Dislexia vertical
Me quedé ciertamente impresionado con lo que le ocurrió al hermano de una amiga estando de visita en su casa, es un tanto hipocondríaco y toma unos cuantos medicamentos por prescripción médica permanente, y otros circunstanciales cada vez que se convence de que esa sorpresiva molestia repentina, es el presagio de un final inexorable.
Resulta que le recetaron unos supositorios para destrabar la retaguardia y los confundió con la cápsula matutina que toma para el asma, de modo que la cápsula la introdujo en el innombrable y el supositorio lo envió garganta abajo con un vaso de agua junto a las otras pastillas.
Al cabo de dos horas no podía parar de devolver el desayuno, las pastillas, la cena y lo que había comido durante la semana, y por los bajos, le sobrevino una secuencia de novedosos suspiros y soplidos harto refrescantes, no obstante la innegable naturaleza extravagante de tal hiperventilación.
Su hermana, solícita pero firme como pañuelo de estatua, lo invitó a pernoctar en el garaje por el espacio de tiempo que persistiesen los efectos de tal disléxico desliz.
Moscardó
Ayer introduje el dedo índice en la nariz y ya de entrada, el espacio que existe entre la uña y la piel, esa muesca, esa pequeña hendidura, albergó el contorno de una de esas pequeñas costras, que recién empezaba a formarse, a juzgar por su tacto entre calcáreo y esponjoso, entre rugoso y crocante. El dedo le transmitió al cerebro la sensación de la cercanía de uno de los placeres más plenos a la vez que más flagelados y ocultos: el trayecto de nuestra para-entraña viscosa hacia el exterior del naso, con el fin de atizarle una mordida suave, catapultarla una vez redondeada o bien adherirla en alguna umbría concavidad.
La amenaza de la asfixia por aplastamiento lento, hasta que desprende el tacto y para algunos el sabor, que colma de gozo el acto, que revienta la base de todos los sentidos en la más auténtica soledad, que ya extasiados, rendidos, perdidos de gusto, se toman un receso de la vigilia; la razón se permite un lapsus en forma de siesta.
Y sí, llegué al borde de esa costra divina, estaba dentro del automóvil detenido en un semáforo en rojo, miré hacia un lado y hacia otro y al sentirme en intimidad, comencé a desprenderla de las paredes de la napia con la delectación de Camille Claudel sobre sus obras de mármol, y cuando esperaba poder llevarme el trofeo fuera de aquella oquedad, noté que no era posible, que la mucosidad en todo su volumen se resistía a abandonar la seguridad del hogar, su sitio de confort, y que sólo rompiendo el encanto y tirando con brusquedad, casi salvajemente de su humanidad apegada al interior de mi ser, conseguiría desprenderlo, desarraigarlo de su raíz, de su identidad y sus afectos, entonces acudieron a mi memoria las imágenes de las veces, muchas, decenas, cientos, miles de "moquicidios" perpetrados en parques, caminatas o pupitres, en la más absoluta impunidad y desprecio por la vida. Sentimientos tan cercanos como ajenos.
El semáforo cambió de luz, puse primera y me inundaron los recuerdos de los primeros años de exilio, el cambio de aires, de lenguaje, de escuela, de casa y hasta de familia, pensé en las veces que mandamos a un parque en vuelo elíptico a la gentil criatura nasal, tras haber sido amasada y redondeada, o a la base del pupitre a compartir suerte y desgracia con suelas y chicles escolares, e incluso cuando su destino es el esófago donde las humedades espesas son bienvenidas, reparé en la pena, el drama del desarraigo y la eterna búsqueda de un lugar en su nuevo mundo, hermanado con aquel niño desorientado.
Acaso por ello la crueldad parezca menos mezquina.
Ya no más dedos furtivos, ni siquiera aquellos pañuelos acartonados de cuando era chico, no más esos fuertes y secos soplidos liberadores henchidos de insensibilidad y egoísmo hedonista. Al fin, aunque llegado de otro modo al previsto, se hizo carne en mi el mensaje que mi abuela Elena repetía con insistencia: "Martín ¡la nariz!"
Prendase la luz que se encienda en el semáforo que sea y haya el resfrío que se tercie acumulado en mi naso, manifiesto que: la piedad también nos hará libres ¡Larga vida al Moscardó!
