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19 mayo 2013 7 19 /05 /mayo /2013 16:32

 

 

Ayer escuché un ruido en la chimenea. Pensé que se trataría de un pájaro atrapado.

En invierno o en los días de lluvia, los pájaros buscan cobijo en el calor de las chimeneas, y alguno de tantos se queda dormido, abrigado por en el refugio hasta que caen por el agujero. Algunos consiguen salir pronto otros aletean y solo consiguen trabarse en la mitad del tubo y morir allí, pocos llegan al hogar y consiguen salir del tiro sanos y salvos sin encontrar brasas ardiendo o un propietario aprehensivo o asustadizo que les aseste un escobazo.

Desde el  momento en que escuché el ruido del ave atrapada sentí que me iba mucho en liberarla, que además de la vida del animal en sí, estaban en juego otros factores.  Abrí la tapa del tiro y desplacé la plancha de hierro que bloquea el techo, quité una plancha metálica del fondo, coloqué agua y un trozo de pan en el suelo del hogar y cerré la puerta de vidrio frontal. Regresé en varias ocasiones a vigilar lo que sucedía, pasé un cable hacia arriba para ayudar a destrabar al animal. Dejé todo listo y me fui a descansar. Durante toda la noche estuvo yendo y viniendo la imagen de Patty a mi cabeza, que me sugería: -no lo abandones, por favor.

Hace muchos años tenía una perrita a la que le puse el nombre de Patty.

Me la había dado Verónica,  poco antes de abandonar la isla con su familia y exiliarse en los Estados Unidos.  Cuando me la regaló me dijo que era de alguna buena raza aunque no sabía cuál: - fíjate en el cielo de la boca- dijo - lo tiene negro, es un puddle de pura raza.-

Poco después no la volví a ver. Me quedé con esa bolita de algodón que se arrimaba a mi cara, sin importarme en lo más mínimo que de raza pura, no tuviese ni los pelos del rabo.

Mi amigo “el Nene”, tenía una perrita de dos meses a la que había bautizado con el nombre de Cacha, así es que Patty contaba desde pequeña con una amiga de juegos. Quizás por esa razón o tal vez por la bondad de que era capaz mi amigo, la cuestión es que cada vez que el Nene tenía pensado hacerme una visita, Patty me lo anunciaba unos doscientos metros antes de que llegara a la escalera de mi apartamento, moviendo la cola y corriendo de un lado a otro del living como poseída por un espíritu.

Un par de años después, cuando tenía diecinueve años  estaba confundido en cuanto al futuro, no tenía intenciones de estudiar, ni de aplicarme en otra cosa que no fuese el presente. De a poco fui abandonando  las escasas costumbres higiénicas y sociales, que aún en contra de mis esfuerzos  habían logrado establecerse en mi cotidianeidad, y en definitiva, aunque me quedaran  muchos compinches llamados amigos, al cabo del día, en el silencio de la habitación en penumbra, al filo del sueño, estaba al borde de sentirme solo.

Las piruetas y los arrumacos de Patty era lo único que lo evitaba. Se había convertido en mi alter ego. No la tomaba  en absoluto como a un animal muy distinto a mi si salvábamos el tema del lenguaje, la condición bípeda, y alguna que otra nimiedad.

Después de ocho años y medio preso,  durante el último año de Gobierno Militar en Argentina soltaron a mi padre de la cárcel y no lo dejaban salir del país. Nos pidió en una carta que fuésemos pacientes, que nada nos obligaba a apresurarnos para vernos, que cuando eso se pudiese hacer se haría. Pero mi madre tenía otros planes. Llevaba viviendo diez años en Cuba y deseaba regresar a su país. Mis hermanos, menores que yo, no presentaban un entusiasmo evidente por volver a un país que en ese momento, resultaba sólo un poquito más familiar que Sri Lanka. Yo estaba entre una cosa y la otra, no me sentía especialmente motivado, por el escaso entusiasmo del viejo ante la posibilidad de un encuentro. Pero aún así, existían motivos de entidad para querer retornar al país que me vio nacer, y el cual permanecía en mis recuerdos, con los trazos que la no siempre objetiva selectividad de la memoria, dibujaba en los contornos,  definiendo las fronteras entre lo que vale la pena añorar y lo que es un alivio haber extraviado.

Volvimos.

Mi madre buscó con quien dejarla en La Habana, y se ofreció una persona que dijo le daría de comer y la tendría en una casa de dimensiones generosas en el barrio de Miramar, hasta que nos estableciéramos y pudiésemos llevarla con nosotros.

Yo comencé mi andadura en mi nuevo país, y Patty había comenzado la suya peregrinando de una casa a otra, aquella mujer no pudo tenerla el tiempo que hubiese deseado, ya que debió abandonar la isla a su vez, y le perdió la pista a la perra, de manera tal que se la perdimos nosotros también.

Cuando me fui de Cuba no  le avisé al Nene, que estaba cumpliendo el servicio militar y salía de pase una vez  al mes o cada dos meses. Existen escasísimas cosas en las que con un poco de esfuerzo puedo ser muy bueno, pero definitivamente las despedidas no están entre esas pocas cosas. En la primera carta que recibí de mi amigo me decía, que  vaya sorpresa se llevó, cuando salió de permiso, y como de costumbre lo primero que hizo fue pasar por mi casa de Miramar, ya que le quedaba de paso a la suya, no escuchó ningún ladrido mientras se acercaba a primera avenida, _”estarán de paseo por la playita de 16”_ pensó- pero su sorpresa dio lugar a la decepción cuando tras tocar el timbre de casa y ver que no le atendía nadie, preguntó a Adela Legrá, una mítica actriz  de cine, vecina de abajo y esta le dijo que nos habíamos marchado definitivamente a Argentina. El Nene sabía que mi madre tenía esos planes, pero no sabíamos cuando nos iríamos la última vez que lo había visto.

