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23 febrero 2023 4 23 /02 /febrero /2023 21:25

Ocurrió todo junto.

Ya hace unos pocos años conecté por una red social con un amigo de la infancia de antes de ser arrancado de mi Argentina a la que nunca jamás regresé ni podré regresar, pero que también, en contrapartida, permanece incorruptible, impertérrita en mi interior, que al fin y al cabo, es lo más cercano a lo que aspiramos sea "la realidad".

Todo la ópera bufa posterior, la referencia a ese país de presos, de muertos y torturas, el retorno frustrado, el re-regreso para bucear en lo profundo de la oquedad donde un intersticio señalado, entre las heces de su intestino ofrecía un suspiro hecho senda, a contraluz, como único camino para llegar al fondo de mi esencia en este rarísimo cúmulo de laberintos llamado vida, y al confín del castigo por haber supeditado mi escuela, mis amigos, mi camino, mi timidez, mi playa, mi ciudad, mis chicles y mis chocolates, a anhelos ajenos, de manera tan temprana y abrupta.

Raul, que junto a Juan Martín y Silvina eran mis queridos amigos que me fueron a despedir y a soplar las velitas de la torta de mi décimo cumpleaños en la estación de Retiro, el 3 de Mayo de 1973, cuando abandonamos para siempre mi único nido, mi ultima cueva, montados en un precioso tren de camarotes rumbo a la Cordillera de los Andes, para perdernos tras las bambalinas para ensayar una mediocre tragicomedia hasta que la sala, llena de almas y sombras, diese el visto bueno para irrumpir bajo las luces con una instalación inmóvil, hierática: el musical de la putrefacción.

En ese momento me alegré de volver a saber de mi amigo de aquel lejano adiós, mi madre había guardado una foto donde hacíamos un trencito jugando frente a mi casa en la calle Hipólito Yrigoyen. Ayer Raul, puso en las redes una foto de su participación en el maratón de Boston, el mismo en que años atrás fue protagonista de un terrible atentado con bomba contra los corredores. De repente como si volviese de alguna manera a aquella acera a engancharme con las manos en la cadera de uno de mis amigos y sentir a otro detrás para a dar pasos acompasados haciendo sonar un pito de locomotora, me situase en el barrio de Florida, y transformase aquella despedida de la estación Retiro a punto de abordar el tren en solo una ilusión onírica, constituida en capítulos de despertares y pesadillas que nunca tuvieron lugar más que tras esas bambalinas, donde entonces, se ensayó un pelmazo de drama.

Mi amigo Raulito, con mi misma edad corre 42 kilómetros en Boston, fue como un pellizco en la carne blanda del antebrazo, entonces no había soñado, el mundo existe, la gente puede ganar, mis amigos son de carne y de metal como lo eran en aquel trencito, entonces las cosas de la vida no fueron en vano, mi amor a mi Cocosito está en un cajón y el dueño del kiosco al que le robé un manojo de chicles Bazooka sigue corriendo detrás de la esquina.

Un instante, solo un instante me recorrió la existencia, Raul cubriendo la maratón de Boston, me comentó que también estuvo el día del bombazo, en ese ínfima charla por internet sentí que volvía a hablar, a vivir de verdad, que saltaba de los tablones de aquel escenario y regresaba a mi vereda. Unos minutos más tarde leí el artículo de Clarín que el otro día, previo disculparse con genuina modestia, puso en esta red, sobre la empresa de los viejos que claro, cuando creció, pasó a gestionarla él, que construye esas formidables ventanillas, baúles de coches, y otras autopartes con una dedicación y detalle tal, que Toyota puso de ejemplo de perfección austral, dándome de propina un orgullo firme por algo de mi país que fuese más allá del fútbol y la pizza de Güerrin, la literatura, el olor a la boca de subte, el pebete de salame y las latas de galletitas de los almacenes viejos. Sobre el final del artículo leí que también la empresa de Raul produce autopartes para ferrocarril, acaso gracias a un enganche salido de su fábrica, mágico pero tan real como medio siglo, pude subirme nuevamente a ese vagón de camarotes, con las manos ocupadas de regalos, la barriga atestada de torta de chocolate pero no en dirección a la cordillera, sino de vuelta a casa, a la vereda donde enganchan los vagones nuestro trencito. Y toda aquella sal de lágrimas se transformó en una sonrisa, desde adentro, desde el interior, que no es otra cosa que lo que llamamos realidad.

El trencito
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