La ciudad de Catania conservaba el embrujo que llevó a Vincenzo Bellini a imaginar la ópera Norma, y luego a componerla, como si en alguna de sus calles, avenidas o de los ensortijados pasadizos de los mercadillos, pudiese surgir la Casta Diva retornando el belcanto al mundo de la inmediatez, en la voz de Callas o en su defecto, en la de Tebaldi. Así como parte del aire choca con el volcán Etna, todo parece seguir al viento en Catania, las ideas, los planes, las esperanzas, las ilusiones. Todo menos los problemas.
Bajó a caminar por una avenida que aleja al transeúnte de las sendas exhibibles, aleccionadoras, Sicilia en el este, norte, oeste y sur aparte de compartir una serie de cualidades naturales y climatológicas, tiene en común que cada espacio intenta demostrar al visitante e incluso a sí misma, que la fama de lugar violento se debe a circunstancias de momentos específicos del pasado, que la difusión cultural los convirtió en rasgos identitarios, de modo que en los principales puntos de interés turístico y cosmopolita se exacerba la sensación de integración, de cordialidad esporádica, aunque esto vale aclarar que también se da de modo natural. Pero a la vez es cierto que corriendo un poco las cortinas, rascando sobre el barniz o alejándose de las avenidas principales, se puede intuir, aún siendo forastero lo que todo siciliano percibe, que la “cosa” está presente y se huele en el aire. Bruno quería ir caminando por la vía Pleibiscito hacia abajo, era el camino que tomaba para visitar a su amiga Giusseppina, empezó a filmar los callejones que daban a la calle, con su ropa colgada en las ventanas y balcones estrechos, mientras el sol caía en lontananza y el calor se aminoraba. Paró a tomar un café y cuando reanudó el paso con el teléfono filmando el barrio percibió que una moto con dos ocupantes que lo habían estado mirando una cuadra antes, volvían de frente a él observándolo con atención, unos metros más abajo, el copiloto de la moto le hizo señas para que dejase de filmar. Bruno se negó diciendole que solo curioseaba, entonces la moto se detuvo y ambos ocupantes se dirigieron a Bruno, el mismo que le había dicho que apagase el móvil le preguntó que estaba filmando, mientras el otro miraba con gesto desafiante. Bruno guardó el teléfono en el bolso, y les dijo que estaba filmando las calles por curiosidad, que a ellos no les importaba y que él haría lo que le daba la gana. Entonces el que manejaba la moto se abalanzó sobre Bruno, que era un tipo pacífico que no se metía con nadie, pero tampoco dejaba pasar ninguna impertinencia, y en cierta forma se podía decir que de vez en cuando no desaprovechaba el combustible que suponía un mal entendido, para luego poder continuar con su pacifismo cívico. Y ahí aprovechando el impulso del pendenciero de barrio le metió una tremenda galleta como era costumbre desde su infancia comenzar las broncas, un poco para ir calentando la mano y otro para llamar la atención de la potencial audiencia. En cuanto se fue alejando el ruido de bofetón y antes de que el camorrista saliese de la sorpresa, lo tomó de la cintura y lo proyectó hacia atrás por encima de su hombro, como un automatismo, Bruno se habría dejado caer sobre su contrincante para trabarlo con una llave en el suelo, pero recordó en el instante que tenía al otro detrás, que sin darle tiempo a esquivarlo, le dio un fuerte piñazo entre la costillas y el pecho, pero ahí Bruno que ya lo tenía a punto, le asestó una patada en el brazo y tres piñazos, dos en el estómago y uno en la cara que lo dejaron atontado. El que había empezado la bronca se fue a la moto y en ese preciso instante aparecieron dos señores mayores, muy gordos, de adentro de la puerta abierta que daba a la acera donde había dos sillas recostadas a la pared, mientras unos cuantos curiosos ya se habían acercado alrededor de la bronca. Los hombres parecidos como hermanos, comenzaron a gritar que basta ya de pelear, preguntaron que había pasado, uno fue hasta donde estaba el chofer de la moto y le aguantó la mano diciéndole unas palabras inaudibles para Bruno, ambos tenían un estado de ánimo a punto del enfado, pero cautelosamente serio, Bruno se dio cuenta de que por la razón que fuese, esos hombres tenían un poder en el barrio que no debía ser desafiado, y se dio cuenta de que no haber salido de aquel pasillo oscuro habría tenido que actuar acorde a su imaginación o habría recibido una buena paliza. Lo que en realidad había ocurrido es que ellos se acercaron cuando él los desafió, en ese momento Bruno comenzó a sentir que no tenía rodillas, que