¿Cómo Martín se fue sin ir a casa y avisarle a mami y a Jesús, sin despedirse de Orestes , sin venir al cuartel a decírmelo?.  Según sus propias palabras, hasta ahí solo era una decepción,  cuando se enteró de que no nos habíamos llevado a Patty, pasó al terreno del enfado. 

Ni bien tuve la oportunidad de hablar al respecto, le  dije que no podía cargarlo con Patty, que yo  sabía que en su casa habían necesidades no cubiertas, me dijo, “_Martín, esa perrita  es como hermana de Cacha, y como familia mía, tú sabes que aquí en Cuba donde comen dos comen tres.

Por supuesto, nada de eso contribuyó a que me sintiese mejor conmigo mismo.

No puedo decir que no ha pasado día en que no haya recordado a mi mascota, a mi alter ego en animal y hembra, pero caló de manera tan profunda en mi la conciencia de que abandoné a un ser querido, pasó de tal manera a formar parte de mi, la conciencia de que puedo ser insensible y egoísta, que estoy en condiciones de asegurar que no ha pasado ni un día en que la culpa de haber perpetrado esa traición, se haya separado de mi.

Desde ese episodio hasta ahora, siempre que puedo acometo una acción de bien con cualquier animalito. He acogido perros hasta que los dueños los han encontrado, he salvado pajaritos de las garras de una pandillas, salvé a un gato de una muerte más que espantosa a manos de un “valiente” vecino torturador de animales, doy de comer a cuanto bicho se presente en mi jardín.  He aprendido a domesticarme a mi mismo, que de todos los animales que conocía, era el más silvestre.

En la mañana de hoy mientras me disponía a leer en la cama, mi esposa me levantó de un grito,_ Martín, ahí está el pájaro!. Bajé las escaleras lo rápido que pude y miré a través del vidrio de la puerta de la chimenea.

Aleteaba asustado, pero con las energías intactas un hermoso pajarito color gris ceniza y negro hollín. Mi hijo, mi mujer y yo nos dispusimos a abrir las puertas y ventanas del living y finalmente destrabamos la compuerta de la chimenea, el pájaro se quedó inmóvil un instante, incrédulo, y súbitamente, emprendió vuelo por encima de nuestras cabezas  saliendo por la ventana hacia el cielo lluvioso, sin la más mínima intención de detenerse hasta que no llegase al nido del demonio supremo de los pájaros, para ofrecer sus respetos y gratitud.

 Entonces presentí que Patty me miraba,  no con el semblante triste de estos años pasados, sino ladrando con un tono rebosante de alegría, y cuando pude verla la miré de frente, me lamió la punta de la nariz, y con el rabo del ojo atisbé como se alejó lentamente, por la misma ventana que había salido el pajarito, moviendo la cola una vez más.

 

 

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6 mayo 2013 1 06 /05 /mayo /2013 23:27

 

 

Hoy me vino el recuerdo de Benedetti paseando sus bigotes, sus pocas pulgas y su enorme dignidad por Alamar,  una barriada proletaria del Hombre nuevo.
Mario Benedetti vivió exiliado en Cuba pero pidió de manera expresa, acorde a sus ideas y a su fibra comprometida que no le diesen privilegios a la altura de su nombre. Podría vivir en París con un departamento en Trocadero. Pero él era así.
Vivió un tiempo en Alamar, una barriada obrera de tipo estalinista, verdaderamente espantosa en lo estético, en la que jamás hubo ninguna atracción turistica. Cabe recordar que en Cuba, paradójicamente, todo lo que considera el propio Instituto del Turismo como atractivo irresistible para el visitante, estuvo hecho o por la naturaleza o desde la época de la Conquista hasta el 1959.  
Pues bien, Benedetti, el gran poeta, bajaba a pie las escaleras del edificio de doce plantas donde vivía, cuando se iba la luz y, se iba a comprar con la libreta de abastecimiento, no con dólares sino con dinero cubano válido sólo para chícharos, arroz, huevo, azúcar pollo búlgaro  y algunas pocas cosas más, a la bodega de la Zona 8.
Hacía su cola impertérrito, y cargaba su compra bajo aquel sol de justicia. Tenía malas pulgas, un poeta solitario, de gran carácter el petiso, de amabilidad ficticia no le sobraba nada, y por eso algunos lo criticaban, porque querían que encima, una de las estrellas de la cultura de América fuese más campechano todavía de lo que era.

Barrio obrero de Alamar

No les bastaba con que viviese en Alamar y caminase por el territorio impreciso del Bachiplan, una polvareda blanquecina y gris con fines inmobiliarios que se introducía por todos  los orificios hasta los tuétanos, ni que siendo uruguayo comiese cada muerte de obispo un bistec,  o que tomase mate con yerba resecada al sol, que quitándose de encima los mosquitos que no conseguía alejar el ventilador ruso, escribiese poemas maravillosos desde aquella barriada obrera como Dostoievski lo hiciese desde la prisión en Siberia, aunque el poeta rioplatense por voluntad propia, y no sólo sin quejarse, sino agradecido. Querían además que don Mario, bajase hasta las catacumbas de lo inerme, donde habita el eco de todas las cobardías humanas, la grasa del tedio, de la procacidad, de la bastedad, el trote de la manada y el berreo del rebaño, del espanto más opaco que representan esos convencionalismos de barrio, la conversación llana, esa nada cotidiana, ese asesinato a la poesía.

