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17 diciembre 2022 6 17 /12 /diciembre /2022 23:31

Había un bar en el Vedado, Rampa abajo que se llamaba La zorra y el cuervo. Después que me botaron de Cuba, La zorra y el cuervo se convirtió en un templo del jazz, tocó incluso uno de los hermanos Marsalis, no recuerdo si Branford o Wynton. pero antes de ese tiempo de brillo internacional, era un bar de esos oscuros escaleras abajo, con tenues luces, música en volumen alto y mucha apretadera y singadera en las sillas y asientos desvencijados bajo la penumbra. La peste a fana lo acreditaba, pero si se estaba dispuesto a saltarse un pelín la higiene pequeño burguesa, podía ser sumamente estimulante.

No es que fuese habitual de ese tipo de bar, en la Rampa había restaurantes y bares bajo tierra, algunos finos y otros no tanto, uno muy lindo era en la Casa de Checoslovaquia, que se llamaba Praga, y se comía comida checa, estaba muy bien, y el otro era un bareto aun más sórdido que la Zorra y el cuervo. El Tikoa, detrás de la parada de la guagua. En ese antro directamente el camarero atendía con linterna, no había otra manera de no que no terminase estampado contra una pared o sobre una parejita metiendo fuerte en el sofá, pudiendo llegar a confundir el accidente con otras intenciones. El jamoneo en esos bares, como el facho de curda, podía oficiar de propina atractiva. En el Tikoa, la peste a meado era comparable a la de los ya resecos lechazos. Por doquier se elevaba un tufillo, pero también por todos lados abundaban culitos enfundados en zayitas apretaditas o pantaloncitos de láster, que marcaban bollitos abultados, a lo que en realidad deben su mote de "bollo" las vulvas cubanas.

Así que una de cal y otra de arena.

Uno de esos días en que los morenos de Centro Habana o Carlitos me había encargado una pequeña compra, que colecté una discreta suma de estilla, decidimos ir con mi panga a vacilar por esos bares de mala muerte donde el baro podía cundir más que en el Turquino, menos que comprar unos pomos y escurrirlos en el malecón o en la plaza de 21, pero con el aliciente de materiales pret a porter.

Apenas entré, una mulatica divina estaba bajo el haz de luz endeble de uno de los pocos focos encendidos allí abajo, iba con una blanquita de bajichupa. Yo le entré a la diosa del café con leche, y mi socio a la blanca pandillera. Tal y como presentí, la blanquita era candela. La mulatica no se quedaba atrás pero es como si estuviese aprendiendo. Nos comentaron rápidamente que estaban "trabajando", me llamó la atención porque en aquel entonces no había jineterismo, alguna puta vieja en la ostionera de Infanta, alguna en Jesús María en la ronera, y las de los Cabarets, pero tan jovencitas y bien parecidas no era común.

Bauticé el Tikoa aquel, nunca había echado un amistoso allí, pero preferí de pie y que mi damisela se agarrase del respaldo del sofá, porque el vinilo de ese asiento era un singao chicle de pegajoso que estaba. Y una cosa era sentarse en pantalones, y otro era apoyar la suave piel de las asentaderas en aquellas superpuestas y endurecidas capas de cremita de leche sin azúcar.

El brother clavó en otro sofá, al rato nos juntamos en una mesita más decente y terminamos de tomarnos la botella que se había llevado la mitad de la ganancia del bisne.

Cuando acabamos el pomo, decidimos ir a a ver a Bobby Carcassés, que cantaba jazz haciendo scat como Jelly Roll Morton o Sachtmo, entiéndase, no igual que ellos, sino ese sonido que ellos hacían con la voz, en otro bar de El Vedado, el Karachi que estaba en la calle K, bajando desde la embajada de la India, no era el Maxim donde años más tarde cantó de forma habitual el bueno de Bobby.

En el Karachi el ambiente era más fino, la luz perfecta para un club nocturno, las mesas limpias, pedimos otro pomo de ron y refrescos, Carcassés bordó la noche. Cuando metí la mano en el bolsillo quedaban casi los pesos justos para el rifle y poquito más, así que les dije como debíamos proceder. Salír las chicas primero, después mi ambia, abriendo un patín hasta el Pío Pío de L, y yo iría detrás pisándoles los talones, cosa que se produjo de manera casi literal porque en cuanto me dirigí a la  puerta de salida, vino corriendo el camarero que ya se había percatado de la jugada. La mezcla de risas y paso apretado no es la mejor combinación pero era difícil parar de reír y parar de correr habría sido un suicidio.

Tomamos un taxi con el dinero del pomo y los refrescos y fuimos a 1ª y 16. mi madre tenía llaves del apartamento de enfrente al mío, que daba al mar desde un segundo piso, una estampa de postal. Ahí dejé a mi amigo en un cuarto con la mulatica y yo me fui con la blanquita riquísima de “aquí la pinga para cualquiera", así todos comíamos de cada plato un poco.

Al otro día por la noche, tomando unos tragos en Siete Mares, le dije a mi socio:

-Brother, la mulatica era lindísima pero tenía la regla. me lo dijo cuando fui a mamarle el bollo en el Tikoa.

-¡Coño, singao, me la diste con la puñalá y no me dijiste nada! ¿pero bajaste?

Cambiamos de tema cuando apareció Alberto el cojo, un viejo rey de los curdas y monarca de los “macetas”. Imposible de igualar.

 

Bizarro II -Tikoa
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16 diciembre 2022 5 16 /12 /diciembre /2022 23:33

 

Estaba con un amigo del que obviaré el nombre para no embarcarlo, pero todo aquel que me conoce de esa época, de antes y de después sabrá de quien hablo. Habíamos hecho unas compras para los morenos de Centro Habana y nos quedaron cuatro pitusas en pago, se los llevamos a Terely que ya los tenía encargados, ciento cuarenta pesos cada uno, más de quinientas cabillas eso era un pastón en aquella época, me lo trajo a casa, le quise pagar como siempre una parte y no quiso como siempre también. Le dimos las gracias a Terely y nos fuimos a curdar tragos preparados al salón Elegante del Hotel Riviera. Algo que nunca hacíamos pero decidimos probar todos los tragos de la carta, tocaba Felipe Dulzaides, el Elegante estaba más elegante que nunca. Ese hotel lo había construido Meyer Lansky, la mejor piscina, los restaurantes los salones de música, el lobby, las habitaciones, todo era un verdadero lujo judeo mafioso. Generalemente íbamos allí con novias, amigas o materiales, pero ese día tocaba una descarga de amigos.

En medio de la curdadera hicimos una apuesta, habían reformado la tienda del Hotel nacional, y mi ambia decía que estaba de un lado y yo que estaba del otro, antes de terminar con los tragos de la carta tomamos un taxi (o taisi) que nos dejó al pie de la escalera de la puerta del Nacional Atravesamos el lobby hacia la derecha y ahí se decidía quien ganaba la apuesta. De todos modos estuviese donde estuviese, a esa hora ya estaría cerrada la tienda. En efecto estaba donde decía mi amigo, perdí la apuesta y me tocaba pagar toda la curda que quedaba por cargar.

Nos metimos en la barcito con piano, donde una vez cantó Juana Bacallao con Fito Páez al piano, ella hacía un show cerca, en el Capri y algunas noches seguía la curda en ese coqueto barcito. Había una dama de pechuga exuberante en una banqueta de la barra del bar.

Me dirigí a la dama tras ordenar unas líneas de ron y empecé a dispararle con el vaso del éxito a medio llenar. Mi amigo me tomó el relevo y la voluptuosa feligresa de medianoche empezó a aflojar, nos pusimos uno a cada lado, por suerte las sirenas tienen dos tetas. Como dice la canción, estábamos felices los cuatro, porque el barman no paraba de mirar.

