Nací en una familia atea y aventurera, no me bautizaron, por supuesto no tomé la comunión, ni fui jamás a misa, recién hace poco supe como es un padrenuestro. Habiendo sido descendientes de terratenientes explotadores de todos los recursos al alcance, sin embargo mi entorno era comunista a causa de un tío que se convirtió en la imagen del revolucionario del siglo XX rompiéndoles las pelotas a todos sus antepasados. Después yo mismo rechacé cada convencionalismo que apareció en mi camino, del tipo burgués o del corte comunista que al fin y al cabo terminan convertidos en lo mismo, y me aboqué a un modo de vida personal e intransferible, de rebeldía absurda, sin causa, ridícula para el entorno pero significativa para mi, con notas de lumpenaje, plena en hedonismo y un páramo en actividades de provecho social y personal. En contadas ocasiones en toda mi vida me abroché los botones superiores de la camisa, o usé ropa planchada. Menos las drogas inyectadas consumí casi todas y bebí la producción de un año entero de cualquier destilería competente.
Todavía me interesan más las historias de rebeldes, de iconoclastas, de contestatarios, de respondones, de revoltosos, de inconformes, de traviesos, de mataperros, de insurgentes. Pero no quiero saber quien se tira el pedo que rompe el calzoncillo, quien escupe más lejos, quien vomita la tarta o grita la mala palabra más altisonante en la boda o en la funeraria.
En la medida que ha pasado el tiempo desde que empecé a palpar el dulzor y la acidez de las notas de la inconformidad y cuando pude metabolizar sus reminiscencias, ha ido interesandome más leer las historias de quienes con aparente resignación, siguieron una vida convencional, de quienes aceptaron el rol que les fue asignado, que dieron el paso 3 antes del 4 y después del 2, que hicieron felices a sus maestras a sus abuelos, y que no llevaron ni una vez una nota de la dirección a la casa ni los fue a buscar la policía, ni los vecinos, ni los acreedores. Hoy quiero leer las intimidades de Ana María, de Juan Ramón, de Andrea, de Iván, de Daniel, de Bonafide, Gerardo, Mariano, de cada corbata bien anudada al cuello, de cada raya perfecta en viaje desde la sien a la nuca y de cada bombacha bien custodiada por la falda. Hoy me interesan mucho más las confesiones de sus anhelos, sus vanidades, de los deseos secretos y los materializados, las travesuras en los intersticios de esa apariencia de normalidad que no es más que una cortina que desde afuera parece impenetrable, y desde adentro oficia de parapeto para escudriñar todo sin ser percibido. Me interesan sus interioridades, los aromas, los recodos del gozo, la intensidad del clímax, la perversión y los placeres menos evidentes. Porque incurriríamos en un grave error si pensásemos que la rebeldía frente al destino, que el riesgo, que las descargas eléctricas que atestiguan la travesía por la tormenta, solo se encuentran en la estridencia evidente, en la manifestación procaz, en el trazo grueso, en el insulto soez frente al cofre de las promesas. Está en cada uno, en cada célula, en cada átomo, allí donde se produzca la supervivencia, la continuidad, todo lo que no esté muerto, combustiona con la contradicción, la dialéctica, la paradoja.
O acaso solo me intriga saber como habría sido mi andar por ese camino, ni paralelo, ni perpendicular.
Casi todo a lo largo de mi vida lo habría modificado con diferentes énfasis en la tarea, por ejemplo en la estatura menos que en el valor para la pelea, en la fuerza menos que en la determinación para usarla, en la imagen corporal y rasgos faciales menos que en la longitud y grosor del rabo; pero hay un conjunto identitario personal e intransferible, que siempre me ha hecho estar encantado de conocerme, y del que jamás habría modificado ni un ápice: mis pensamientos, ideas, convicciones, decisiones, mis dudas y mis amores.
Ese es mi universo, de lo único que estoy orgulloso y es todo que puedo legar.
Otra cosa que me he ido dando cuenta, o dicho desde otra perspectiva, que ha abordado mi acervo de conocimientos, es que el ego, al fin y al cabo, no sirve para absolutamente nada. Acaso sirva dedicarle tiempo a su reconstrucción para sanar heridas al amor propio, pero el tiempo justo. Todo lo que comemos, bebemos, tocamos, usamos, vemos, ha sido construido y concebido en colaboración, en conjunto.
Desde la simple calle, los autos, los edificios, las camas, la ropa, la carne, el pescado y la verdura, hasta los medicamentos y los más avanzados descubrimientos técnicos y científicos han sido materializados dejando en segundo plano el ego, priorizando el resultado de pensar o actuar en colectivo.
Y lo dice alguien que si se cae de su ego se hace trizas.