de los hombros le colgaban los brazos como dos tiras de un cometa, a merced del viento, pensó en darle una galleta pero no podía mover el brazo, mientras la tensión cerraba toda conclusión que no fuese violenta, hasta que con la aparición de los gordos paulatinamente los tendones fueron recobrando su conexión con el cerebro y el resto del cuerpo en suaves ademanes de la mano, aunque temblorosos también coordinados, para empezar a explicarse festejando la aparición de aquel socorro divino. Cada uno le expuso a los señores su razón, los muchachos insistían en que Bruno tenía un interés no declarado al filmar cosas específicas del barrio y él dijo “si quieren les muestro lo que filmé, las ventanas las ropas colgadas afuera, que me hacían gracia”, y de a poco se fue calmando el ambiente excepto uno de los motoristas que estaba seriamente contrariado y quería a toda costa empezar la pelea, Bruno sentía que debía dar la razón a los que mandaban ahí, y sin ser afectado en su dignidad ya que nada de lo ocurrido impedía recordar la versión que su capacidad de imaginar le había concedido en primera instancia y seguir camino hacia la casa de su amiga, no hacia atrás donde con toda seguridad lo volverían a abordar los dos de la moto. Los hombres gordos les dijeron a los muchachos que fuesen en dirección hacia el mar y a Bruno hacia donde dijo que iba. Caminó unas cuadras con sigilo pero sintiéndose con ánimo renovado, una vez más después de tanto tiempo, había estado a punto de darles una buena tranca, él o su avatar, a un par de “imperfectos” permeados por una suerte de recuperación cultural a base de clichés cinematográficos. Cuando llegó a casa de la amiga, ella le dijo que debía tener cuidado en esa parte del barrio había un grupo que no era exactamente crimen organizado, pero sí usaban a menudo la violencia para defender los poco trasparentes negocios de que vivían. Cenaron juntos y después Giuseppina, a quien llamaban Peppina, lo invitó a que se tirase a dormir en su sofá, ella tenía que salir a cubrir a su compañera de trabajo que ese día debía faltar. Bruno pensó en lanzarse de una vez por todas, hacía mucho que deseaba besarla y todo lo que viene después. Quería besarla y acariciar sus pechos. Desistió, se llevaban demasiado bien como amigos lo cual les permitía dejar un margen para la imaginación, el contén y el deseo.
Peppina era natural de Acireale, una comuna de Catania que estaba hacia el norte, estudió en la ciudad hasta que entró a la Universidad y se mudó a Bolonia, donde se graduó en Ciencias Sociales. Peppina solía decir que en realidad a ella le interesaba una mezcla de arte y político que es lo que más se acercaba a la antropología y a las ciencias sociales, pero que en realidad no estaba apasionada por ninguna de las posibles aplicaciones profesionales de su carrera, sino más bien de los conocimientos a los que le permitía acceder. Aun siendo de la parte oriental de la isla adoraba la historia creciente de la Sicilia más occidental, desde Trapani a Cinisi, desde Érice a Vita, porque decía “resume la permanente lucha entre nuestras más extremas contradicciones identitarias”, Catania y toda la costa este contaban con una tranquilidad más centralizada. Donde Peppina centró sus estudios e investigaciones para la tesis de graduación fue en los sucesos violentos en torno a Peppino Impastato y a los jueces Falcone y Borsellino. Eran casos muy diferentes aunque unidos por el hilo conductor de los métodos expeditivos de la mafia para silenciar a sus oponentes en los años más duros. El caso de Impastato le parecía más integral aunque el de los jueces era sumamente complejo, este implicaba la vida en un pueblo tradicional de mar cercano a la gran urbe Palermo, implicaba la militancia activa de un joven comunista, desarrollada en una radio, usando el poder de la comunicación mediante la convicción, hijo de un mafioso y que entendió que aunque el principal enemigo del marxismo y el leninismo clásico se ubicaba en la burguesía industrial, en el caso de Sicilia, continuaba siendo una clase explotadora pero el sujeto a combatir y a denunciar era la Mafia. Ella pretendía realizar una labor al cabo de la cual el lector descubriese que lejos de tratarse de un puñado de seres impulsados por una violencia romántica nacida en la pobreza, la mafia era una organización de poder, de explotación, y con métodos ancestrales de dominio, coerción y castigo, tan insertos en la idiosincrasia popular, que provocan tanta asertividad como temor, y de ahí el mayor obstáculo para su erradicación o debilitamiento.
