Fui un buen niño, mis viejos no me dieron bola y terminé acumulando amarguras, gargantas rígidas, lágrimas secas, charlas con una audiencia sorda y con mi oso decapitado.
Cobré esa factura a quienes no lo merecían, a quienes se habían acercado para aligerarme el peso, perfumar el paso y sacar del pozo.
A menudo fui manipulador, vil, ingrato, con quienes me brindaron el lomo y por suerte tuve la oportunidad de pagar caro, por suerte dejé un rastro de dolor silencioso, una bolsa con aquello que jamás había ganado, y vómitos de hiel y rencor. Por suerte pude sentir que de adulto me equivoqué, y que de niño seguía allí agazapado, aturdido por la luz y el desamor y pude correr a asistirme, a hidratarme antes del último parpadeo.
Por suerte pedí perdón, devolví abrigo y acallé el grito.
Pero no debo ni quiero olvidar que el herido, hiere, me temo y le temo al abandono y a las formas engañosas del afecto y le temo al brillo de la luz y al calor.
Mira a ese crío, dale un poco de paz, hazle un chiste y dile adiós.
El camino vuelve a ser virgen