Tras un episodio de los que nunca nos podían fallar, una discusión con los guardas de seguridad al cerrar el bar, decidimos en conjunto ir al Castillo de los Tres Reyes del Morro. Caminamos por dentro de la maravilla arquitectónica que desde hacía siglos velaba por el buen sueño y la seguridad de los habaneros, aunque también fue cárcel de otros y llegamos a un descampado con muros y un aire divino con trazas de olor a mar. Habíamos acordado singar a la luz de la luna, primero le tocaba a mi amigo por una razón de peso, el brother y la dama decidieron gastar su moneda dándole al biberón. Entonces yo aproveché y le di biela manivela por detrás. La luna en efecto brilló más sobre las crestas afiladas de las olas que se divisaban a lo lejos desde lo alto. Cuando todos hubimos sosegado los contorneos, calmado la agitación de las respiraciones y expresado cada uno en su jerga "ñó, que rico estuvo eso" yo volví a envolver mi rabo con una media y a mientras me subía el calzoncillo, la señora mayor preguntó "¿Y eso por qué es?"

-Ná' es que tengo tremenda gonorrea- dije y nos partimos de risa en lo que la mujer enfurecida recordando la existencia de toda mi familia, metió la mano en cartera jurando que pagaríamos por ello, y cuando vimos el revólver pequeño pero presumiblemente cargado que sacó, nos desprendimos a correr como dos guepardos por la sabana, pero en cuesta abajo hacia el túnel mientras la luz de la luna parecía desprender chispas al compás de los disparos de la lujuriosa y bien apertrechada estrella de un refinado Honky Tonk en el lobby del Nacional y marquesa del duro frío. nunca supimos si tiró al aire o sus balas buscaban nuestros culos disparados hacia otra aventura habanera.

Pero, mientras que toda sus vidas estos amigos recordaban esta anécdota como si los cabrones fuesen ellos, la verdad de la milanesa es que una abusadora se estaba beneficiando a dos veinteañeros a los que doblaba en edad y por ende, a quienes en todo caso debía aconsejar y proteger, incluso se permitió disparar un arma de fuego contra los también, nadie lo niega, y gracias a Babalú, retozadores muchachos, ya fuese para herirlos o para asustarlos hasta la cagazón.
Eriza la piel solo imaginar como sería considerado este cuento con los géneros intercambiados, y ni mencionar como sería juzgado hoy el “viejete” tras gozar a las dos muchachitas a la intemperie en el Morro y cazándolas luego a balazos como a conejos camperos.

Bizarro
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15 diciembre 2022 4 15 /12 /diciembre /2022 03:57

En España, antes de flotar a merced de mi suerte, trabajé en distintas empresas, cada vez que se acerca el fin de año, hay alicientes para cualquier trabajador de cualquier rublo, cada uno valorará más el que mejor le parezca, yo los ubico en este orden aunque no por importancia; la paga doble, no está nada mal recibir dos veces lo acostumbrado, más aún si uno no tiene la tradición de gastárselo todo en mariscos y jamones para una sola cena. Luego están los días de asueto, que van desde el mínimo, dos en navidad, dos en año nuevo y dos en Reyes magos, al máximo, desde el 22 de Diciembre al 8 de enero, pasando por la media, que es desde el 24 de diciembre al dos de enero y luego dos días de Reyes. Disfrutaba como un enano pensando en tantos días para curdar, rascarme el ombligo o viajar con la familia. La tercera es algo que toda empresa que se precie debe tener a bien cumplimentar de la mejor manera posible. Cesta de navidad, una caja, que según la empresa puede ir desde un par de botellas de vinos y cava con turrones, mazapanes y algún embutido incluso un sobre de jamón, a una caja con una pierna del pobre porky pig ya salado, varias botellas y demás exquisiteces. Y sobre todo junto a esto, la cena de Navidad.

La cena de navidad no es la más importante, la que más ensoñaciones despierta en la muchedumbre empleada, sin embargo una vez allí, sí es de lo que más se disfruta. Empresa que se precie, siempre según su envergadura, lleva a sus fieles al mejor sitio posible, y además de ofrecerles el mejor banquete posible regado de todo el vino que los buches puedan tragar, una vez concluido el empacho, paga la primera copa en un garito de la ciudad. Me han tocado todo tipo de cestas aunque la mejor era siempre la de Pat con esa paleta o ese jamón que duraba en la mesada de la cocina lo mismo que un pedo en un canasto, y he disfrutado de diversos tipos de cenas, más o menos suntuosas no determinan la intensidad del buen rato, algunas veces las más humildes son más divertidas o "licenciosas". Porque la cena de navidad era el día que se puede llegar a rozar el pezón de una considerable pieza del trabajo, o el día que la jefa se suelta y concede un baile con machete arrimado. Los más suertudos terminan emparedados, pero no siempre es lo más recomendable para el discurrir del resto del año.

Una vez nos tocó en un restaurante en Huertas, detrás de plaza Santana, un argentino de carnes asadas regadas con vinos de Rioja y Ribera del Duero. Comimos unos chuletones que no se hacen en Argentina, típicos españoles, exquisitos, quien quiso le dio al cordero o al cerdo, vino tinto, blanco y rosado, cava, postres de gourmet y espirituosos, antes de salir de ahí bolingas arreglé un aumento de sueldo, luego nos metimos en una garito de copas, mi sensación de festejo era total, el pecho henchido y las pupilas afiladas, la empresa pagaba la primera, el pedo fue astronómico, pero el Hotel que nos habían reservado estaba a la vuelta de la esquina. Era un hotel de cuatro estrellas en Cuzco, enfrente de Bernabeu. La contracara fue otra vez trabajando para France Telecom, que la comida era de picada en un banquete de variadas delicatesen exquisitas de las que uno iba sirviéndose según la angurria. Estaban los que vaciaban las bandejas de langostinos, los que arrasaban con las alitas, los que se abonaban al jamón y al queso. El vino y el cava estaba por toda la enrome carpa situada en la Casa de campo de Madrid, al lado del zoológico y en medio de la zona de trabajo de las churris con y sin pito, que a partir de la medianoche poblaban las callejuelas entre pinos ofreciendo sus movidas y lamidas. Dejé mi coche rojo, flamante, pequeño pero matón, en un descampado que estaba en diagonal, doblando a la izquierda y luego a la derecha, donde también otros compañeros lo aparcaron. Después de la comida hubo baile, ron, cola, mareo, curda y atrás de todo ¡a encontrar el tutú!. Suerte que era rojo brillante, pero ninguna churri ni churro podía decirme desde el alto de sus tacones, donde estaba, hasta que al cabo de no sé cuantas vueltas de cabeza lo encontré. Me acosté un rato en los asientos azules, hasta que decidí que era hora de encender el motor y tomar vía. Nunca antes ni después manejé tan borracho a punto tantas veces de chocar a uno de los también llaneros solitarios que a esas horas surcaban la M-40, tres veces pasé por delante de la salida a casa antes de por fin tomarla y llegar al parking de mi apartamento moderno, con cancha de squash y piscina climatizada, con bebé y esposa durmiendo y caí sobre el sofá odiando aquella cena de navidad.

A menudo apareció durante una época en mis sueños aquel suplicio dando vueltas por la M-40 sin encontrar la salida, con tétricos finales creativos adecuados a la pesadilla.

Una vez fue carne argentina y la otra fue de la telefónica francesa, como la final del domingo próximo.

