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24 agosto 2014 7 24 /08 /agosto /2014 00:04

Ayer tuve una experiencia que me llevó a pensar que estaba a punto de obtener la diplomatura de "Lelo" o “Poco avispado” que parezco estar persiguiendo deliberadamente en los últimos tiempos.

Después de estar pasenado y olfateando exquisiteces en una feria del Pez espada,  donde los platos se servían generosos y a precios sumamente atractivos, fuimos a cenar a una fonda nada especial aunque de aspecto agradable.

Los precios anunciados eran también muy sugerentes al bolsillo y la carta al paladar.  Desde que nos sentamos, el camarero nos trató con una familiaridad poco habitual, verdaderamente cercana, una amabilidad que lindaba con la lisonja, con la zalamería, con la confianza de corral. Mano en hombro, tuteo de colegas, en fin, buenas dósis de cálidez en el trato.

Antes de llevar a la mesa lo que ordenamos, nos sirvió unas  aceitunitas negras, un platito tamaño postre con unos moluscos filipinos llamados Buzios, nada malos, y otro platito del mismo tamaño con ocho o nueve mejillones, aliñados con cebolla y pimientos a la vinagreta. Además de pan y deliciosa mantequilla salada, y entonces yo me deshice en elogios hacia tal atención, hasta me mostré incluso proclive a reconocer semejante presente súbito, con una jugosa e inusual propina llegado el momento de la despedida.

Luego vinieron los platos solicitados, terminamos de jantar. Y hasta nos alegramos por el arribo de un buen número de comensales a aquella parroquia de profunda calidez humana y buena onda, ya que a nuestra temprana llegada estaba vacía de clientes.

Estábamos a punto de caramelo, orondos, pletóricos, rozagantes y de súbito un color pálido asaltó el rostro de Patricia reflejando en el vidrio de la ventana contigua todo el dolor de una traición, el rictus de su semblante contagió mis tendones faciales, al escuchar el monto numérico registrado en el papelillo que el simpaticón camarero nos acercó atendiendo a mi petición de:

-¡La cuenta por favor!

Nos había clavado más del doble de lo que habíamos deglutido imbuidos en la ternura, embebidos en la experiencia de la generosidad entre extraños. Desarmados ante tanto repentino amor. Cada otrora alabada delicia pasó a ser un mísero platito con un precio desorbitado, introducido de manera sibilina, subrepticia, en la paz de nuestra presupuestada alegría.

Nos marchamos sin sospechar donde se habría ido toda nuestra experiencia, todo nuestra cancha, acodados a que barra de cual remoto bar yacerían cabizbajos mis años de calle.

Por el bien de la paz estival decidí pasar por alto el desliz, no obstante  quedó el resquemor, la espina atravesada, o una imagen más soez. 

Hace unos minutos, en la pensión Corredoura de Caldelas, un pueblo precioso entre montes boscosos del norte de Portugal, cercano a Braga, la chica de la recepción se acercó con una sonrisa, ofreciéndonos un aperitivo a mi mujer, a mi hijo y a este humilde servidor, mientras consultábamos nuestros malditos correos con el wi fi del living room, cauto, acepté un café, de estos ricos caldos de esta tierra, ofreció además un oporto y un refresco para el niño y como un resorte dijimos a una voz:

-No gracias, estamos bien- y mi mujer y yo nos miramos recordando la herida aún fresca de la aguja envenenada.

Una vez terminé de saborear al café, le pregunté a la simpática recepcionista por el precio, y entonces asustado, paralizado por el terror, a punto de quebrarme, la escuché decir cual bálsamo a mi ya fláccida,  inasistida y torpedeada filosofía, mezcla de hipismo, rastafari y krishnamurti trasnochados, o bien como castigo a mi apresurada desesperanza:

-No señor, no es nada, todo lo que quisiesen tomar era una oferta gratuita, una cortesía de la casa!

 

 

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