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18 marzo 2021 4 18 /03 /marzo /2021 15:33

Zanelli era abogado y tenía un sentido del humor tan bueno como persistente.

Su hijo Marcelo sacó el mismo sentido del humor, pero además de hacer cuentos chistosos como el padre, aprovechaba la realidad más inmediata para convertirla en el mejor de los chistes. Todas las reuniones con Marcelo, generalmente en su casa se veían aderezadas con la hierba que conseguía Valeria, mate, literatura, rock, y coronadas por cataratas de risas. Lo más alucinante es que Valeria que vivía con él desde hacía un pilón de años, se sorprendía igual que todos los demás con los estoques de humor de Marcelo, quedaba claro que sí, que Marcelo hacía reir.

Sicoanalista, pintor, guitarrista de una banda icónica, lector, actor, conocedor de los escasos nexos que pueden unir la tierra del campo, el lazo del gaucho, los patos del lago, con la sensibilidad artística, cívica, intelectual y sociológica, y ambas dos, a la cancha de Boca.

Marcelo jugaba al fútbol también, tenía un tobillo fino, un día lo vieron jugar unos brasileros en Necochea y lo alabaron. Delgado, de rulos rubios de ojos verdes y de piel muy blanca, les daba gusto a los propios brasileros ver como los driblaba y se llevaba la pelota un tipo que no parecía provenir de la favela.

Era ganador de chicas, no al estilo chulo-putas, sino del tipo intelectual gracioso, bien parecido, ocurrente y con una fuerte convicción estética.

Conservaba sus amigos de la niñez, Waldo, Alejandro, y le encantaba hacer nuevos amigos. No nació en Capital Federal pero se había aporteñado en buena parte, y en otra parte llevaba siempre ese infinito campo argentino en su falta de interés en las mieles de la vanidad. Las buscaba, le encantaba ser centro, pero una vez logrado era el primero en reírse de sí mismo y de todo salame que se creyese algo sin saber poner una tranquera, pintar una casa, jugar al fútbol, pasar unos cuantos gramos de merca por la frontera boliviana, beber hasta caer, o levantarse y volver a ser porteño, sensible, fino y psicoanalista.

Una tarde, a un amigo suyo que trabajaba en un diario de moda que no duró más de dos años, lo invitaron a una fiesta de una revista underground sobre rock, drogas y literatura bukowskiana, y le pidió a Marcelo que lo acompañase. Eran muy amigos, eran parecidos y distintos a la vez, fumaban Parisienne. Marcelo decía de él, que para la cultura de sobremesa que mostraba, era increíblemente prefreudiano, Martín decía de él que aún siendo muy freudiano no tenía ni la más reputisima idea de cual de todas las cosas que le seducían, quería ser. Se burlaban de las pretensiones más intimas.

La fiesta no era gran cosa, pero había gente del mundillo under porteño arrastrados por Enrique Symmns que protagonizó varios proyectos más o menos pretenciosos de la época del reviente. Entre las figuritas había una rubia alta, musa de Enrique, decía que se llamaba Vera. El amigo de Marcelo le tocó las tetas cuando ya atesoraba un pedo considerable, y la musa Vera le dio una trompada en la cara que lo tiró del banco de la barra donde estaba sentado, al suelo del bar. Marcelo se percató  de que ya era hora de dejar la fiesta, recogió a su amigo, lo puso en el hombro, apuraron sus tragos y salieron. Pero Martín había llegado al punto de curda en que todo lo que no sea acostarse en la cama o en el baño arropado por el vómito, es una mala idea. Y empezó a gritar como si cantase blues haciendo zigzgag por el medio de la calle, entre los dos carriles, un blues indio, una baguala con berridos porcinos. Marcelo ya estaba con las pelotas llenas, pero no abandonaba a un amigo aun cuando ya tenía más que sellado el documento exculpatorio para dejar al indigerible Martincho en medio de su melopea.

Una patrulla de la policía se acercó en sentido contrario a los pasos sinuosos de los dos amigos.  En aquellos años todavía la policía argentina detenía a los transeúntes beodos y se los llevaba a dormir a la comisaría, en calabozos habitados por otros huéspedes, con mucha suerte también borrachines, pero a menudo, ladrones, minoristas, pendencieros. Por supuesto, los canas frenaron, bajaron y les pidieron los documentos. Marcelo desplegó un sketch de hermano mayor llevándose casi en andas al benjamín, visiblemente afectado por la no costumbre de ingesta de cualquier bebida alcohólica.

-Agente, él no está acostumbrado, se tomó una cerveza y le cayó así de mal, mañana tiene que trabajar, deje que me lo lleve a casa- los agentes accedieron y le reocmendaron que desapareciese ya.

Marcelo paró un taxi, dejó a su amigo en el edificio en que vivía y se fue a dormir. De madrugada lo llamaron por teléfono para preguntarle si conocía a un tal Martín, esta vez lo llamaban de la comisaría 14 de San Telmo, lo iban a dejar ahí apolillando hasta que se le quitase las ganas de cantar en el patio frontal del edificio, unas notas etilicas que iban desde una baguala al réquiem de un cerdo.

Marcelo dijo: sí lo conozco, mañana lo recojo.

Ayer Martín leyó una nota de despedida de Marcelo a Rosario Bléfari, que ya había fallecido un año atrás, en un diario argentino, las palabras que le dedicó a su también gran amiga Rosario, le llevaron el recuerdo de la calidad de su amistad. Fue un bálsamo en tiemposs de no demasiados festejos.

Y otro día, una vez más, como treinta años atrás, Marcelo le salvó el pertuso a su amigo.

Obra de Marcelo Zanelli

Obra de Marcelo Zanelli

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