Un amigo que solía montar distintas empresas me dijo una vez que, entre paga doble, días de asueto, cena de navidad y cesta, el empresario español prefería tener diez hijos bobos a que llegase el mes de diciembre

Porky pig en una cesta

Porky pig en una cesta

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14 diciembre 2022 3 14 /12 /diciembre /2022 12:40

Desde los diez a los veintidós años me crié en Cuba. Nunca vi un solo chamaco con un balón en los pies, y sí a todos con guantes y pelotas de goma o o poly jugando un pisicorre o al duro. Una vez fui al Pedro Marrero para saciar mi nostalgia futbolera, pero me espectáculo de patadas en los tobillos me bastó y sirvió para olvidar el pasado, al menos mientras siguiese en Cuba, y empecé a jugar voleibol, porque la verdad es que el béisbol así como el fútbol, para jugarlo más o menos bien hay que mamarlo desde muy pequeñito. Con doce años si te viene un roletazo chapeando bajito o una línea por primera o por el montículo, no le metes la mano por segunda vez, porque la primera que se la metiste, lo más seguro es qu ee te haya casi partido la quijada. Y en fútbol a los doce años no aprendes ni a tocarla.

Por eso me llama la atención tantos cubanos hoy absolutamente hooligans de fútbol, sin entender nada en la práctica, pero acaso sí en la teoría, tanto los de dentro de la isla como los de fuera. Al principio pensé que era uno de esos resortes que provocó la guajirización y cerrazón de la Involución, que hicieron que todo lo de "afuera" sea mejor que lo cubano, hasta el punto que una niña bonita, se le llamaba "diploniña", haciendo alusión a las tiendas donde se vendías productos del capitalismo. Quizás haya algo de eso, pienso que sí porque es evidente que todo lo de afuera es codiciado, y puede ser que con el paso del tiempo se haya ido despreciando el beisbol a partir de ahora le diré la pelota, como se dice en Cuba, por dos razones, una porque perdió mucha calidad, y dos, porque es sinónimo de guajirismo, de chealdad, de zapatos Kiko, cigarros Populares, pasta de dientes Perla y sobre todo, como el boxeo, la bandera de la Involución. Matar al padre. Incluso en EEUU ocurre ya, que los cheos, los rednecks o afroamericanos anticuados de gorrita y barriga son los amantes de la pelota, los menos conservadores abrazan el soccer, y los del medio, modernos pero autóctonos, con el mayor de los sentidos comunes se bañan en su lago más cristalino y beben de su fuente más pura; el básquet.

Así que hoy pienso, que aun cuando en Cuba no tienen ni idea de impulsar una pelota si no es con un bate o en su defecto, con la mano, este fenómeno de opinar sobre el deporte más internacional, responde a un espíritu de modernidad, de actualidad, de integración al mundo. Claro, el cubano es numerista, y no quiere parecer que le gusta desde el otro día, entonces te hablan de su amor al fútbol desde Cruyff o Kempes, cuando en esa épocase  le llamaba balompié al fútbol, y la casi totalidad creía que Stallone era una estrella del balón. Numeristas.

Ahora todos, igual que fueron opositores o alzados en el Escambray y pasaron por los calabozos de Villa Marista, igual que no aceptaron ni un kilito de ayudas de los impuestos a los contribuyentes al llegar al Yuma, y trabajaron desde el primer día como se ven obligados a hacer los mejicanos, también todos jugaron al balompié, actual fútbol en la isla y veían los partidos de la gran Liga Cubana de fútbol por el canal seis o el dos en lugar de los discursos de Guarapo.

Un "Numerista" no es exactamente un mentiroso, numerista remite es más bien a un grado superior la elaboración de la fantasía, el numerista llega a la esquina donde están los socios del barrio haciendo media, y él siente la pulsión, la necesidad imperativa de subir la parada del último cuento, el numerista es capaz de tener un tío astronauta para discutir del espacio, es capaz de decirte como hizo Bill Gates para hacerse el más rico, el numerista no te va a permitir nunca atesorar una anécdota que sobresalga, él te la va a reducir a trizas con la épica que está por venir, en cuanto te dice:

-Ah, eso no es ná, el otro día yo.....

Ojo, no atribuyo esa fantasía de que Cuba era un país futbolero, a la voluntad del embuste, no, nada de eso, creo que se trata de una ficción muy poderosa con el fin de romper de modo abrupto con todo un pasado, a mi mismo me ocurre en otros terrenos, que hablo de ciertas comodidades de las que disfruto en España como si las hubiese tenido desde que nací, una ficción, es como las mujeres españolas que se tiñen casi todas de rubio, quieren negar sus raíces porque están relacionadas con pobreza, con menosprecio, y creo que el beisbol, para muchos cubanos de hoy, está relacionado en sus cabezas, en sus recuerdos con Guarapo esperando a la selección nacional al pie del avión para que le dediquen la medalla, como era obligado, al propio Guarapo en el Latinoamericano, entre eso y que incluso, ya en EEUU es cheo, es para los barrigones con gorrita. Ganas de entrar al mundo de hoy, basta de aislarse ni siquiera con la pelota estadounidense, que los aparta del resto del mundo.

Pero hasta ahí lo veo normal, bien, incluso saludable, lo que me asombra y es motivo de estudio es la suplantación de la realidad, aquí hay gente que me ha dicho que en todas las escuelas se jugaba fútbol, en los barrios nada de pisicorres, de pelota al duro, sino fútbol, una distorsión de la realidad, que si me despojo de esta mochila de prejuicios, de estructuras de pensamiento de vectores de la razón, podría encontrarla más poética que un rejunte de versos, más creativa que una obra futurista y más real maravilloso que todo el movimiento del boom latinoamericano.

Pedro Marrero, Principal estadio de "balompié" en La Habana

Pedro Marrero, Principal estadio de "balompié" en La Habana

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24 noviembre 2022 4 24 /11 /noviembre /2022 23:44

El primer coche con los ojos felinos, que vistos de noche desde el retroviso, esos faros parecen la facha de una pantera al acecho, siendo de tamaño pequeño sin embargo con un espacio delantero aparentemente amplio gracias al parabrisas combado. El volante era tan suave cuando lo saqué del concesionario Peugeot, que a los dos meses yendo por la A-2 de Madrid a Pepignan con parada en Sant Feliu de Guixols para visitar unos amigos, con el entusiasmo que deja la resaca de una buena curda el día anterior y la música de James Brown escapando de un casete por todo el habitáculo del coche, "gimme, gimme the thang" con tanta energía que desprendió un ambientador de aceite soportado por una pinza al aire acondicionado, cuando me agaché a recogerlo, ese volante súper suave, para mi tan acostumbrado al Ford de volante duro, empercudido, sin dirección asistida, recién aprehendida la botellita de ambientador escuché el famoso grito de ¡Cuidado! pero esta vez asistido por la razón ¿quién no lo escuchó? hasta James Brown se asustó, me iba contra la banquina de la izquierda, pegué un volantazo y comenzó el zig zag a ciento sesenta kilómetros por hora, antes del carnet por puntos, de la paranoia en los restaurantes y bares de carretera, cuando la carretera era un campo santo, zig zag de un lado a otro, la autopista llena de coches, y yo bailando el "crash", con que rompí la banquina y me metí en el espacio entre los dos sentidos de la autopista, empecé a dar vueltas en redondo como el reloj hasta que choqué con un bloque de concreto y empezamos a dar vueltas de campana, hoy recuerdo que ese mismo día recordé que cada segundo iba pensando "Oh, todavía no nos hemos matado". En la cabina había un cuchillo sin funda y una botella de whisky que dieron vueltas alrededor de nuestras dos cabezas sin rozarnos. También una manzana. El coche se detuvo con el techo en el suelo, quedamos boca abajo, yo me desperté de un desmayo de un segundo, quizás menos, moví las piernas los brazos miré a mi lado, ella estaba entera también, salí rápido, di la vuelta la saqué por la ventana que estaba abierta pero un poco astillada, se lastimó el brazo, yo me resentí el cuello, pero nada más, pararon muchas personas a ofrecernos ayuda, llegó la Guardia Civil, una ambulancia, un helicóptero, una mujer le ofrecía a ella sus chancletas porque ella se había obsesionado con entrar al coche boca abajo en medio de todo aquel follón a buscar la chancleta que le faltaba. ¡Son afortunados! eso decía el guardia civil, como cuando Slava se comió la banquina en Estonia y rebotamos hacia atrás a la carretera de milagro en vez de caer ladera abajo, unos italianos que pararon para ayudarnos, repetían ¡Sei fortunati!

