Antonio Ramón Ramón nació en Granada a finales del siglo XIX, en una familia disfuncional de labradores, el padre padecía un tipo de esquizofrenia que de vez en cuando, le llevaba a pensar que la esposa y la hija lo querían matar.
Antonio aprendió a leer, escribir y alguna operación aritmética antes de tomar la azada, las riendas del burro y "tirar todo tieso" para el campo. A los 22 años se fue al norte de África, donde el padre había vivido, una vez en Argelia lo confundían con otro joven, hasta que dio con él y supo que tenía un medio hermano fuera del matrimonio, de nombre Manuel Vaca. Desde ese día se hicieron inseparables. Al ver que no cambiaba mucho la dureza de Granada con Argelia, decidieron poner rumbo a América. Llegaron a Brasil, pero las condiciones de trabajo eran casi esclavistas en ese época, y como contaban con pocos recursos decidieron que uno de los dos se iría a Argentina y cuando pudiese se traería al otro hermano. Antonio se quedó en Brasil, al poco tiempo recibió una carta que Manuel le contaba que iría a Chile donde trabajar en las salinas de Iquique era considerado el oro blanco, se comentaba que se podía salir rico de allí en poco tiempo. Antonio le contó que había conseguido trabajo en el ferrocarril, que no estaba tan mal.
Pasado un tiempo Antonio leyó las noticias de la matanza de más de dos mil obreros de las salinas en la escuela Santa María de Iquique, que estaban marchando y protestando para que les considerasen el cien por ciento de los cheques pagarés, que ya eran miserables, de los cuales además cobraban solo el sesenta por ciento.
Los patrones se cansaron de la protesta y decidieron dar un escarmiento para futuros atrevidos, pusieron una tropa de ametralladoras y cañones, al mando del general Roberto Silva Renard, con la orden de disparar a todos los manifestantes, mataron hombres, mujeres, niños, bebés, más de dos mil personas.
Antonio comunicó a sus empleadores que se iría a Chile para aclarar sus sospechas sobre que le había ocurrido a su hermano al no recibir ninguna carta suya. Y en efecto al llegar a Iquique supo que su querido e inseparable medio hermano Manuel Vaca estaba entre los asesinados. Comenzó a urdir una venganza.
Tras saber que el general estaba destinado en Santiago de Chile dirigiendo una fábrica de municiones, se dirigió hacia allá y estudió sus movimientos. Una tarde que el general caminaba tranquilamente por la acera que llevaba a la fábrica, regresando de un almuerzo, Antonio saltó por detrás, tomándolo por el cuello le acercó un pañuelo empapado en somníferos que consiguieron adormecer a Roberto Silva, entonces Antonio, raudo antes de que la gente se aproximase, lo introdujo en la parte trasera de una carreta, le cubrió la cabeza con un bolsa de arpillera, ató sus manos y pies con una cuerda y se dirigió al almacén abandonado donde ya había acondicionado una esquina del sótano par5a alojar al asesino de su hermano junto a otras dos mil personas.
Durante semanas lo mantuvo con agua, pan y carne cocida con verduras, sin responder a ninguna de las interrogantes y súplicas del reo. Una mañana se sentó frente al general en un pequeño banco de tres patas de los que se usan para ordeñar, y habló por primera vez
-Soy hermano de uno de los que mataste en Iquique. En estos tres años ¿cuantas veces has pensado en las vidas que segaste aquel día?
El general balbuceó, no atinó a articular una respuesta coherente aquella mañana. Pero al día siguiente cuando Antonio regresó con la intención de hablar, el general se sinceró y dijo que si bien le asaltaban las imágenes de aquel día, como el Ejército lo había premiado con el puesto en la fábrica, no le daba el matiz trágico, solo perturbable. Antonio le preguntó por los niños ametrallados, el general se hundió en el silencio.
Así pasó un día tras otro, hasat que el general se desplomó en un llanto en que mezclaba el temor por su vida y un atisbo de remordimiento, ante la toma de conciencia de que aquello no tenía posibilidad de redención. Una semanasa más tarde Antonio emprendió un viaje en diligencia desde Santiago a Iquique con el general detrás, amordazado y bien atado, a quien alimentaba en las noches en algún sitio seguro. Una vez arribados a la escuela Santa María de Iquique, esperó a la madrugada, bajó al general del carruaje, lo llevó hasta el lugar donde cayeron masacrados los dos mil obreros, le quitó la venda de los ojos y la mordaza, lo primero que vio el general, es que estaba rodeado de decenas de personas, y detrás de ellas había otras decenas, su mirada era de asombro pero la expresión de su rostro y sus hombros era de derrota.
-Todas estas personas, al igual que yo, son familiares de los asesinados por usted, hay hermanos, padres, hijos, esposas, incluso hay sobrevivientes entre ellos. Este revólver de seis balas se lo entrego para que usted decida con total libertad a quien más le toca morir, nadie se moverá de su sitio.
El general tomó el arma con las manos ya desatadas, arrodillado en el centro, oliendo la humedad de la tierra que tres años atrás fuese el fondo de un río de sangre, colocó el cañón del arma en el cielo de su boca y accionó el gatillo causando un fiuerte estruendo y dispersando parte de sus sesos mezclados con trozos de hueso parietal por la tierra ya seca.
Eso habría sido un final posible, pero lo que en verdad tuvo lugar aquel 14 de diciembre de 1914, fue diferente, el general no llegó a perturbarse por la perversión de su acto, pero de todos modos se consumó la justicia. Antonio esperó a que Silva regresase a la fábrica y mientras caminaba pr la acera saltó sobre sus hombros clavando una daga de acero en el costado derecho de su cuello, lo escuchó chillar, sintió como se le aflojaron las piernas y de inmediato lo giró para propinarle otra puñalada que decretó la invalidez de por vida del asesino, no sin antes gemir y lloriquear por su vida, inundando el ambiente de un olor nauseabundo proveniente de la materia que sus esfínteres ya flojos, no pudieron contener. Antonio permaneció unos segundos mirando al general retorciendose en al suelo, y cuando la gente comenzó a amontonarse alrededor, salió corriendo. Pensó en su hermano pero en esa ocasión, sin pena ni rabia, con una sonrisa dibujada en su cara, la misma que tenía cuando los agentes le detuvieron al no conseguir envenenarse con la poción que bebió en aquel instante, idéntico semblante que usó su defensa en el juicio para aducir una enfermedad mental heredada de su padre, excusa que Antonio aceptó para intentar evitar la mayor porción de castigo posible, pero sabiendo que no, que era, como con en el justiciero de Olot, como Gabor a la salida de una comisaría en San Telmo y como la venganza de Bruno en Catania, un granito de justicia en un mundo inundado por cataratas de abusos.
Antonio recibió un calvario de reprimendas, desde los planazos de sables desde su detención hasta el trato vejatorio durante sus años prisión, pero él sonrió hasta el día impreciso, desconocido, misterioso, de su fin.
Antonio, aun adolorido por los planazos de sable recibidos en su detención, sonrió cuando supo que el periódico obrero El Despertar de los Trabajadores de Iquique, reivindicó el atentado titulando el 16 de diciembre de 1914: «Se ha hecho la justicia del pueblo»,