Mario Benedetti

Era un eterno conspirador de la pluma, un hombre valiente, eléctrico, amante de lo mínimo, de la lealtad, y aún cuando su lugar en el exilio habría sido un departamento en París o en Londres, nunca se quejó de aquel sol de justicia, ni de esperar su bistec trimestral en la cola infinita de la bodega, ni de resistir la afrenta de escuchar llamarle “Revolución” a aquella cosa amorfa y atonal. Ni siquiera la tortura de escuchar las preferencias musicales del vecindario, que con orgullo exhibían trémulos por la vibración de los alto parlantes de sus radios rusas puestas al máximo volumen, tras las delgadas paredes de aquel departamento del edificio de doce plantas, donde cuando se iba la luz, Benedetti encendía una vela, soñaba acompañar a sus compatriotas presos, a los que ya no estaban, a sus amores, a las hojas caídas de uno de sus otoños, se inclinaba sobre el papel y escribía aquellos maravillosos versos sin una brizna de odio, con esa naturalidad y profundidad de los uruguayos de entonces, con el sello comprometido de aquellas generaciones, versos repletos de admiración por la grandeza del espíritu y también de compasión por la imbecilidad humana, incluso por las victimas y victimarios de aquella y de todas las nadas cotidianas.

 

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31 marzo 2013 7 31 /03 /marzo /2013 21:54

 

 

He comprado el libro Por el camino de Swan, la parte uno de "En busca del tiempo perdido" de Marcel Proust, lo había leído veinte y pico de años atrás, pero lo compré ahora por primera vez.
Me he pasado la vida dando vueltas hasta hace relativamente poco tiempo, y por la razón que sea he conseguido detenerme. 
Hubo una época en que lo único material que me ataba a los lugares, cabía en un bolso, y casi todo ello eran cosas de leer. La mayoría eran cartas. Cartas de mi padre cuando estaba en la prisión, cartas de mis amigos de la primaria, cartas luego de mis otros amigos del otro lado del océano, cartas de amor, y cartas mías. Sí , cartas que me habían devuelto por alguna razón y las guardaba. Lo segundo en importancia, eran cuentos, versos, esbozos de historias, reflexiones, constancias de sensaciones, decenas de estos papeles, algunos borroneados sobre servilletas de bares, otras sobre papeles de cuadernos a rayas, cuadriculados, lisos, con hojas amarillas, verdes, azules, e incluso rosadas, rugosas, sedosas de difícil acceso para la tinta, hojas de todo tipo de papel menos higiénico. Y no por sus nexos escatológicos, los cuales no me habrían detenido a no ser que ya hubiese sido utilizado de alguna manera "propia", sino a causa de su dificultad para mantener el dorso incólume al tacto con la punta del bolígrafo o del lápiz. 
Todos y cada uno de aquellos escritos estaban inconclusos, excepto uno, el de la muerte en túnel de La Habana, que estaba tan terminado, tan perfectamente concluido, que dejaba un poco de incómoda desazón por su halo presagioso.
Lo tercero que había de papel, eran libros. Pero eran muy pocos. No eran incluso ni los esenciales, ni los que creía que eran referencias literarias, tenía una amiga que era la mejor guía literaria con la que se puede contar jamás así que no los necesitaba en absoluto, estaba tan atendido en ese sentido como lo habría podido estar Borges por Victoria Ocampo. 
Sólo que yo era un ente que iba y venía, me había transformado en un extraño incluso para mi. Iba y venía de dentro mío hacia una especie de "afuera" en donde jamás había puesto ambos pies, y por esa misma razón me perdía tanto allí afuera, que parecía como si estuviese a años luz de mi centro de gravedad, del Yo con que más facilmente me identificaba, pero también del que mayor dosis de contaminación solía recibir.
Entre aquellos libros, había uno que conservaba por una razón tan sencilla y válida como innecesariamente sensiblera. Era el primer libro que había leído en el trabajo que compartí con mi padre una vez que nos reencontramos en Buenos Aires, tras una larga separación, el modelo de abandono,   que me conminó a  temer luego y por siempre, a poner ambos pies fuera de ese Yo artificial, pero tan bien recreado. 
Ese libro de Ediciones Cubanas lo guardé por aquella razón y porque era el primer libro de Shakespeare que había leído y que me llevó luego a leer toda su producción en prosa. No he leído aún íntegramente sus sonetos. Y tal vez también concurriese el hecho de que era una forma de premiar el buen camino de ediciones Cubanas en la publicación de un material, al que aún hoy considero el más alejado del adoctrinamiento ideológico a que se veían obligados por la realidad del país. Se llamaba, Comedias. Eran las comedias del brillante director del The Globe. Las alegres comadres de Windsor y La Tempestad se me quedaron para siempre como dos ejemplos de libros que nunca pierden su condición de modernos, con toda la complejidad que ello conlleva, con todo el despliegue de profesionalismo que ello requiere, y sin embargo tremendamente divertidos, con toda la necesaria liviandad que para ello se demanda. Shakespeare y sus libros, los cuales para mi eran un descubrimiento tremendamente revolucionario, ya que invita a pensar en las cosas que a nuestra especie le importan tanto como el kétchup y la mostaza al perrito caliente, en cualquier época; no existe algo más subversivo que plantarle cara a los artificios creados para dividir a los hombres, recordándoles la parte amable de su esencia, aquello que los une. Pero  Shakespeare podía parecer subversivo al lado Maxim Gorki, de Makarenko, de Julius Fucik.
Y el librito más personal era un pequeño libro hecho de páginas de papel de arroz, con una impecable impresión de las letras, los bordes de las hojas en color dorado, como un baño en oro, con un cordón marcapáginas que parecía el pendón de una cortina de Palacio real en miniatura. con la cubierta en piel tratada con tal refinamiento que parecía poliuretano de antes de que existiese el poliuretano. El ejemplar de mini bolsillo era de Erasmus de Rotterdam: "El elogio de la locura". La importancia de este objeto era enorme porque me lo habían regalado en una circunstancia límite en la cual sentí que Erasmus me cuidó de una forma muy tierna, como si hubiese esacrito para acompañarse a sí mismo a través de todas las almas afines. 
Los otros dos libros eran una autobiografía de Stefan Zweig, y una biografía de Marcel Proust. Ambos seres exquisitos, de una profundidad en sus respectivas bondades que me conmovían mucho más que sus habilidades artísticas, aunque reconozco que sin ellas jamás me habría enterado de como resolvieron esa contienda entre la luminosidad y el dolor de sus espíritus.
Todos los clásicos los leí de las bibliotecas de padres, primos, amigos, conocidos. Desde que compro libros he comprado cientos de libros de escritores fantásticos, pero siempre contemporáneos. Todos los clásicos los leí porque en cierta forma me cayeron de "arriba". Y recién hoy me di cuenta de ello. 
Y no es que lo hubiese recordado, fue como si en el momento de tomar la decisión de comprar el libro, alguien me hubiese tocado el hombro por detrás para advertirme, a modo de memorándum, que tenía licencia para dejar de dar rodeos a las cosas, que ya me era permitido ir directamente al grano sin ser confundido con un desvergonzado o un inaprensivo. Pero en lugar de hacerme notar esto advirtiéndome que me apresurase ante la escasez de tiempo con que empezaba a contar en mi vida, como siempre había pensado que ocurriría llegado el caso, fue como si me hubiese dicho:

_ El tiempo ahora es tuyo, tómatelo.

Entonces enfilando hacia la caja me di cuenta de que incontables veces había tomado un clásico de los estantes de las librerías, deseándolo, llenando mi percepción de sus encantos antes de saborearlo y que cuando tenía decidido llevarlo para hincarle el diente en casa, me detenía súbitamente y lo cambiaba por otro de un escritor de culto moderno o simplemente desaparecía con las manos vacías y una sensación extraña de aprisionamiento, pero también de libertad de elección, de angustia, de una angustia de la que soy más dueño que de cualquier otra cosa sobre la Tierra, pero también de una pizca íntima y singular de dignidad de alto voltaje.

Me gustaría decir que lo compré en la mejor edición que encontré,  pero lo cierto es que no, compré la edición bolsillo y no pude dejar de sumarle un ejemplar de literatura actual: "Némesis" de Philip Roth, libro digno, pero en ese acto representante de un estigma, que ya comienza a languidecer, a soltarse de la piel como un tatuaje descontextualizado del aspecto del portador, que ya no lo explica, que ya no lo representa, que ya nada tiene que ver con él presuntamente, pero que no obstante permanece pegado a la piel como el testigo del timbre más profundo y claro que esa voz tuvo alguna vez en la primera persona.

 

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10 marzo 2013 7 10 /03 /marzo /2013 06:30



El ser humano es "singador" "cogedor" "follador", ni homo, ni bi, ni hetero, es simplemente sexual.
Si alguien duerme plácidamente y es objeto de una lamida de glande o clítoris según se trate, se enciende con el juego de esa lengua juguetona sea cual sea la naturaleza de su propietario, tanto si es una oveja, un chimpancé, una vieja o un viejo de tropecientos años, una ninfa o un mancebo. Sin embargo, si el mismo ser durmiente despierta súbitamente dado el gozoso trance, una vez que abre los ojos y toma conocimiento de quien le está haciendo la felación o el cunilingus, continúa disfrutando sólo si coincide éste con su elección del objeto sexual, pero si ve algo muy diferente se le apaga el mechón, le entra remordimiento, asco, pudor y una incómoda perturbación por haber retozado como gato en terciopelo hasta ese instante. 
Los animales son sexuales, de otro modo no existiría la tan socorrida y sempiterna masturbación, lo cual nos somete a la interrogante ¿un apasionado affaire con la mano es en realidad menos perverso que una refriega gozosa con otros cuerpos? 


En la célebre escuela al campo en Cuba, donde los alumnos de la secundaria pasaban cuarenta y cinco días ligados a las actividades productivas agrícolas, se aprendían pocas cosas con respecto del trabajo, pero de vivezas criollas y perversiones diversas se adquiría el más nutrido catálogo. Los que trabajamos alguna vez en el surco de plátano, entramos en conocimiento de un extraño y particular tipo de satisfacción sexual, nada más ni nada menos que con los troncos de las plantas de plátanos. El tallo del platanal está compuesto de capas de hojas encimadas, su interior resulta baboso y cálido, húmedo y mullido, muchos guajiros adolescentes y otros no tan adolescentes ni tan guajiros, les hacen una escisión con un palo o un cuchillo, miran a los costados con sigilo, y cuando se sienten con la intimidad necesaria, ¡les dan al arbolito para que tenga! 

El arbol de plátano da un fruto de forma alargada conocido por su socorrida asistencia en las fantasías frente a la apetencia del retozo y la escasez de falos, sin embargo se le suele desconocer al travieso tallo su concreto y real auxilio como reemplazante de vulvas y culetes. 

 De ahí que al pasar por un campo de plátanos en la noche de regreso a la casa, al pueblo o al albergue, la gente cree percibir a personas escondidas entre las matas reflejados por rayos de Luna, algunos creen que son ahorcados, lo cierto es que no son visiones, son unos seres híbridos nacidos de las fugaces relaciones amorosas en los platanales, conocidos comunmente con el nombre de: " hombres-banana", o dicho en un lenguaje más chic: los Banana Men.

 

 

 

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16 febrero 2013 6 16 /02 /febrero /2013 01:17

 

 

Desde la más remota antigüedad el desarrollo del deporte respondió al desarrollo de las aptitudes sociales de camaradería y a la instrumentalización de los totalitarismos.