Me pùsieron collarín, a ella la vendaron, nos levaron al Hospital de Zaragoza, el seguro previo a las crisis cubría todo sin preguntas, nos propusieron que decidiésemos si queríamos seguir a Francia o retornar a casa, preferimos lo segundo, sin coche de ojos felinos no tenía sentido, en casa tenía al gato Batmán capitán. Las vacaciones se detuvieron de repente, antes de seguir camino a casa en el taxi del seguro, pasamos por el taller donde habían dejado al coche hecho un acordeón, para recoger lo que precisásemos, ella entró, buscó y me gritó desde adentro, "la encontré" y salió victoriosa, con la mirada iluminada, triunfante, renacida, con su mano en alto blandiendo su chancleta.

Nos pagaron un arreglo que costó solo unas pesetas menos que el coche nuevo, y una indemnización. Además me tomé una baja por el collarín y el dolor de cuello, no disfruté de la muralla de Carcassone pero vi todos los capítulos de Cordell Walker, ranger de Texas.

Al mes nos trajeron el coche arreglado de Francia, y recorrimos toda España con él, y buena parte de Europa, pero nunca fue igual, sin embargo acaso por aquel palo le tomamos cariño como a uno más de la familia. Después nació Epsis, y cuando no paraba de berrear a las doce de la noche yo lo sacaba a dar un paseo en el pequeño auto rojo y de inmediato se dormía, pero en cuanto terminaba la vuelta y apagaba el motor, abría los ojos como almendras y volvía a la carga. Esos mismos ojos me miraron desde el asiento trasero durante años, hasta que aprendió a decir "ota, ota vez" cuando terminaba "Dirty deeds done dirt cheap" de AC/DC, y entonces, la ponía otra y otra y otra vez, él, chiquitín detrás con sus ojos almendrados como los faros del coche cantaba "onder ich" y movía la cabeza como yo o como Angus Young.

Veintiún años con el coche rojo, hoy cuando lo fui a dejar al desguace, para que lo diesen de baja y usasen las piezas que les viniesen bien a cambio de un par de morlacos, ínfimos, porque el pobre estaba hecho una penita, perdiendo aceite, calentando el motor, con más arañazos que un león con ganas de singar, pero con sus ojos intactos, que al mirarme cuando lo despedí en el portón del desguace dejándole las dos llaves al tipo del toromotor, hizo un cambio casi imperceptible en el color del faro izquierdo, lo que interpreté como un guiño, aunque bien pudo ser lo que ellos expelen en vez del liquido salado que se nos escapa a nosotros en las despedidas de seres muy queridos, de la misma o de cualquier otra especie.

 

Auto rojo

Auto rojo

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17 noviembre 2022 4 17 /11 /noviembre /2022 12:47

Mediaba el año 1974 en La Habana.

Yo vivía con mi madre y hermanos en el Habana Libre, pero ese día estábamos invitados a casa de un argentino residente en Miramar desde inicios de la revolución, Ernesto Mario Bravo, aquel estudiante torturado por el gobierno de Juan Domingo Perón por su afiliación al Partido Comunista, caso en que se concedió total impunidad a los torturadores. Bravo estaba casado con Estela Bravo una brava documentalista estadounidense, de Nueva York, hija de un sindicalista defensor de la España Republicana, que conoció a Ernesto en Europa con quien se casó estableciendo su hogar en la incipiente y prometedora revolución de los sueños.

Ernesto era químico, Estela artista pero ambos estaban unidos por una profunda conciencia social, intereses políticos e historia compartida desde distintas latitudes. tenían un par de hijas muy simpáticas, una ligeramente mayor que yo y otra que ya se distanciaba lo suficiente como para pertenecer a otra dimensión, en esa edad solo tres años pueden significar mayor diferencia que entre una persona de cincuenta y otra de treinta años, nosotros éramos niños y ella una señorita, probablemente ya con su primer menstruación, teticas salientes y chismes sobre muchachos. Entonces con la hija menor nos fuimos a jugar a los árboles de al lado del edificio de ellos que a mi edad parecía un bosquecito, en 5ª entre 8 y 10 apenas pasado el túnel, en Miramar, donde estaba el coqueto departamento de ellos. Mi madre y los anfitriones se quedaron charlando, tomando seguramente algo que tuviese ese mágico elixir cubano que recién iba descubriendo, con que eran agasajados sin complejo ni pudor en toda casa, desde la más revolucionaria y pulcra hasta la más jaranera: el ron.

Cuando regresamos habían llegado otros invitados, después de cenar algo los niños nos fuimos a dormir, en mi caso, hasta que fuese la hora de regresar al hotel . Unos años más tarde mi madre, cuando ya mi padre llevaba años trabado en una cárcel del sur del mundo, al sur de Argentina, más al sur que el infierno, me contó lo que yo a esa edad recién llegado a Cuba no tenía ni idea.

Los invitados que llegaron cuando estábamos jugando al escondido en el bosquecillo, eran Soledad Bravo, una cantante venezolana de origen español, Mercedes Sosa y Pablito Milanés. Cuando me lo contó me dio cosa no haber sabido en ese omento quienes eran esas tres figuras del canto, pero sentí, aunque fuese en carácter retroactivo una especie de relevancia aristocrática dentro del universo de la cultura, al haber compartido desde mis ronquidos una velada con semejantes monstruos de la queja armonizada. Mi vieja me contó que primero cantó Soledad y su voz era preciosa, luego Pablito, muy simpático según me dijo, cantó versos de protesta o de posicionamiento revolucionario con su voz de "Filin", una cosa diferente, peculiar, hasta que le tocó a la "Negra Sosa" que desde que pronunció la primera vocal estirada por esas prodigiosas cuerdas vocales bendecidas por la diosa Melpómene todos quedaron embrujados, y daba igual las letras, y daba igual la guitarra, que creo que la tocaba Pablito, todo, las paredes, el bosquecito, la avenida, el túnel y hasta mi sueño fueron invadidas y sazonadas por la voz de la voluminosa cantante folclórica argentina.

Aquel día además de mi vieja, Ernesto y Estela, también Milanés conoció a Mercedes Sosa y empezaron una larga amistad.

Hoy que Pablo Milanés está delicado de salud, recordé esta anécdota de como, con independencia de si es enmedio de un bombardeo o un acuerdo histórico, un niño está en otro mundo,  distinto del de una muchacha solo tres años mayor que él, de los cantos de sirena de una revolución involutiva e incluso, de las estrellas de la eternidad.

Principio del formulario

Final del formulari

Pablito Milanés y Mercedes Sosa

Pablito Milanés y Mercedes Sosa

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9 noviembre 2022 3 09 /11 /noviembre /2022 12:25

Así nomás, como son las cosas del campo, que diría Don Atahualpa, abordo esa mezcla de envidia o inquina con admiración que fluctúa en distintos puntos del orbe, hacia los argentinos. No es cosa de un solo país, ni solo de Latinoamérica, pasa en España, pasó en Italia excepto en este Mundial donde como quedaron fuera, guardan la bilis para otros menesteres, y hoy simpatizan con sus sudacas primos argentos.

