Mi abuela materna fue hasta la ciudad de Burgos primero y después al puerto de Vigo junto a dos hermanas con el fin de embarcar hacia Buenos Aires, partió desde Quintanilla del Coco, una aldea de la provincia de Burgos rodeada de monte, de ríos, cascadas, antiguos monasterios y entre tres grandes pueblos Covarrubias, Santo Domingo de Silos y Lerma, que en el medievo tuvieron su esplendor pero que al inicio del siglo XX servían poco más que para comprar la carne de cerdo, ovinos y aves que vendía mi bisabuelo.
Mi abuela paterna descendía de una familia acomodada de hacendados de América del Sur, que se habían establecido desde poco después de la llegada de los españoles al nuevo continente desconocido en Europa y en Asia, aunque bien familiar por sus habitantes.
Mi abuela materna embarcó para trabajar de nani de alguna familia pudiente, terminó en la mansión de una familia apellidada Seret, siendo adorada por los niños que cuidó mejor que su propia madre.
Mi abuela paterna, a pesar de ya estarse viniendo a menos dentro de su clase social, tuvo una niñera española procedente de Galicia, Carmen Arias, que fue adorada por Ernestito y Celita, sus dos primeros hijos a los que la española crió y conoció mejor que la propia madre en esos años tiernos.
Hoy, ante la excentricidad tanto de la exigencia de algunos americanos de un pedido de perdón por parte de la Corona española por los espantosos crímenes cometidos con el fin del expolio, como de la negativa del monarca español a pedirlo, revisando mi historia familiar, advierto que en este caso, si alguna de las dos abuelas habría tenido que pedir perdón, desde luego habría sido la nacida en Argentina, y probablemente no solo habría tenido que pedir perdón a los pueblos originarios, también a los doce millones de esclavos africanos secuestrados mediante una violencia indescriptible y, acaso a mi abuela materna, que pasó a formar parte de ese proletariado argentino compuesto de inmigrantes y nacionales que tanto enriqueció las arcas de la oligarquía criolla, aunque más que perdón, deberían agradecer a todos esos gallegos e italianos que fueron a replicar su servidumbre de la gleba para esos brutos nuevos ricos de selvas, pampas y montañas. Y que les criaron los niños como cuatrocientos años atrás se los criaron los indios y africanos a los conquistadores esclavistas europeos.
La verdad es que no costaría nada y sanaría mucho el pedido de perdón, aunque todo sea un despropósito, un enorme gazapo, porque sin la conquista y todo el horror que supuso en su momento, jamás podrían haberse identificado los habitantes de ese enorme trozo de tierra que en el mapamundi une el polo norte al polo sur, como parte de un todo compartido llamado América, donde se hablaban decenas de lenguas diferentes y cada uno guerreaba o desconfiaba de su vecino. Nunca habría existido un idioma en común, una cultura rica aunque impuesta a fuego y sangre, el legado de un conjunto de costumbres, reglas y normas sociales comunes a todo el continente.
De modo similar parecería absurdo que los españoles de hoy cuyo ADN contiene trazas de sangre de medio mundo entre bereberes, romanos, bárbaros, godos, iberos, celtas, exigiesen a Italia que pida perdón por la invasión a Hispania, la matanza de la población de Numantia tras veinte años de resistencia, el esclavismo de los indígenas nacionales en las minas de oro a cielo abierto de Las Médulas, y toda la esclavitud a lo largo del territorio conquistado para construir, producir alimentos, servir, custodiar y trasladar el oro. Pero a su vez si se produjese tal pedido sería muy necio negarse a ello.
Ya lo hicieron algunos, Inglaterra, Holanda, Portugal, canadá a sus niños indígenas, Australia a sus aborígenes, y aunque no podríamos deducirlo de sus maneras de conducirse frente a la acumulación de riqueza o la devolución de lo expoliado, no obstante fue un acto gratificante para los descendientes de aquellas victimas.
Dale De la Serna y la Llosa, pídele perdón a Atahualpa, a Adebowuale y a Alamo Alamo.
De paso tú también Borbón.
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