Una razón de peso por la que el lugar no resultaba un cómodo cobijo para dormir, era que la gracia más difundida, consistía en tirar botas de trabajo por la noche cuando apagaban las luces, provocando un estruendo de risas una vez que hacía diana en cualquier parte del cuerpo de algún desprevenido durmiente. La mayoría de las veces, las botas iban apertrechadas con líquidos renales de varios jodedores, de modo que el estruendo de las risas una vez que la bota de goma de caucho, rellena de desperdicios, daba con un destinatario, se podía escuchar en todos los rincones del albergue. En ese caso no sólo salía perjudicado el que recibía el botazo y su tesoro, sino también los que moraban bajo el arco del trayecto que trazaba el ominoso calzado, antes de colisionar con el último desgraciado de la fila.
La beca, o escuela de internados en el campo, combinando estudio y trabajo había sido una ocurrencia del omnipresente Guarapo, quien como siempre tenía a alguien a quien culpar por si la cosa no salía demasiado bien, en este caso, como en ocasión del asalto al cuartel Moncada, le tocó cargar con el muerto de la autoría intelectual, al bueno de José Martí.
Había otro juego igual de difundido en la Beca que era salir en pandilla cuando las luces se apagaban a las diez, y sorprender desprevenido a quien estuviese durmiendo, dándole un sonora bofetada, y luego dispersándose rápidamente mientras el asustado objeto de la broma, se despertaba entre el ardor de su cara y el desconcierto. Este juego presentaba diversas variaciones. Una de ellas era asestar el golpe con un palo, otra con un cinturón.
Pero la broma que más me impactó, fue la de las colillas encendidas entre los dedos del pie mientras el incauto dormía. Cuando las brasas llegaban a hacerse sentir en la piel, todas a una vez, y el recién despertado echaba las manos a la candela instintivamente, se quemaba los veinte dedos. Hay que admitir que tenía algo de absurdo y cómico.
Hay que admitir que cualquier hombre elegido al azar, horrorizaría a cualquier fiera.
Era difícil imaginar un blanco mejor ni siquiera ideado, para esas botas rellenas, los bofetones sonoros, y los cabos de cigarrillos en los pies, que el hall de entrada al albergue, nuestro dormitorio, la antesala del arsenal de las bromas histéricas y la filosofía húmeda.
Cada noche volaban raudos sobre mi cabeza, los dichosos calzados de trabajo, y era cuestión de tiempo que a cada uno le tocase recibir el impacto. A mi nunca me dio un botazo de pleno pero si llegué a conocer de cerca los efluvios de las esencias que atesoraban su interior sobre mis sábanas. Y también conocí de cerca el bochorno de alguna sonora galleta.
Las víctimas de ninguna de las tres bromas eran elegidas totalmente al azar. Se descartaba en primera instancia a los profesores, que dormían en una zona del albergue y que eran cómplices de los chistosos nocturnos y de los violentos repetidores que ponían orden en los albergues, luego a los más guapos o mayores de edad, quienes ocupaban también una zona que consideraban privilegiada, por la razón que fuere; luego descartaban también a los musculosos y a los grandes, aunque no fuesen violentos, no era cuestión de poner a prueba la paciencia de aquellos mozalbetes. Tampoco había que arriesgar con los dirigentes de las organizaciones estudiantiles, o miembros de la UJC, chivatos por amor a la delación. Por último, y ya habiendo descartado todos los grupos de riesgo, quedaban los débiles, los nobles, los bajitos, los lunáticos, los mongólicos, los aplicados en el aula, los atildados; y los ratones, sobrenombre que se les ponía a los menos entusiastas con cualquier tipo de combate. También los que como yo, estaban todavía algo perdidos en ese lugar y juntaban un poco de cada uno de esos subgrupos. Intentaba evitar que me diesen una galleta o me tiraran una bota, pero sin encender la luz y vociferar a voz en cuello:
-¡Me cago en la putísima madre de quien hizo esto, y si es hombre que salte ahora mismo!
Este pataleo de ahorcado, se le permitía al elegido para el sketch nocturno, hasta ahí se podía llegar. Pero no era conveniente pasarse, porque sino además de la galleta o la bota podía uno pasar la noche con incomodidades en la postura, a razón de un buen ramillete de puntapiés. Una vez, al recibir en plena cara una galleta con más estruendo que dolor, me levanté fuera de mis casillas y sin importarme lo que pasara, encendí la luz y me salió del pecho un grito natural:
-¡Me cago en el recontracoño de la madre del maricón que me hizo esto, su puta madre, su abuela y toda su parentela se cansaron de mamarme la pinga! Si es menos ratón que toda su familia que salte que me lo voy a merendar.
Apenas terminé de desfogarme presentí que me había excedido en el celo puesto en mi llamada al ofensor.
Y vaya si saltó. Saltaron tres, el del medio me dijo que había sido él quien me había golpeado en la oscuridad, y que si quería me daba también con la luz encendida. Entonces noté que mis brazos no respondían, que la ira que había sentido unos segundos atrás, se había convertido súbitamente en compasión por mi mismo, las piernas me temblaron, se me aflojó el hombro y por más que quería mantener los puños apretados, los dedos, caprichosos, se alejaban de la palma de la mano, se me hacía imposible mantenerlos, no ya apretados sino unidos, empecé a tener ganas de orinar y de ir de vientre, cuando me rodearon los tres, sólo alcancé a decir con un hilo de voz inaudible, titubeante desde el bloqueo casi total de la garganta hasta la inconsistencia de los labios:
-Disculpen lo que dije pero no me dejan dormir ninguna noche-
Y ahí mismo comenzaron a golpearme en turba. No caí al suelo, no me dolían los golpes, estaba dominado por la soledad, anestesiado por el miedo a la soledad, y un rato después, ya había entrado en calor y había perdido el miedo paralizante, usaba los movimientos para defenderme, y de a poco comencé a soltar puñetzos con gran precisión, pero con la finalidad contraria a la de los púgiles, buscaba errar el golpe, era tan complicado como hacer diana, no me convenía en absoluto golpear de lleno a alguno de los tres. Solo se detuvieron cuando abrieron la puerta dos profesores, y preguntaron que había pasado, y los cuatro les dijimos que era un problema entre nosotros. Aquel episodio me granjeó un minimo, casi imperceptible, pero gratificante respeto. A partir de ese día segundos antes de que tirasen la bota, instantes antes de resultar bautizado por las cálidas gotitas amarillas, mi oído creía escuchar:
-¡Caballeros, cuidado con el argentino!.