Lo primero por la razón de compartir el tiempo libro en una actividad lúdica que implicase el esfuerzo sin fines productivos, alienantes como el trabajo. Por la puesta en escena del espíritu gregario de la comunidad, y también por canalizar de manera saludable la competitividad inherente a al especie humana. Lo segundo por dos razones, la elevación a la máxima categoría del cuerpo, de los físico frente a lo intelectual y a lo emocional, y precisamente por su eficacia para crear espíritu  de comunidad, de equipo, y de seguimiento de normas pautadas en detrimento de libertad de pensamiento y de acción, de individualidad.

Por ende la práctica del deporte de manera periódica, pautada, aporta dosis nada despreciables de percepción positiva y constructiva de la disciplina en el individuo, toda vez que su carácter lúdico proveniente de constituir sobre todo una suerte de “juego” , le dota de la suficiente aceptación como una cualidad deseable, imprescindible para pasarla bien, a diferencia de la percepción de la disciplina  cuando proviene del esfuerzo propio de las obligaciones, del sacrificio residente en el deber.

 Y a la vez dota de capacidad de organización, de superación, de comunicación, de reconocimiento de las normas, y por encima de todo de una referente ficticio en la vida real, donde recrear todos los mismos sentimientos,  tensiones y capacidades  que recorren el alma humana en caso de una cita real con el duelo en el caso del deporte individual, con la batalla en comparación con el deporte de equipo, y con la guerra en el caso de las grandes competiciones. Del mismo modo que aprisiona de la estrechez de miras para permitirse ser penetrado por el concepto de propios y ajenos, de amigos y enemigos, imaginarios en el caso del deporte, representados por simples oponentes, y lamentablemente menos intangibles en el concurso de la realidad.

Como cada cosa que se someta a un análisis, el deporte es como una moneda con dos caras.

A Ernesto, el Che Guevara, el deporte no le podía ser de mayor utilidad. A un carácter ya de por sí terco y decidido, le ayudó a pulir la voluntad que su madre a través de la genética y del ejemplo le aportó como su principal legado y a su salud y torcida y a su condición de poeta errante, de fenómeno condenado a la diferencia con su entorno, le proveyó de unas muy socorridas y luego bien administradas dotes de camaradería y de  tolerancia de los otros, así como de superación de los obstáculo, de los escollos.

Significó un equilibrio saludable su participación en cuanta actividad deportiva y juego físico se terciaba a su alrededor, ya que el muchacho intelectualmente estaba predispuesto por la cuidada educación que le facilitaron sus padres, la costumbre de leer y analizar todo lo leído, de discutirlo , de objetarlo, de oponerlo y por fin de superarlo en el debate,  a su devoción por los poetas malditos franceses, les colocó en la balanza un derroche de actividad física y colocó en valor la importancia del deporte. Comportándose más como un escritor aventurero de estilo británico, que como sus atesorados escritores e intelectuales franceses, para los cuales el deporte constituía un agravio a la inteligencia. La conjugación de una infancia con una sólida educación cultural, en ciencia, en lenguas, sin colisionar con el desarrollo de las aptitudes que el deporte provee, añadieron con certeza algunas gotas a los ya existentes ingredientes innatos que lo convirtieron  en un ser de características excepcionales.

Su padre , fue uno de los fundadores del San Isidro Club, una de las canteras más prolíficas del rugby en toda la Argentina. Así fue que el Che practicó rugby desde temprana edad, y fue famosos entre sus amigos un try que logró cuando esquivando oponentes, y mientras quebraba la cintura hacia la línea de fondo se iba poniendo morado por la falta casi total de aire en sus pulmones a causa del asma.  En ese mismo acto se resumen lo constructivo y lo alienante del deporte. Desde luego la fuerza de voluntad ya habitaba su espíritu antes de salir en aquel episodio como en tantos otros, pero es difícil imaginar un mejor escenario para probarse a si mismo la existencia de tal energía, de tal pundonor, y en cierta manera de ciega coherencia y responsabilidad a ultranza con la Tarea que aquel try casi ahogándose, al cabo del cual cuando acabó el festejo se lo debieron llevar de la cancha para aplicarle una dosis de su inhalador.

Su madre era una excelente nadadora,  una amazona que montaba como los hombres, con una pierna a cada lado del caballo, y una tiradora de una puntería destacada. Ernesto practicó además montañismo, también montaba con gran corrección, era un sorprendente ajedrecista, tenía buen swing en golf,  incluso  hizo sus pinitos pilotando la avioneta de su tío Jorge de La Serna. Y aún cuando en la familia quien resultó ser el deportista de raza fue su hermano Roberto, sus amigos todos coincidían que lo que no conseguía por pericia o habilidad lo lograba por la constancia.

Acaso la más sorprendente de sus aficiones deportivas haya sido el fútbol, el deporte más popular argentino junto al boxeo, ya que hasta el final de sus días, fue hincha de Rosario Central, lealtad acrecentada por el hecho que su afición a ese equipo era una muestra de lealtad a la ciudad donde nació, y por su conocido internacionalismo y su adhesión a la idea de un mundo sin fronteras.

La mezcla de una fuerte escuela intelectual y de un sólido adiestramiento deportivo, no guardan ninguna relación con lo que terminó haciendo, sin embargo me atrevo a aventurar que sí tuvieron un nexo velado con su temple, la explosiva mezcla del asma y el imperativo de marcar un tanto, propiciaron un horneado de su temeridad, tan cristalizado como aquella atesorada pasión contradictoria con un nexo tan popular como el fútbol, para homenajear el lugar que lo vio nacer.

 

 

 

 

 

 

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12 febrero 2013 2 12 /02 /febrero /2013 04:10

 

 

Había un pendejo en la cama. Sobre la sábana pulcra, recién lavada en aquella misma semana o la anterior tal vez pero no mucho más atrás. Un pendejo, seguro que no era una ceja ni pestaña ni un cabello,  era un vello púbico.