Peppina había recorrido el mundo y a veces se sentía agotada antes de comenzar a explicar que la Mafia, de igual manera que los piratas y corsarios, convertidos en figuras románticas, héroes protagonistas con quienes el gran público simpatiza de una manera íntima, eran burdos y crueles criminales, capaces de las mayores atrocidades arrastrados por la avaricia. El hecho de que Impastato hubiese tenido su mismo nombre en masculino estaba lejos de haber influido pero era algo con lo que simpatizaba, aquel muchacho con su gorra y su coraje yendo cada día a denunciar a enemigos no solo suyos sino de todos los sicilianos, aunque el mundo los considerase dignos de protagonizar un éxito de Hollywood, la acercaba a su semblanza de un modo más familiar que a los también tremendamente respetables jueces, con quienes sin embargo sentía una mayor distancia social. Lo cual en parte también la llevó a tratar sus vidas, si cabe, con mayor pulcritud.
El elemento determinante que llevó a Peppina a sentir el caso de su tocayo de modo especial, fue que tras el asesinato de Peppino despedazado con una bomba, comenzó la lucha de su madre Felicia, aportando un elemento tan particular como importante en la sociedad de un pueblo siciliano, una mujer mayor enfrentándose al poder de la Mafia, que incluso le propuso, como era habitual cada vez que mataban a alguien, compensarla de alguna manera a cambio de su silencio propio de madre y de mujer. Peppina encontraba mñás elementos para luchar contra los prejuicios tradicionales del machismo el ejemplo de la lucha de Felicia viviendo a cien pasos deel asesino de su hijo, de aquel mundo extremadamente misógino, que el estandarte de las sufragistas inglesas, e incluso a la altura de Rosa Luxemburgo en lo ejemplar.
Para integrar la mayor cantidad de elementos posibles en su tesis, Peppina se fue a pasar dos meses a Palermo, desde donde casi cada día iba a Cinisi, donde por generosidad de quienes gestionan la casa de la Memoria de Peppino y Felicia se quedó algunas noches compartiendo con familiares Impastato y con compañeros de radio y de militancia del icónico mártir. Una de las tardes en la Casa de la Memoria, Luisa, sobrina de Peppino invitó a varios compañeros de su tío para que se reuniesen todos a una vez y compartiesen anécdotas y puntos de vista con la estudiante, ella apuntaba en una libreta, sabía que era mejor grabar las voces, pero prefería evitarlo entre gente que había padecido el rigor de vigilancias y persecuciones, y acaso por respeto a la manera más tradicional de recoger la historias de los testigos, la escucha. Según estimaba Peppina el hecho de mirar a los ojos y escuchar daba un valor extra a lo recordado una vez que se volcase sobre el papel, con la ayuda de apuntes muy puntuales, aunque también esto favorecía a la subjetivación de los hechos, una vez pasados pasado por el tamiz de la conciencia, de los punto de vista, los juicios morales del subconsciente y los prejuicios atávicos. Pero bueno, confiaba en el valor del proceso pensando que exactamente así había escrito sus mejores biografías Stefan Zweig.
Giusseppina conoció a Bruno en Cuba, en uno de esos viajes que todo italiano con cierta herencia comunista bañada en una enrojecida pintura Maseratti buscando el rojo Ferrari de los años de bolsillos dulces dotaron a la izquierda itálica, debían realizar para rendir tributo al último bastión de lo que una vez fuesen los coherentes Bordiga, Gramsci y Togliatti. En varios países del mundo la izquierda rinden este tributo a sus propios orígenes peregrinando a Cuba, ora con más mulatas y ron que fetiches revolucionarios, ora con un chapuzón de mosquitos y arroz con gorgojos por dos semanas, las menos de las veces, pero Italia es de lejos el país que más identificación ha permanecido a lo largo del tiempo, acaso por aquellos dos millones de militantes comunistas que llegó a tener tras la segunda guerra y que al no fraguar en un gobierno comunista, nunca se disiparon del todo como sí ocurre allí donde las mejores intenciones históricas, dejaron en la práctica las mayores decepciones anímicas, o sea, la desaparición de toda la terminología, ideario, e incluso piedad internacionalista allí donde sí consiguió cristalizar el sistema más justo jamás soñado. Peppina nunca llegó a decepcionarse del todo, aunque dado a que en sus reiteradas visitas fue incrementando el tiempo de estancia no pudo evitar dar de bruces con realidades que habría preferido no tener que asumir. Precisamente conoció la realidad porque en la medida que más tiempo se quedaba debía vivir en condiciones más asimilables a cualquier cubano de a pie, incluso en ciertos aspectos peores, porque en las contadas ocasiones en que se quedaba sin divisas, tampoco tenía la libreta de productos básicos expedida por la OFICODA exclusivamente a cubanos y solo en sus provincias. Coqueteó con el lumpenaje habanero, incluso con la marginalidad para poder fumar esos canutos de marihuana a que estaba acostumbrada, y que en Cuba era seriamente perseguida y castigada con penas altas, por lo cual quienes se atrevían a vender “efori” eran tipos y algunas tipas duras también. De ehcho ella le compraba a Lily, una chica de las provincias orientales, hippie de la novísima trova, que le había presentado la también oriental novia de Bruno. Pero aún así Peppina mantenía en un compartimento estanco de sus amores la misma mirada romántica de la Revolución de antes de conocerla, porque según decía, nunca pudo ver a Cuba con el Che. Como gran parte de los italianos tomaban la figura del guerrillero argentino nacionalizado universal como si fuese un partisano italiano. Pero no Garibaldi, a quien los sicilianos no podían ni oír mencionar sin erizárseles el pelo de la nuca.