(Más perdió Joachim Löw)
Escatológica Lechuga Be bop
Días atrás un amigo del barrio de mi hijo menor, le obsequió, procedente de un huerto barrial, una lechuga a medio crecer. Se la dio con las raíces al aire, fláccida, condenada a perder todo su verdor en unas pocas horas.
Él llegó a casa la puso en una maceta, le colocó buena tierra, la regó, lo felicité diciéndole que al menos le estaba dando una muerte digna. Al día siguiente la lechuga continuaba verde y al parecer , viva. A los tres días, la propia planta se había encargado de descartar las hojas que no podría volver a levantar, y en su lugar empinaba otros jóvenes brotes hacia el sol, dándonos una lección acerca del poder de la clorofila y la fotosíntesis, o sobre la confianza y la convicción en el cariño y el cuidado, que los adultos hemos ido dejando en el mismo baúl de recuerdos olvidados, en cuyo fondo quizás encontremos al osito Cocó, o al diente de leche por el que ya recibimos la correspondiente indemnización.
La lechuga fue creciendo de tal manera, que en un momento y como visible causa de su agradecimiento por la actitud de mi hijo, comenzó a cantar canciones que contenían la palabra "amigo". De este modo hizo un recorrido por un catálogo de temas populares famosos y otros quizás no tanto para seres del mundo animal. Entre las conocidas cantó: Quiero tener un millón de amigos, de Roberto Carlos; With a Little help from my friends, de los Beatles, cosa que entusiasmó mucho a mi hijo que es un fan declarado del cuarteto de Liverpool.
También cantó : ."..barquito de papel mi amigo fiel/ llévame a navegar por el ancho mar/ quiero conocer a niños de aquí y de allá...", melodía que yo no escuchaba desde que había vivido en Cuba, y me dejó impresionado con su cultura general.
Mi hijo me dijo: - Papá tengo que hacer algo más por esta lechuga. Si dice que quiere ir al mar la llevaré al mar. Es encantadora.
Y así fue que lo llevé junto a su amigo del barrio a que le diesen un paseo en el yate del príncipe Guillermo antes de que se casase, por el mar Mediterráneo. El mayordomo del príncipe, tan inglés, respondió a mi pedido con un afirmativo: Of course. Y con el torso firme, se llevó a los chicos y su querida hortaliza a un paseo que duraría medio día.
Cuando estaban en una zona profunda mi hijo sacó la lechuga por la borda para enseñarle la transparencia del agua, y un súbito golpe de timón a causa de una ola de babor, hizo que perdiese el equilibrio y la lechuga se cayera por la borda, lanzando primero gritos de auxilio, y luego improperios, acusando a mi hijo y a su amigo de traidores, de haberla alimentado para luego permitir que se ahogase en aquella inmensidad, en aquel desierto de verduras. A mi hijo y a su amigo se les aguaron los ojos, pero intuían que arrojarse al agua habría sido una temeridad.
Una vez que la lechuga llegó al fondo del mar, pensó que no estaba todo acabado al ver las algas, se hizo a la idea de vivir como una de ellas, y hasta le causó emoción el hecho de pensar que sería mecida por las olas y acariciada por los pececillos de colores. Le entristeció el hecho de no poder cantar bajo el agua - Pero no se puede tener todo- se dijo a si misma y de alguna manera se sintió reconfortada.
Después de andar por varias profundidades encontró el Octoposus garden, del que hablaba Ringo Starr en sus canciones, y que la lechuga, de amplísimas nociones musicales, conocía tan bien. Le pidió permiso al pulpo para establecerse, y después de enternecerlo con su historia, no solo logró que el pulpo la aceptase sino que le concediese un privilegiado lugar, cerca de Bob esponja y compañía.
Mi hijo y su amigo decidieron lanzarse al agua tras evaluar los riesgos y los esfuerzos que habían realizado para ser tenidos en cuenta como niños adorables. Al príncipe Guillermo de Inglaterra le faltaban aún unos días para casarse, pero el mayordomo Perkins debía estar listo, y fue tan tajante como delicado en sus expresiones, les dijo:
- Chicos, puntualidad británica, por favor, si no están aquí mañana en la mañana me veré obligado a zarpar sin vuestra presencia- Y se lanzaron al agua con aqualungs para tres días.