Había otro pendejo en la misma cama, tenía dieciséis años y se acababa de echar el primer polvo de su vida. Por fin. Ya no tendría que mentir más en las conversaciones de los recreos , en el vestuario después del partido, entre los amigos y primos precoces. Ya había mojado la habichuela y si bien no había sido ni la mitad de sabroso que como lo había imaginado sobre el final, si tenía en cuenta la primera mitad del acto previo al acto en sí, al follamiento, a la follación, a la follatoriedad  justo antes de tener que embocar el nabo y quedar en evidencia que no tenía ni la menor idea de cómo se envainaba aquello en lo otro. Todo el toqueteo de pechos, el avance hacia quitar el sostén, el incómodo trance de ayudar a desabrocharlo que sin embargo no consiguió empañar nada de lo que a continuación se presentó cuando los pezones quedaron al aire y juntó sus labios a esos contornos esponjosos, hipnotizadores, divinos, redondos, pequeños y grandes como limones, sensibles como su propio glande, y aunque ya había chupado tetas y las había manoseado y aprendido a apretar con suavidad, nunca se le habían presentado tan a pedir de boca, ambas, en una situación tan desahogada, tan controlada que hasta revestía cierto riesgo,  tan así que deseó repentinamente el socorro de algún pequeño obstáculo en el caso de que precisase disimular con cualquier interpretación histriónica, bien a causa de una bajada de bandera, de una eyaculación precoz o de otro papelón por el estilo. Los besos eran largos, mientras las manos recorrían a placer lo que más les gustaba a ambos, ora los senos, ora las nalgas por debajo de la falda y por encima del tanga y de vez en cuando, como sin quererlo, un paseíllo por el área de la vulva. En esos recorridos sentía un aguijón de placer supremo mezclado con cierto temor frente al sacrilegio, como si le tocase el pubis a su propia madre y esta se apasionase arrebatada. Vuelta al culo que allí había menos complicaciones con las manos y las transferencias. Los besos, las caricias por los muslos, sentir los dedos de ella, sus gemidos.

No estaba lo que se dice enamorado, pero le gustaba mucho aquella muchacha, lamentablemente no había podido ser la chica a la que había amado en silencio durante toda la escuela, pero al menos no era una de emergencia, ni una fulana, era una chica muy deseable, que realmente le gustaba y con la cual parecía haber reciprocidad en tal sentido.

Que bien lo había pasado hasta que apenas rozando el monte de Venus de la muchacha con su pene desnudo se le escapó sin poder evitarlo el primer chorro de semen, y a continuación, al ser una situación tan relajada, tan controlada, ninguna excusa se presentó como auxilio, si bien pudo  continuar sin mayores contratiempos ya que el pene siguió erguido, era tal el desenfreno y el gusto que sentía, que apenas se le había aflojado un instante sin darle tiempo a quedar fláccida,  y entonces empezó la peregrinación por los ardides, trucos y tretas para lograr introducirla en aquel agujero que deseaba tanto como lo perturbaba, sin admitir que no lo había hecho nunca ni aceptar de su partenaire un sabio consejo. Hasta que en el límite de casi ocurrirle al rabo lo que no le había sucedido con la primera eyaculación, encontró la boca de entrada muy ayudado por los movimientos de ella y en cuanto la introdujo comenzó a cabalgar como un frenesí desmedido, de manera desenfrenada,  la estuvo embistiendo de tal modo que de una tacada se echó dos sacudidas más sin sacarla de la vagina, pero en aquél tercer chorro en tan poco espacio de tiempo el pene no opuso más resistencia, a aquel necesario aunque sonrojante descanso. Ella estaba en la mitad de su salsa y no pudieron volver a conectarse en la misma frecuencia, ni siquiera cuando un rato más tarde, él recobró bríos luego de un cigarrillo un trago y una charla inconexa guiada por la euforia de haber roto su intangible virginidad masculina y se le volvió a echar encima para repetir aquella vertiginosa descarga.

 Fue cuando ella decidió que era suficiente, que no sacaría mucho más en limpio de allí, se había hecho tarde y debía marcharse, en parte él lo lamentó, pero se sentía tan bien como no recordaba haberse sentido desde que era muy pequeño, en una edad perdida entre las alucinaciones y los recuerdos.

Ella se colocó la tanga en la cama. Sus cuerpos estaban empapados  de la transpiración de él, y la sábana bajera estaba mojada.

Se despidieron mientras ella se vestía. Ella le dijo que no hacía falta que él se vistiese, ni que la acompañase a la puerta, encendió un cigarrillo, hablaron dos o tres palabras más y entonces ella se marchó, él ni siquiera salió de la cama, tampoco quería que ella le viese el tamaño del miembro en vigilia, ya era  suficiente con la escasa duración del escarceo horizontal como materia prima para la sorna.

Cuando ella se fue, entonces se levantó, apretó el botón “play” del equipo de música y sonaron las guitarras de un tema de rock. Volvió a la cama y se quedó mirando al techo, su mirada se perdió en la pintura blanca a la cal, pero en sus ojos se reflejaba algo que no estaba en ese techo, que no estaba ni siquiera cerca de aquella habitación y sin embargo había estado siempre esperándolo, había estado allí junto a él en toda su vida, tan cerca y tan lejos como está una lombriz a diez centímetros bajo nuestros pies.

Apagó la colilla del cigarrillo y antes de ir a la cocina a prepararse un café y sentir que ya empezaría a hacer cosas de hombre adulto, vio aquel vello sobre la cama y dijo para sí:

- Aún queda un pendejo en la cama.

 

 

 

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26 diciembre 2012 3 26 /12 /diciembre /2012 17:53

Por más buena persona que intentes ser, por más solidario y entregado, no te hagas ilusiones, eres totalmente prescindible. Todo lo que no sea la desnuda soledad con que nacimos es una ficción que incluso puede ser muy bienvenida para recrear fantasías que apuntalen las flaquezas del ego. 

