas, viriles, de un recio gris coronadas de blanco, desprovisto del verde astur y de la monotonía castellana, un día se anunció la premiación de un insigne escritor estadounidense, que todos debían leer. A la recogida y coqueta León, tierra de rica historia, de escritores, resultado de una mezcla de reyes, bribones, oficios, parlamentarismo, guerras y olvido, venía para ser homenajeada por Leteo, nada menos que mi amiga Gladys a través de Paul Auster o viceversa.
La premiación, su pequeño discurso, la aglomeración de gente, la inacabable firma de cientos de ejemplares, que se dio cita en el amplio hall de entrada del Museo de Arte Contemporáneo, fue tan llamativo que Auster expresó que nunca en su vida ni tras su éxito con la Trilogía de New York, había vivido algo semejante, que era más propio del ámbito de las estrellas del rock. Yo hice la cola solo para saludarlo, el que iba delante de mi le dio un ejemplar a firmar de “El palacio de la Luna” que evidentemente no había comprado ahí por lo visible de su deterioro, Auster miró el libro, le miró la cara con esos ojos enormes, sonrió y se lo firmó. Yo podía haber hecho lo mismo con algún ejemplar suyo de mi biblioteca, aunque no con “El país de las últimas cosas”, que lo tenía mi madre hacía unos años en el país de pertenencia.
Uno o dos días más tarde fui a tomar un café a la cafetería del Hostal de San Marcos, un magnífico edificio histórico leonés, que fue de todo, desde una imponente vivienda de magnate de época con la adecuada prosapia, hospital de peregrinos, caballeriza, a campo de concentración y de asesinato de civiles demócratas por las fuerzas franquistas ni bien se fraguó el golpe de estado que dio lugar la guerra fratricida española. La cafetería del Hostal, convertido desde hace décadas en Parador Nacional, uno de los dos de cinco estrellas, era perfecta, una síntesis entre la belleza del palacio, lo diáfano del espacio, y la sensación de bienvenida general a cualquier persona independientemente de su indumentaria y refinamiento, aun cuando claramente se tratase de un lugar exclusivo. Nada que ver con lo que han dejado hoy tras las inauditas reformas que padeció el interior del edificio en sus zonas para uso colectivo, censurando el disfrute del claustro, de los tapices, de las sillas altas de madera, de escaleras y salones, donde difícilmente podrían sentirse molestos los huéspedes por la afluencia de un acotado número de curiosos, en su totalidad respetuosos del patrimonio del lugar, de la intimidad de sus ocasionales parroquianos, el traslado de la cafetería y la reubicación en ese espacio de la recepción del Hostal, corona el cúmulo de despropósitos o de intencionales atentados contra el más elemental sentido de la estética. Pero bueno, cuando todavía era un lugar que invitaba a todos los leoneses, por algún eurito más, a tomar un café en un entorno de novela medieval, me levanté para ir al baño, salvé el pasillo estrecho que permitía percibir en su dimensión justa la condición de individuo mientras se lo atravesaba, antesala del pis o el número dos en el excusado, actos de carácter personal e intransferible a los mayores niveles imaginables. Y, antes de entrar yo al baño, sale con sus dos ojos como platos que me recordaron al jugador germano turco Özil, el escritor al que mi madre había condecorado con la distinción de perfecto perceptor del alma femenina. Ahí, en la incomodidad del instante pero también en la complicidad del aislamiento de los juicios agrios frente a cualquier posible papelón, sin pensarlo, como proveniente de un cañón que dirige un disparo ejecutado con anterioridad, lo abordé con un saludo que indicaba a las claras que la intención iba más allá de robarle los dos segundos indispensables para el impersonal “hola”. Entonces en mi inglés rústico más que rudimentario, de nutrido glosario y escasísima gramática, le pedí permiso para comentarle una anécdota que podía resultarle curiosa, le conté mi impresión de "El país de las últimas cosas", que casualmente sin saberlo, traduje de manera literal “The country of the last things” y para mi alegría me salió casi exacto como pude comprobar después para saber en que podía haber metido la pata. Le conté que mi madre vivía en Cuba, que se lo envié y recibí como si hubiese lanzado un bumerán y me hubiese retornado intacto, un feedback totalmente satisfactorio. Paul Auster con esos ojos de Özil, sonrió, me pareció más un gesto amable que sorprendido por la anécdota, hasta que cuando iba por el medio del pasillo de retorno a su mesa de la cafetería, donde más tarde vería que estaba flanqueado por personajitos de a cultura local y la traductora, hija de Héctor Arce, un amigo de la infancia de mi padre, se giró y entonces sí me miró con una sonrisa más genuina y amplia a modo de saludo, como si mi inglés rudimentario tardase lo mismo en hacerse entender que lo que a mi me costaban esos chistes rebuscados de intelectuales ociosos, que provocaban la inexorable carcajada a destiempo.
Buen viaje Paul, te espera para un café Gladys, quien amaba Nueva York y París como tú, gracias por todo, tanto y tan bueno.
Paul Auster, la invención de las últimas cosas
Auster, uno de los escritores insignes de nuestra época, falleció en su casa del barrio de Brooklyn, Nueva York, a los 77 años. víctima de un cáncer de pulmón. No dejó de escribir ni de pens...
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