Obviamente no es porque Argentina haya invadido países, ni conquistado continentes, ni siquiera mercados con sus productos, más allá del dulce de leche y algún cacho de carne que todos adoran deglutir a pesar de su picantísimo precio y de la moda vegana. El otro día encontré un producto que se publicitaba como “entrecot argentino vegetariano 100%"

Entonces ¿por qué es? El hecho de que los argentinos tengan el mandato nato de dedicarle prolongados espacios de tiempo a cultivarse, o aparentar haberlo hecho, en cánones y vectores euro centristas, francófilos en la clase media y anglófilos en la oligarquía, que arroja como resultado un pastiche donde se mezcla la cultura de la boleadora y el locro con la pizza, el rugby y Baudelaire ¿quién sabe que la Vauquita, esa deliciosa tableta de dulce de leche unió en su médula, la pasión que sentían por la afamada jalea Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares? cuando salen del país, les acompaña un halo de pretenciosos. En Buenos Aires es frecuente encontrarse con amigos en un café y hablar del último libro que se descubrió o de una exposición de arte que causó buen efecto. Existe un elemento que puede resultar aún más pedante para quienes no atesoran esa cultura en su bagaje: el psicoanálisis. Es una sociedad muy psicoanalizada, con el hándicap de suponer que ello convierte a cada individuo en una luminaria en las teorías freudianas y lacanianas, detalle que favorece la omnipresencia del “yo” el cual se aborda sin ningún remilgo. No como hace la gente de campo que prefieren usar la primera persona del plural cuando se refieren a la primera del singular.

¿Pero solo eso alcanza para tanta bronca?

Por otro lado puede que genotípicamente sean más asimilables al estereotipo estético que dejaron grabado a sangre y fuego los conquistadores sud europeos en la idiosincrasia latinoamericana. La verdad es que no sé, pero sí sé que, equivocadamente o no, es una comunidad, un colectivo que despierta esa dualidad extrema. No de todo es inocente la idiosincrasia colectiva porteña cuando sale no solo de Argentina, sino también de Buenos Aires a cualquiera de las provincias, durante décadas los argentinos se caracterizaron por burlarse del resto del mundo, excepto acaso de los parisinos y londinenses. Durante un viaje de medio año que emprendí a lo largo y ancho de Brasil, quedándome un día en Angras do Reis, un cocinero que nos regaló un "prato feito" de comida al parceiro con el que hacía el camino en auto stop, me comentó que los peores turistas eran los argentinos, ya que iban a los mismos hoteles que los alemanes y estadounidenses, pero eran durísimos con la propina, en cambio a cada cosa que pagaban, por mínima que fuese, la exprimían y le sacaba hasta la última gota de jugo, a veces hacían llevar y traer un café por no estar suficientemente caliente más de una vez. En Cuba escuché algo parecido. La sociedad argentina está muy estratificada incluso en sus masas turísticas. No todos los contingentes de visitantes son iguales. Los que van a playas son muy diferentes de los interesados en las ciudades , su arquitectura, costumbres y museos. Y de ambos tipos existe un grueso colectivo viajero, los primero despiertan no demasiada simpatía los segundos siembran admiración y respeto.

Una cosa muy grata es que el anti argentinismo desatado en el mundial, es de la media y la élite. El público es fan de Argentina.

Ayer toda la mala onda se esfumó, en la mayoría porque se dieron cuenta que esa envidia no tenía razón de ser con un país que está en la UCI y jugar un gran fútbol es su única y emergente aspirina, y los menos porque se dieron cuenta que están haciendo el ridículo. Argentina logró llegar a la final, y aquello que nos alegró tanto a todos los futboleros del Río de la Plata, puede ser nuestro karma si el seleccionado sale campeón y dentro de no mucho, nos encontremos llorando sobre la leche derramada.

El mejor Messi obviamente era el que metía 92 goles en un año, pero este de hoy, desbloqueó temas mentales que lo hacen enorme. El efecto del fútbol es algo digno de laboratorio, ayer, como en la época en que me atiborraba de sustancias que alteraban el SNC, tuve un prolongado lapsus mentis a causa de los goles de Messi. Ni por una comida que desequilibró mi paladar, ni por una mujer que desestabilizó mis hormonas, ni por un emolumento que desbordó mis bolsillos, perdí la compostura que tanto en materia de pretensiones me ha costado edificar, solo a merced de los goles, mejor dicho, de los golazos argentinos.

Y hoy, lo que es la mente humana y los excesos. Tal como le sucede al borracho que bailó la noche pasada con el culo al aire y cantó con berridos temas de Led Zeppelin en el bar del barrio, estoy algo titubeante, me siento impelido a apretar el botón "rewind" de las viejas grabadoras y pasacasetes para borrar mi entrada al bar del barrio ayer, soltando la rabia en modo de canto de hinchada de tribuna. Desde el catre antes de poner los pies en el parquet e incorporar la vida a mi humanidad ya venía a mi mente las caras de los parroquianos del bareto, cuando me cagué en brazucas, croatas, Ficticius, Milimalo, Penaldo, todos los putos que la tienen bien adentro, y todos los otros putos que la siguen mamando, incluso la sugerencia anacrónica de que los madridistas presentes disfrutaban en sus alcobas de encuentros sexuales enmarcados en la más plural diversidad. Alucinando a los habituales orangutanes bebedores de anís del mono o whisky DYC, con la conversión del pretendido "intelecualoso" que rara tarde comparte con la feligresía un mosto o un café durante el curso de un partido de Liga o Champions, en un rabioso jefe de manada de mandriles dispuesto a disputarles el territorio.

De tenor más reducido, pero de la misma tesitura es el rubor que me abordó al recordar, sin querer siquiera releerlos, los post publicados ayer tras el subidón del partido, sin alcohol ni merca.Porque acaso también haya que reconocer que el suflé cultural ha disminuído cediendo espacio al merengue patotero, aunque siempre nos vanagloriamos de tener la avenida más larga, la más ancha, de inventar el dulce de leche y la birome ¿quién nos aguantaría c0n un solo filósofo, un matemático, un músico y un poeta de la antología alemana?

Una vez lavada la cara, preparados unos mates, pensé que en realidad, tenemos la suerte de que existan estos pistones, estas válvulas de descompresión que la vida nos otorga, de vez en cuando, a veces les toca a unos de azul otras a los de amarillo, para saltar sin chandal deportivo, gritar sin dolor y destapar los improperios más reprimidos aunque totalmente merecidos para ser por un día, más simio alfa que los más temidos gorilas habituales.

Hoy retorno a ese insoportable represor de la adrenalina propulsada por la nimiedad más impía, y ya me estoy diciendo, que cuando será el día que gracias a ver un país robusto, equilibrado, justo, desarrollado gritemos como desaforados, pero ¿seríamos capaces entonces de encontrar el desenfado, el timbre en las cuerdas vocales y la necesaria desfachatez para gritar a viva voz ¡Argentina, Argentina, Argentina1?

Borges, Bioy y Messi
Borges, Bioy y Messi

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9 octubre 2022 7 09 /10 /octubre /2022 19:25

El cañón de la Luger estaba aún caliente pero tuvo que enfundarla aunque le ardiese un poco la cadera porque el combate se estaba recrudeciendo y tenía que usar ya mismo el fusil automático. Las balas rompían cada mili segundo de silencio entre las hojas próximas a su cara antes de impactar en el destino final un tronco, muchas hojas más antes de caer o el cuerpo de alguno de sus hombres, en ese caso el sonido de los disparos, de las hojas y los troncos se mezclaba con un grito. Dio la orden de no retroceder ni un paso, había que ganar esa batalla, que por el ruido parecía un bombardeo de la II Guerra mundial pero apenas pasaba de ser una escaramuza. Eso sí, muy importante, del otro lado del río estaban los víveres, municiones y los mensajes que esperaba desde hacía semanas en su radio o en su transmisor por morse, pero no llegaban de ninguna forma. Dio la orden de que se separasen e hiciesen fuego en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Al cabo de tres horas los tiros menguaron hasta extinguirse casi por completo, a ratos se escuchaba un disparo en retirada, habían ganado, pero habían perdido dos hombres, uno de ellos muy importante por sus conocimientos en combate, y el otro que era menos experimentado sin embargo era una persona que transmitía optimismo a la tropa, siempre con la moral muy alta. El bando contrario perdió más hombres,

“Vamos, tomemos las armas que nos sirvan, recuerden que las pesadas no nos convienen aunque sean muy destructivas, no tenemos con que cargarlas, todas nuestras tácticas están sujetas a golpear y poder evacuar antes de que el enemigo reaccione, armas certeras y livianas, muchachos”

-Lo de muchacho no irá conmigo ¿no?- dijo ella con una sonrisa.