 


Per estarás solo contigo mismo, y eso será en el mejor de los casos, siempre que no olvides del todo brindarte algún homenaje de vez en vez, regalarte un guiño y no perderte en el magma de la insignificancia, en el calmante universo de la impersonalidad desde el cual no hay vía de retorno. Si entiendes eso amarás en la justa medida a tu propia persona en relación con los demás.

 

 

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24 diciembre 2012 1 24 /12 /diciembre /2012 23:58

 

 

¿ Por qué me consigue poner más redondito y atómico, una mujer saliendo a atender la puerta en ropa interior, que ella misma paseando en verano con un bikini, incluso de menor talla?
Hace tres días me pesqué una descomposición de estómago tremenda, un dolor de barriga agudo en el costado y la sensación física de haber sido sorprendido por Mike Tyson minutos después de insultar a su abuela, abundaron pastillas, tés, corridas al toilette, súbitamente las heces se me disparaban en cualquier dirección, con la suerte de que las tazas de water fueron ideadas para contener cualquier "shot" que no sea hacia arriba. 
Pensé que se trataba de cieguitos. 
O que podía ser una indigestión por unos ravioles de gorgonzola made in Alcorcón, con mantequilla derretida y queso Zanetti de meses de almacenaje. O tal vez unos bocadillos modestos que los asturianos llaman "pinchos" y que estando allí destinado por trabajo, tuve a bien ordenar dos, de lomo y de pollo rebozados en aceite de más de una fritura. El famoso aceite ingles de los mil demonios usado para las fish and chips, importado en exclusiva para mi pincho de materia cárnica rebozada.
Tras tres días así arribé a la conclusión de que debe ser más bien virus, una gastroenteritis be bop más que oportuna. Pero si la providencia quería expresarse, hacerse oir, irrumpir en modo de ser atendida con certeza, lo logró, ahora le pedía por favor que se manifestase, que se explicase, que me pusiese al tanto del significado de esta terrible diáspora de interioridades en la víspera de la Nochebuena.
Mi mujer y mi pichón se mostraron dispuestos a deshacer el atractivo plan de viajar trescientos cincuenta kilómetros a Madrid, para intercambiar unas voces en el más genuino estilo ibérico en el fragor familiar, en el seno del amor filial. Claro, algo cambiaba, no manejaría yo. Les dije por supuesto que ni se les ocurriese, que yo me sentía con fuerzas para seguir yendo de la cama y el living al inodoro como un poseso. 
¡ Ay si te hubiese tocado en Estados Unidos donde no conocen las bondades del bidet!
Casi los tengo que empujar para que subiesen al corcel metálico tuneado por las maniobras de parking de mi amada esposa, ella quería ver a sus hermanas y mi hijo a sus primos, les dije que sabía el camino al Hospital si lo precisase y les pedí solo que me acompañasen al pueblo a comprar un trozo de bife de lomo, solomillo de buey en una súper carnicería, una manteca más delicada que el canto de un cisne por si las dudas se pasaba el estruendo en mis tripas. Luego salté al pequeño mercado de enfrente y trabé un paquete de un arroz de buena calidad y un frasco de espárragos terminando por ser más realista y previsor que iluso. 
El bife era por aquella máxima de: seamos realistas, pidamos lo imposible.
El coche salió de enfrente de la verja de casa entre despedias y promesas de te llamo y te quiero. Una vez perdidos en el horizonte de las casitas me apresté a esperar que mi molestia se aliviara al sentirme solo, sin ceremoniales , sin obligaciones sociales. Pero los huracanados retorcijones y los galopes continuaron a la orden, prolijos, puntuales, inmaculadamente educados.
Leí, vi dos pelis, puse posts en las redes sociales, hasta dormí un poquito. Y debo admitir que antes de las doce me abordó una especie de pálida, disimulada, embarullada, pero auténtica desesperación por escuchar la llamada de mi tropa que no tuvo lugar hasta pasada la medianoche.
Curiosamente me pasó como frente la chica del bikini y sus prendas interiores, no siendo yo practicante de otra religión ni creyente en otra reparación que no sea la siesta, no involucrandome habitualmente en convencionalismos atávicos, no por profundas convicciones sino por haraganería frente los ritos, no alcanzo por ende a entender la diferencia entre un día como hoy, ni de cualquier otro onomástico o efeméride con el día más plebeyo del calendario. Pero admito que la sentí.
¿ Habrá sido porque se me chamuscó ligeramente el solomillo de buey?

 

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18 diciembre 2012 2 18 /12 /diciembre /2012 14:36

 

 

En estos días que se acerca el tradicional derroche de gastos en dulces, carnes, juguetes, perfumes, estos días de felicidad para los grandes almacenes, las grandes superficies, son propicios sin embargo para acercarnos aunque sea un poco a la médula espinal de nuestros problemas estructurales, de nuestras pifias ancestrales.

Soy de esos ilusos que considera que estamos diseñados y preparados para el amor por encima de todo lo demás; a sabiendas de que suena cursi, algo amanerado, un poco flojo de esfínter, con toques floridos y almibarados; pero esa imagen no es más que la que han querido hacernos ver desde el amplio y confortable habitáculo desde el que se mueven los hilos, ese es el diversionismo ideológico en su forma más pura, la distracción de nuestros genuinos intereses como seres destinados a compartir el hábitat, de nuestra condición de animales gregarios. 
El camino que finalmente nos llevará en andas hacia la mejor calidad de vida y el que no quieren que veamos, se andará con nuestra determinación a ser partes integrantes de un paisaje común, a entregarnos antes que a desconfiar, a sonreír antes que a fruncir el ceño, a considerar la proximidad del otro una bendición en lugar de un riesgo. Y con el esfuerzo que requiere el hecho de entender de una vez por todas que esta masa que habitamos el mundo, los cuales respiramos con idénticos recipientes el mismo aire y los cuales procesamos de igual manera unos que otros el alimento y la energía, solamente si logramos que todos lo podamos hacer con un mínimo de satisfacción, será entonces que también en el mismo acto, estaremos atendiendo en todas sus solicitudes y exigencias de ese yo, de ese individuo de rasgos únicos e intransferibles que somos en toda nuestra plenitud de igual modo que conformamos el ser social. 
No hay posibilidad de libertad y emancipación conviviendo con el temor, el odio o la desconfianza al otro.
Recuerdo que el primer "otro" que encontré con quien tuve que lidiar asuntos de cierta entidad, tenía habitación en mi propio ser.