No hizo falta agotar la paciencia del buen sirviente real, ya que a la caída del sol los dos niños encontraron el Octoposus garden, y como mi hijo es un fan irredento de los Beatles, le agarró la botella de aire comprimido a su amigo y le hizo señas para detenerse allí unos instantes. Una vez que entraron y hablaron con el pez administrador, un pez con una nariz puntiaguda como el baterista de la banda, y una vez que se sacaron unas fotos, los dos niños vieron al mismo tiempo, detrás de Bob el esponja, a una lechuga idéntica a la que andaban buscando, pero pensaron que no sería aquella, ya que en el jardín del pulpo solo debía haber algas.
Pidieron permiso para restaurar fuerzas comiendo un poco de la lechuga, y cada uno se zampó una mitad.
Mientras tanto, la lechuga gritaba e imploraba por su vida, por su integridad, cantaba con cierto desespero las mismas canciones que había entonado en mi pequeño jardín trasero, pero ya atravesando el esófago de esos dos malditos traidores, sin demasiadas esperanzas de ser escuchada ni oída.
Una vez en casa, el pichón aún seguía sintiendo cierta tristeza. Pero había algo que estos chicos y yo aún desconocíamos.
A los dos días de ser engullida la lechuga regresó al agua, aunque esta vez mediante el W,C., se vio repentinamente liberada de un ámbito cerrado y oscuro que le estaba produciendo una aungustiante claustrofobia. Una vez en las cloacas, tuvo oportunidad de echar de menos las claras aguas del mediterráneo, incluso ese sobrecargado sabor a sal. -Oh que espanto- se dijo- he perdido todo mi verdor-
La lechuga como los demás alimentos que vagaban por aquellas cañerías había mutado y su estado era compacto pero no rígido. Pensó que la única manera de recobrar algo de su identidad era encontrando a un semejante que procediese también de la huerta, para continuar viaje a lo desconocido con él. De modo que comenzó a preguntar a todo transeúnte en la cloaca,
_ Perdón, me puedes decir que eras tú antes?-
_ Yo era dos perritos calientes con mucho chucrut- le dijo el primero.
Y así se fue encontrando con compactos boñigos, conformados unos de pescados, otros de carnes variadas con sus guarniciones, otros por huevos fritos, hasta se encontró una ensalada, pero su decepción fue grande cunado supo que en ella había también zanahoria, todos aquellos carotenos juntos era algo que no podía soportar.
Hasta que, no sin aliento, pero con mucho menos fuelle, le preguntó a otro sorete por su procedencia y este le dijo que había sido una lechuga. Se alegraron tanto de haberse conocido que partieron juntos en ese frenético viaje hacia la desembocadura en algún vertedero.
Por la noche en un merecido descanso, le contó nuestra desmejorada verdura a su nuevo compañero, que otrora fuera una recuperada lechuga, que había sido arrojada al mar, por dos niños de los cuales uno había sido su amigo antes de traicionarla y zampársela luego de darle caza vestido de buzo en el fondo del océano, el otro boñigo no pudo creer lo que oía, y exclamó:
- ¡Mi media naranja!. Yo soy la otra mitad, que quedé atrapada en el estómago del amigo de nuestro salvador asesino.
Entonces se dieron un abrazo tal que quedaron nuevamente fusionadas, lograron recuperar por una vez más la ilusión de la vida, y en esta ocasión se convirtieron en un temible sorete de dimensiones que infundían respeto a su entorno.
Al poco tiempo de andar con su nuevo aspecto, se dio cuenta que si bien frente a un espejo sus opciones de sentir vanidad sufrirían cierta merma, también era cierto que nadie desearía comerla, tocarla, ni molestarla en lo más mínimo.
Según Platón, todas las partes del universo se mantienen unidas por amor compasivo, se dijeron uno a otra y viceversa.
Pero una semilla de aquél enérgico vegetal volvió a echar raíces en la misma maceta en que mi hijo la colocó en un inicio; durante el invierno y a la intemperie crecieron nuevas hojas rozagantes.
No cesa en brindarnos sorpresas nuestra adorable lechuga Be Bop.