Tenía seis años, había elegido un barco anclado en el Dock Sud de Buenos Aires, para participar del concurso de pintura de La Boca a la que me llevó mi tía Celia. El barco se movía pero logré pintarlo como si lo hubiese captado con una cámara, con un parpadeo prolongado.
El día de los premios me llevé el tercero, al ver el primero y el segundo me sentí tan frustrado que mi tía me preguntó que me ocurría, le dije que mi pintura era mucho más arriesgada y lograda que aquellas dos, entonces me dijo:
-Martín, no sientas lástima de vos mismo- y fue una de las frases que junto a un manojo de citas me han acompañado como muletas auxiliares a lo largo de la vida.
Celia es la hermana mayor de mi padre, ya que el mayor de todos, Ernesto, el ínclito personaje de la política, la mística y la leyenda, concluyó su circulo vital mucho antes que los hermanos.
Celia vivía hasta ayer, antes de la pnademia desatada en 2020. viajaba de un lado a otro, pintaba, impartía clases, armaba proyectos, tenía energía para protestar por toda injusticia que se cometía alrededor. Inagotable, pero sobre todo era la persona más coherente que conocí, en la realidad y la ficción.
Eran cinco hermanos, fueron criados por mis abuelos Ernesto y Celia, él un bon vivant, personaje pintoresco de Buenos Aires nacido con el siglo XX, emprendedor empedernido que no concluía ningún proyecto, le seducía más la fase creativa del sueño que su concreción, solidario con los exiliados republicanos españoles, y no obstante pertenecer a una familia tradicional de costumbres conservadoras, mostraba un cariño inusual en la época con sus hijos, a través de juegos, risas, charlas y debates, como más tarde lo hiciera con sus nietos, hombre pícaro, de recursos en la charla, seductor, hedonista a la manera que un caballero podía permitirse. Y mi abuela Celia, una mujer de una educación estricta, pero rica en virtudes, en colegios de monjas, a las que siempre recordó con afecto a pesar de su temprano ateísmo y feminismo militante, nadaba con notable estilo largas distancias, tenía una proverbial puntería en tiro con armas de fuego, y aunque no se salvaba de alguna frivolidad como ganar campeonatos de bridge, fue de las primeras damas argentinas en cabalgar con las piernas a ambos lados de la montura, en fumar, usar pantalones y cortarse el pelo a lo garçon, quien puso a mi tío Ernesto mucho antes de ser el “Che” a aprender francés a los dos años y a Celia a aprender inglés con una institutriz, y no les permitía abandonar las lecciones, lectora empedernida y fuente de la cual Ernestito extrajo la conclusión de que todo en la vida es lograble mediante la fuerza de voluntad.
Tía Celia tenía un año y medio menos que su hermano Ernesto, pasaron la niñez y juventud estrechamente unidos en juegos, deportes, Ernesto estudió medicina que era una carrera familiar, y Celia arquitectura como quería su padre que era ingeniero civil. Ambos recitaban a Machado y quizás por ello tomaron caminos distintos.
No habla en público y casi ni en privado de su hermano por temor a que sean utilizadas sus palabras, todavía ni siquiera ha podido mirar las fotos del cuerpo sin vida del Che en la infame escuelita boliviana. Para ella, él es el hermano mayor, el de las hazañas. Jamás obtuvo prebendas de su imagen sino que al contrario se ofreció para aportar conocimientos de arquitectura en una Cuba que se había quedado de repente vacía de profesionales. Visitó en la cárcel a mi viejo, otro fenomeno, al inicio de la dictadura y al final, cuando nadie progresista entraba a Argentina, salían o bien con la piernas raudas y ligeras sobre el suelo o tiesas hacia delante.
No sé si por haber sido un niño que prefería los rincones para expresarme con mayor libertad hablando conmigo mismo y mis duendes y fantasmas, porque me llevó al concurso de pintura, al estreno de Yellow Submarine, o porque yo admiraba su estilo entre hippie, feminista, desinhibido y su imagen me permitía liberarme a la atracción que sentía, con el toque del barniz edípico que le daba ese condimento hereje e irreverente que me cautivaba, o simplemente por los enigmas propios de cualquier tipo de afecto. A lo largo de los años seguí viendo a Celia de un modo u otro, siempre me enriquecí con sus historias, sus puntos de vista completamente disparatados y milimetricamente exactos a la vez, hemos seguido visitándonos con el océano mediante y le brindó su locura firme, su coherencia disparatada y su cariño, a mi retoño, y soy testigo de cómo, no sólo se puede vivir la vida entera amparado en la coherencia, sino que precisamente hace la vida más fácil de ser andada y entendida, aún cuando en apariencia presente mayores obstáculos, queda más llena de sentido y sobre todo del poder supremo que otorga ser consecuente y acreedor de una buena cuota de dignidad consensuada.
Hoy partió, discutiendo, peleando, con los fantasmas visibles y los palpables, con los presumibles y los agazapados, se fue para descansar pero seguro que ya también está extrañando sus libros, sus investigaciones, su lápiz y sus pinceles. No importa tía, del lado de allá se pinta con soplidos.
Cuando me preguntan cómo sería el Che si estuviese vivo, abstracción en la cual caben dos posibilidades, una, que permaneciese con la edad del héroe de los afiches, y la otra, tan abstracta pero más imaginable, que cargase con sus correspondientes ochenta y nueve años, no tengo dudas, si a lo largo de la vida Ernesto hubiese logrado mantener su coherencia, su valor y su capacidad para romper convencionalismos, sería como tía Celia.
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