Tomaron lo que podían cargar, arrimaron a dos heridos enemigos a los árboles tras una primera atención, con la intención de tratar sus heridas en cuanto regresasen, y siguieron la senda para cruzar el río en la dirección en que los esperaba una carga camuflada. En efecto allí estaba, la comida era más de la que podían acarrear hasta el campamento,  como eran conservas las devolvieron al escondite y se llevaron las que pudieron, el mortero, las granadas, las municiones y antes de irse leyó los mensajes escritos en un papel de estraza plegado. No eran esperanzadores, pero se sintió aliviado de conocer la realidad, en su opinión era mejor siempre atenerse a los hechos, aunque algunas veces habría preferido no enterarse de nada, mantener una ilusión a priori vana , pero muy útil para mantener la moral de la tropa alta, incluso la suya propia.

La carpa de campaña estaba sujeta a dos troncos, desde uno de los cuales también tenía atada una de las puntas de la hamaca hacia otro árbol de más allá desde donde estaba atada una soga que iba hasta el tronco de la carpa, así que su zona formaba un triángulo. Encendió su pipa con tabaco rubio que no obstante sabía fuerte gracias a su pésima calidad, se acostó en la hamaca y empezó a leer una biografía de Goethe, un escritor que había leído unos años atrás. Lo grande la literatura, se decía, es que aunque uno crea haber disfrutado un escritor en el pasado cuando lo leyó, no se da cuenta de que cada vez que lo recuerda y recuerda la obra, mezcla los acontecimientos de sus capítulos entre ellos, o con otros de otros libros, o de otros escritores, e incluso con la vida real, omitiendo y agregando, el escritor renace multiplicado, enriquecido. Al leer la biografía, además de entreverar los escritos en su memoria, especulaba sobre como habría empezado a escribir aquella historia, la relacionaba con una época de la vida, si sabía que escribía por la mañana temprano lo imaginaba en pantuflas,  si en la biografía se enteraba que Goethe salía a caminar cada mediodía se entretenía pensando en cuando habría escrito aquel pasaje de Fausto, si antes de salir o en el retorno, por la frescura este lo escribió al regresar. Hacer este tipo de ejercicios no solo conseguía divertirlo y sacarlo de la tensión cotidiana sino que también le proporcionaba elementos para su propia escritura, ya que antes de dormir, cada noche apuntaba los acontecimientos del día. En efecto, escribió dos páginas sobre aquel combate en una libreta forrada de cuero, lamentó la muerte de sus dos hombres, recordó la broma de Tania y se quedó dormido en la misma hamaca, se despertó más tarde tiritando de frío y se metió en su carpa.

¿Sería posible que todo fuese solo producto de su aspiración íntima, que no le acompañase ninguno de los dirigentes que lo habían entusiasmado para tomar el camino de la aventura en lugar de acompañarlos en el de la burocracia? ¿Serían todas sus certezas producto de una mente privilegiada que lograba ver con claridad las problemáticas y las soluciones aplicables, o solo eran ensoñaciones y alucinaciones de un loco que creía galopar por campos de nube en busca de su Dulcinea perdida tras un haz de luz, al doblar el horizonte? Más allá de la posibilidad de éxito de la empresa ¿tenía algún sentido o era únicamente mantener la llama de la antorcha encendida?

¡Que días aquellos en Portela jugándole carreras a Rober! el muy boludo siempre fue más rápido que yo en los deportes pero el límite de su aguante no era ni siquiera el comienzo de mi transpiración. La abuela con esas tortas nos deleitaba siempre, las caras de los Egui cuando les ofrecía un pedazo, debí haberlas fotografiado, eran la más viva representación del Nirvana, la vieja estanciera no solo cocinaba el mejor dulce jamás sacado de un horno sino que les ofrecía los cachos más sustanciosos. Después, que burros eran los primos para interpretar cualquier verso, no hablar ya de los franceses, un simple poema romántico, me encantaría saber de donde sacaban el ánimo para dedicarse a estudiar aquellas nimiedades, pero bueno cada loco con su tema. ¿Qué sería de Paco, de todos los gallegos, se habrían quedado en la isla? y Celia siempre escudera de mis andanzas estaría construyendo uno de sus palacios en el aire, ojalá pudiese pintarlos entre átomos, pero sobre todo me pregunto que sería de Chichi ¿ me tendrá entre sus pensamientos? todo envejece y todo se oxida menos el cariño, como dicen los jamaicanos, el amor es uno, siempre el mismo.

Bueno mejor me duermo que mañana tendremos que atravesar el poblado, caramba no se ha sumado ni uno, tengo que ver como los convenzo, pero ese es el dilema, hacer proselitismo requiere de engatusar sabiendo dorar la píldora y vender un papel de lija como terciopelo, en cambio decir la verdad en cada momento dignifica, la diferencia con mentir se siente en el instante en el pecho, es como si cupiese todo el cielo en él, pero a la vez es como si ahuyentase a los ilusos, pero ¿está mal una razonable cuota de ilusión cuando se persigue una quimera, una utopía, cuando la barriga ruge de hambre, el cuerpo cruje de calambres, todo es olor a barro, pólvora y gotas de sangre? En fin, mejor dormir para no aguantar más el peso de los párpados ni este ardor entre los dedos de los pies. El joven Werther debió sentirse más o menos así cuando le confesó por carta a su amigo Guillermo, la pena que embargó su alma cuando supo que al final, Charlotte se casó con Albert.

 

Carpa de campaña
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3 octubre 2022 1 03 /10 /octubre /2022 00:21

BERNESGA

 

Lo que más le gustaba a Liz de León es como usan el diminutivo, una bolsita es una “bolsina” y el vuelto de un billete son “las vueltinas”, y cuando lo escuchó pro primera vez fue cuando alquiló una casina en un pueblo del Torío. En este diminutivo se basaba para decir que León era mucho antes astur que castellana, aunque los asturianos usan el mismo diminutivo más en masculino y León en femenino. Después fue observando que en el norte de la provincia estaba desapareciendo una lengua autóctona que era muy similar al bable, además del uso de hórreos con pies de madera al estilo asturiano en vez de los de piedra íntegros, típicos de Galicia, que sin embargo sí tienen lugar en la parte noroeste de la provincia de León, en el Bierzo. Pero bueno el Bierzo es mucho Bierzo como para llamarle León, ni siquiera Galicia, ellos son ellos, como cada uno de nosotros lo somos aunque estemos a veces perdidos, mezclados, entrelazados con la influencia de otros que han ejercido influjo más que seducción, pero los bercianos tienen claro que son verdes, caminantes y mineros. Que hacen buen vino y preparan buen café.

Ella llegó desde Melbourne, a donde habían ido a parar sus antepasados ingleses díscolos con las buenas costumbres que pretendía la corona  en tierras británicas. Se había casado siendo jovencita con un hombre mayor, que tenía unas hectáreas de tierras en un campo que aunque no llegaba a ser árido, le costaba mucho mantener bajo la línea de flotación de su tierra, los brotes de hierba tiernos, donde intentaba hacer crecer y engordar unas vacas Hereford de cabeza blanca como si estuviese en el Yorkshire.