Lo cierto es que Peppina provenía de un hogar de clase media votante de la democracia cristiana en el que raramente se había hablado de política, ella pensaba que quizás esta fuese la causa que la impulsó a buscar las respuestas en el nutrido y profundo pozo de la historia de luchas de emancipación italianas primero, y luego universales. Pero en el fondo se cansaba rápido de vivir las experiencias desclasadas a que se sometía con frecuencia, con mucha voluntad pero escasa convicción y en el fondo brevísimo entusiasmo. Le encantaban los encuentros con el padre de Bruno cada tanto, porque este aunque sí había sido uno de aquellos comunistas completos y convencidos y en teoría lo seguía siendo, sin embargo disfrutaba cada vez que podía conversar con alguien sobre ópera y literatura clásica, pero más aún si podía divisar en la charla o los ademanes del interlocutor algunos destellos renacentistas, olor a madera noble, cosa que él encontraba en ella fácilmente y viceversa. En Cuba inició una investigación sobre el anarquismo en la isla pero las puertas se le cerraban cada vez que llegaba a la bisagra manejada por el burócrata de turno, de Trotsky ni de Bakunin se podía leer, punto. Así que la investigación se detuvo en lo referente a bibliotecas y universidades, no así en la investigación a pie de calle, Peppina había aprendido que deshaciendo dos o tres nudos de la madeja social podía comprender el sentido de cualquier caos por más enmarañado que pareciese.
Ella era totalmente heterosexual decía, pero de vez en cuando sentía la irrefrenable deseo de una relación relámpago con otra mujer, y esto en La Habana lo había encontrado en Lily su vendedora de porro, que a su vez también prefería el sexo con hombres pero admitía con mayor naturalidad sus momentos bisexuales. Había conocido esta excepcionalidad en sus preferencias en la universidad en Bolonia, con su profesora Gilda, que la sedujo desde el buró delantero con las medias y los cambios de piernas que las faldas que usaba, hacían mandatorio admirar, hasta el día que se citaron en la cátedra para revisar un examen y consiguieron que diferentes fuentes de deseo confluyesen en una serie rabiosa de babeos, manoseos, y suspiros. La novia de Bruno mantenía la amistad de Lily desde que eran jovencitas, cuando sostuvieron un episodio sexual en el que no llegaron a estar desnudas del todo pero se besaron, lamieron, tocaron y tuvieron orgasmos que ambas recordaban como una delicia, pero que en la época no había sido un suceso agradable, ya que era tan reprimido y autocensurada la conducta homosexual en su barrio y más aún en sus hogares, que en aquella adolescencia vivieron con terror la posibilidad de, en efecto, ser “tortilleras”, Yesica más que Lily. A pesar de siguieron siendo amigas intimas durante toda la juventud, y que Lily fue a La Habana por el entusiasmo que le contagió su amiga en sus cartas y conversaciones por teléfono, nunca mencionaron el tema ni tuvieron otro roce lascivo explícito, aunque fueron reiteradas las veces en que Yesica usó las imágenes de los recuerdos más perturbadores en unas circunstancias y ardientes en otras, ya difusas, para alcanzar el orgasmo con sus parejas masculinas. En cambio Lily había aceptado que se sentía bien en ambos terrenos, según el momento o la persona aunque también el recuerdo de aquel episodio a temprana edad le echaba un auxilio cuando un orgasmo se le atascaba más de lo que el decoro sugiere.