Y luego a renglón seguido existe la segunda inyección de inmunidad al buen rollo, de exacerbación de la diferencia, que es la que nos aplican una vez que constatan que tenemos claro que de este modo no va el asunto.  Es entonces cunado nos inyectan el virus del revolucionario, del rebelde, del luchador, del antagonista, llevándonos a pensar que todo nuestro proyecto está sujeto a  ganar una o varias batallas, a erradicar al enemigo, los sempiternos  "malos" y de este modo nos llevan secuestrando desde eras perdidas en la lejanía, el paupérrimo pero importantísimo tiempo con que cada vida humana cuenta para transformar algo desde la raíz.

 Nada que no sea el interés no demasiado transparente de los habitantes del confortable ambiente desde el cual se manejan los hilos, pasa por el antagonismo, nada que realmente valga la pena pasa por suprimir o erradicar a los infectados por el virus de la primera, ni de la segunda inyección.

Aún cuando no tengo siquiera la más pálida idea de cómo proceder para mejorar las espinosas relaciones, las  enconadas disputas personales que nos acaecen, no me cabe duda que en el comienzo de la solución está presente el acto de mostrar el alma, de conceder amor y pocos rituales más.

 

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17 noviembre 2012 6 17 /11 /noviembre /2012 22:50

 

 

Andaba por las inmediaciones del museo Rodin y decidí entrar, me lo habían recomendado encarecidamente por la casona principal y los jardines además de por las obras escultóricas. Una preciosidad. 
En un instante me vi frente a El Pensador, a las estatuas de Honorato de Balzac, a las de Víctor Hugo, a las tres Sombras y a la Puerta del Infierno, un impacto nunca lo suficientemente anunciado. Eran hechas en bronce, luego aparecieron otras en mármol, de menor tamaño pero tan bellas o más si cabe. Tres pinturas de Rodin, además de una de Van Gogh, una de Monet y una de Munch, el noruego de el Grito. 
Y sobre el final del trayecto propuesto, casi cuando me iba a ir a tomar mi porción de aire afuera, cuando iba a poner coto al rejunte de imágenes, trazos y texturas que ya bailaban en mi retina sin orden ni armonía, provocados por los paseos alienantes por el museo cual auditor de cuadros realizando un inventario, vi dos obras que me impactaron y me dejaron abducido frente a ellas, acercándome y tomando distancia,  ora dando la espalda ora girándome repentinamente para sorprenderlas desde otro ángulo en el regreso de alguna travesura, estaban hechas en mármol verde, una era La ola y la otra Las chismosas, de Camille Claudel, no eran demasiado llamativas, ni  grandes, eran la cosa tallada más linda que he visto en mi vida. 
Y fue distinto incluso a las primeras veces que había tenido la oportunidad de ver enfrente de mi a los cuadros de mi educación, tras entrar a un salón ya indicado en un folleto, bien un Goya de toda la vida, como la Maja Desnuda o vestida, o cuando vi por primera vez el Guernica, que por más que me lo esperaba y que conocía cada figura en matices del blanco y negro no por eso dejé de quedarme de una pieza, cuando vi mi primer van Gogh, la primera bailarina de Degas, el primer Greco, cuando sin esperarlo apareció delante de mi una escena con vida, algo superior al arte, pintado por Vermeer, una holandesa en una habitación iluminada por un haz de luz flamenca, o cuando me pasó algo similar con los brillos y la sombras del Caravaggio o con un cuadro de Constable y sus nubes inglesas.

En el caso de las dos esculturas de Camille conocía la historia de la artista, había leído su biografía, los horrores a que ayudó Auguste a confinarla. Pero no fue hasta que me detuve en seco a mirar a las cuatro vecinas chismosas, quizás inventándose un adulterio inexistente o acaso revelando uno real, y a continuación una inmensa Ola a punto de caer sobre tres ninfas alegres, que Camille me ocupó, me invadió, apoderándose gentil pero bruscamente de mi impavidez, de mi anonadamiento, entonces mi alma le cedió albergue, y me convertí como un tiempo atrás ocurriese en Tordesillas en fiel escudero de la traicionada Reina de Castilla Juana la Loca, en su admirador y amante incondicional, dispuesto a sacudir de la testa toda la obra de Rodin almacenada hasta ese instante, y llevarmela de paseo por el Sena en la retina de manera firme y clara,  sentir el tacto de las uñas adolescentes, las yemas de los dedos geniales,  y sacudir su delantal cubierto de polvo y aceptar aquel desajuste en la pupila que aparece cuando se observa lo imposible, el brillo por el que todos los la encerraron. 
De paseo por el París de la libertad para los mediocres, con el fin de salvarla, fuera de Rodin y de la mansión de sombras de bronce, protegiendo sus manos del frío de los barrotes, recibiendo la mirada de sus ojos en espiral y desempolvando sobre el Sena el delantal de escultora manchado también, por el mismo tipo de sangre que sobre el final de sus días, le empapase a Juana el alma y ahogase su corona.

 

 

Las chismosas y la gran ola, de Camille Claudel
Las chismosas y la gran ola, de Camille Claudel

Las chismosas y la gran ola, de Camille Claudel

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