De este lado del mundo primero pasó un tiempo en Gijón, le encantaba el mar, lo había disfrutado de pequeña, pero luego se mudó tierra adentro, cerca de la ciudad de Victoria, y aunque era relativamente cerca de Melbourne, entre una cosa y la otra nunca volvió a ver el mar, hasta que después de divorciarse regresó a su ciudad natal, donde su padre y madre padres habían dimitido hacerse cargo de su crianza dejándola al cuidado de una tía por parte de madre, dedicándose a tiempo completo al alcohol y, al inicio a las malas compañías, para terminar completamente solos, cada uno por su lado, perdidos en los laberintos a los que lleva la panacea de la curda, la gloria del pedo olímpico. Intrincada y penosa, peor auténtica en cada personal, abismal, desértica, atronadora, tenebrosa, cegadora, ardiente o fría como el metal de la última hora, de la última cortina.

Por eso le gustaba Gijón, y ese diminutivo en masculino, “culín” de sidra, el vecino “Pepín” y sus perrines. Por eso se quedó sin saber bien que buscaba. Ella se había ido del dolor que le ocasionaban una y otra vez los suyos, sin falta, pero no era exactamente una huida, una fugitiva, era más bien una hoja o una rama desprendida, se había colmado de pesares, de hollín, de nidos de pájaros pesados, de frutos indeseados y un día se partió y se soltó del árbol, hasta ese momento fue frágil pero la liviandad la hizo fuerte, bailó con el viento y no paró de moverse. Hasta el día en que se detuvo frente al mar de Gijón y pensó que era hora de retomar un viaje al centro de la tierra, en horizontal, por eso se internó en Asturias, donde unas vacas Hereford se habrían criado comiendo incluso lo que sobresalía de las carreteras y de las bocas de los túneles, del verde que sale hasta debajo de las uñas, mejor que lo que se habían criado en la Pampa argentina, donde su amigo porteño Gabor, le había comentado que tras la primera fundación del país, los españoles dejaron unas vacas y caballos, y cuando regresaron habían miles, percatándose de que ese era el oro del sur del Potosí, la Hereford llegó más tarde pero proliferó igual que las vacas españolas. Continuó caminando con su mochila y su tarjeta de crédito hasta que se perdió de vista entre las nubes, y sólo ella veía sus pies ascendiendo hasta que la ladera de la montaña, ya gris, fría, ya viril, hosca, se aterciopelase nuevamente en un verde gentil del otro lado, en la ladera opuesta.

Pero aunque en un punto de ascenso, nieve, frío y viento se avistó el descenso como la esperanza de una nueva Victoria y de la repetición de una boda anodina, con mucha comida y hectolitros de alcohol pero pocos invitados interesantes, no volvió a ver las hortensias saliendo de entre unas inmensas hojas verdes henchidas de clorofila a reventar, sino que veía en su bajada montoncitos de pasto por aquí y otros montículos por allá, donde casi seguro se debían esconder los bichos que la esperarían, aunque sabía que en España no debía temer a víboras ni a escorpiones, lagartos y arañas de mordida venenosa. Y siguió bajando por la ladera de la montaña gris, camino sobre piedra, flanqueada de águilas y milanos, miradas torvas, una economía en la amabilidad que casi era hostil a no ser por las miradas, siempre cordiales de la poca gente que se encuentra en la montaña.

Durmió en algunos albergues y hostales de los pueblos en camino a la ciudad, hasta que las pocas pero seguras luces de León se hicieron presentes iluminando a su señora absoluta, esa catedral gótica comenzada a construir cuando, al cabo de un periplo muy similar al suyo, habían arribado a aquel Páramo ya templado tiempo atrás por romanos rudos, sobre el año 900, la Pulchra Leonina, alzada con pose majestuosa pero piadosa, como una abuela.

Entró a una tienda de embutidos y quesos, compró un cacho de salchichón y una barra de pan de verdad, y la dependienta le preguntó ¿bolsina? Sonrió por el diminutivo, se armó unos bocadillos y se fue al Bernesga a comerlos, tras lo cual se metió al agua, la profundidad del río le impediría morir ahogada, pero su temperatura podría matarla de hipotermia  antes de repetir la boda, de sacarse las ganar de hacer el amor como le diese la gana, encima, de costado, debajo, siendo lamida, lamiendo, besando, gimiendo, gritando o arañando a Baco por no enseñarle también a ella, las plegarias en el tono preciso para ser atendida por el hada de la displicencia.

El amor volvió a su entrepierna, pero esta vez no le volverían a quitar una sonrisa de un puñetazo, ni un cacho de piel de un latigazo con el rebenque de apurar las vacas, ni siquiera el escozor que produce el soslayo de una mala mirada. Ella no volvería a enfundar el hierro en la carne tibia una y otra vez con frenesí. Todo lo que ahora tocase a su puerta debía aprender a desprenderse del tronco, de la rama, de la flor.

Liz había padecido alucinaciones en su juventud, en las que padecía un encierro en una torre de un castillo de tipo alemán, pero frente a la capilla que queda en pie del El Palat le llegó la certeza de que sus  ensueños provenían directamente de ese sitio, construido por Ramiro II para su hija Elvira. La intriga y las traiciones vividas en sus sueños eran las que sufrió el fiel escudero del rey Ramiro II, Mederos, quien a merced de la lealtad debida por su señor perdió dos dedos en los combates del norte de Portugal, donde reinó primero, y luego, cuando el hermano de Ramiro se retiró a un monasterio en Sahagún, descansaron un tiempo en León antes de continuar litigando a espadazos con los aguerridos soldados musulmanes.

El centro de León siempre había sido el punto al que debía arribar. Mederos era natural de Lantarón, además de ser un fiero guerrero era el confidente de mayor confianza del rey Ramiro, quien le confesó que aunque en Portugal mandaba con poderes reales no era allí un verdadero rey, cosa que sí sintió en cada rincón de Leionens o Lione como le llamó tras derrotar a los musulmanes en el castillo de Madrid y que luego persiguió hasta los muros de Osma propinando una dura derrota a Abd-al-Rahmán III.

Una tarde, como cuando generalmente Ramiro quería tener una charla con Mederos, ya fuese de confidencia, de chanzas, porque aunque de muy diferente crianza eran de idéntico sentido del humor y reían de las mismas observaciones, despachó a los señores de la corte y se fue a las caballerizas donde lo siguió Mederos

-Los musulmanes me han demostrado un altísimo sentido del honor, tanto en la batalla, como en la palabra dada, cosa que no he podido apreciar de nuestros correligionarios de Trasmiera, Carranza, Sopuesta o la Bureba, aún continúo sintiendo tras el lóbulo de mi oreja las últimas habladurías sobre mi potestad y lo que es peor, los silencios que vaticinan una traición. Mederos solo quiero que un día de igual modo siento el frío del metal entrando bajo mis costillas traseras, sepas decirles que soy fui y seré el mejor rey, vasallo del señor, con que podían haber soñado, y que cualquier complot con Burgos y Treviño los llevará a conocer el merecido desprecio de la deshonra. Mi enfermedad persiste, no remite, tu buena compañía atenúa la angustia pero languidezco mi buen servidor y amigo, escucha, he decidido que convocaré a los condes Vermudo Núñez con esa nariz inmensa y Guisuado Braóliz con su hijo que bueno, mejor haber tenido una señorita,  ya muertos Osorio Muñoz y Asur Fernández, que sabes que fueron leales a mi, a los obispos Oveco, de aquí de León, y Salomón de Astorga, y los abades de San Marcelo, San Claudio y Palat de Rey, Sahagún que espero se haya curado, y Santiago de Peñalba, que yo mismo inauguré en el año de novecientos treinta y siete ¿te acuerdas?, pobre tendrá que bajar desde allá arriba, espero que no haya nieve, también algunos cenobios asturianos y gallegos y haré una confesión ante ellos.

-Pero mi señor, las enfermedades se curan, aun tiene mucha vida, mucho respeto de todos los súbditos, nadie ha hablado tras sus orejas de manera tal que haya podido llegar a la altura de sus oídos y menos aun, de sus preocupaciones ¿no estará pensando en abdicar? Sea como fuere, mis rodillas también me están pidiendo un descanso donde sea que su majestad decida establecerse.

-Oh, no Mederos, tus servicios han sido incomparables, y desde luego impagables, pero si de algún modo puedo retribuirlos es dándote la libertad total de la que siempre has dispuesto pero también declinado por lo que muy grato es mi corazón, y dedicarte a Lucinda que no ha dejado de esperarte y a tus hijos o los hijos de tus hijos. Nadie podría negar que pasamos buenos tiempos, pero también los hubo ásperos como la tez de Ermesinda, que sé de las habladurías, pero créeme mi buen Mederos que nunca toqué más allá de los huesos de su mano, siempre me tuve en la misma medida que soberano de mis súbditos, por buen vasallo del Señor, ¡que venimos de Covadonga!. Pero Mederos, tú a lo tuyo.

-Ramiro, mi señor, no existe lealtad relativa. No para mi.

-Gracias mi buen Mederos-

Al poco tiempo, en la iglesia de Palat de Rey, que había mandado construir en recuerdo de la del Salvador de Oviedo, antes sus testigos, se despojó de los signos de la realeza y vertió la ceniza ritual sobre su cabeza, pronunciando las palabras de Job: “Desnudo salí, Señor, del vientre de mi madre y quiero volver a ti también desnudo. Tú eres mi ayuda y nada puedo temer de parte de los hombres”. De ahí en más vivió retirado en el palacio junto a Mederos, la visita de sus hijos Ordoño y Sancho y la proximidad de su hija Elvira en el convento de las infantas leonesas, hasta el momento de su muerte en el año novecientos cincuenta y uno.  Fue enterrado allí mismo junto al atrio de la iglesia del Palat del Rey.

La ciudad estaba poblada de callejuelas donde moraban artesanos, se dedicaban a las telas,  a la herrería, a la elaboración de todo tipo de prendas y artículos con cuero,  y a las afueras eran agricultores o ganaderos, en las plazas se vendía el grano, las legumbres y las carnes, las mujeres trabajaban en los mismo oficios que los hombres exceptuando la herrería. Existía un claro progreso en los beneficios de los oficios, todos se precisaban mutuamente,  incluso clérigos y nobles eran sedentarios pero de igual manera necesitaban alimentarse y vestir, la ciudad era bulliciosa, agitada y de ese gentío abigarrado que crecía con vigor surgieron quienes obtuvieron el camuflaje perfecto para desarrollar sus actividades al margen de cualquier decoro y buena ley.

Mederos regresó a su casa en Lantarón, besó a Lucinda como hacía mucho no la besaba, succionó sus pechos, ella al inicio se mostró esquiva pero también hacía mucho no sentía algo así, no tanto como Mederos pensaba porque el pueblo, en épocas de paz permanecía concurrido de testosterona. Mederos contando con que era confidente del rey tampoco conoció la falta de mujer, incluso se rumoreaba que era padre de algunos hijos adjudicados a maridos en la batalla. Sin embargo entre ellos dos hacía mucho tiempo que no tenia lugar esa escalada de deseos tan explosiva, Cuando terminaron se quedaron mirando hacia el techo, él le dijo "Lucinda, hace poco sentía orgullo de mi lealtad, hoy siento pena de haber dicho adiós a mi juventud lejos de casa"

Frente a la puerta del convento de el Palat, Liz sintió el llanto de la princesa de sus sueños, lo experimentó en el cuerpo, como una descarga de corriente eléctrica, y al cabo, escuchó estas palabras:

-No te vayas, amor.

Twitter comenzó a arder, con hashtags como “Mederos traidor” o “Mederos campeón” , también en alusiones a la esposa del rey Ausenda, algunos decían que no merecía el ilustre apellido gallego  Guterres, linaje de Coimbra, también aparecieron tweets destacando la figura de la segunda esposa del rey, Urraca Sánchez como la esposa que debe ser.

Liz enamorada de la presencia del río en la vista de la ciudad, aun con su estrechez, decidió quedarse en León, habitada por gente fenotípicamente agradables, de buen gusto al vestir, educadas pero no invasivas, lo suficiente cívicas como para sentir la distancia y lo pueblerinos como para percibir la necesaria algarabía en los meses de intenso frío. Las carreteras de circunvalación de la ciudad están rodeadas de prados con vacas o caballos pastando, salen caminos al costado de sus ríos que permiten distenderse en paseos escuchando el sonido de aves y del viento colándose entre las copas de los arboles, al lado de la ciudad. Las charlas y discusiones más interesantes se podían escuchar en la zona de trabajos para hacer peatonal la calle de los cubos y la muralla romana a continuación del arco de la cárcel, que al final, como todo en la coqueta y tranquila Lione, también dicha labor se tomó con calma exasperante para unos y eternamente agradecida para otros, se colocaron lonas sobre las bases de la muralla cuando el departamento de arqueología detuvo las obras, que quedaron mucho más allá de haber permitido su reanudación, apisonadas por piedras de los propios hallazgos, cubriendo las ruinas casi intactas de la lluvia y de paso, imprimiéndole el impasible carácter de lo eterno de la ciudad a la propia búsqueda. En las noches de luna llena se podía escuchar voces provenientes de los contubernios, hablando en latín sobre los asuntos del día, solo había hombres destinados a la Centuria de la Legió VII.

Atticus había nacido en Vulci veintiocho años atrás, se consideraba un hombre con más experiencia de la que le gustaría admitir, un poco aprensivo por haber atravesado de costado varias pestes y enfermedades de vecinos y parientes que no tuvieron su misma suerte. A la edad permitida de quince años se alistó para convertirse en legionario, sirvió en tierras de Dalmatia, en Galia, y finalmente en Hispania, añoraba la época de las Galias porque tuvo la más bella novia con que nunca había soñado, una celta gala llamada Sedatia, quien le aclaró que sin traicionar la resistencia de su pueblo a asumir la cultura romana aún cuando ya habían sido derrotados en la resistencia armada, no obstante se había enamorado de él. Esa confesión la llevaba en el corazón, lo que no llevaba muy bien es el abandono pro la fuerza de Sedatia y la pequeña Venaesia, hija de ambos a quien pro deferencia que el costó una fuerte reprimenda de su centurión no bautizó con nombre romano, sino celta. Tuvo que dejar Aremorica camino a Hispania, pero no fue nada sencillo, intentó por todos los medios quedarse en Galia cobrando su premio en metálico concedido por el Aerarium Militaris proporcional al tiempo servido, que felizmente había sustituido Augusto por el lote de tierra que se otorgaba anteriormente, pero no allí donde el legionario la solicitase sino donde se determinara desde Roma. No se lo podían conceder porque no llevaba los veinte años de servicio, y las dos heridas graves que había recibido y le servirían de baja prematura, habían curado a la perfección, aunque al correr sintiese ese perpetuo dolor en la ingle que le recordaba el lanzazo sufrido en Dalmatia. De todos modos pudo dejarles a Sedatia y Venaesia unos cuantos denarios con la promesa de que regresaría, con más, mucho más en dinero y en gloria. Atticus era un hombre de palabra y de sentimientos fuertes, pero su entrega a la Legión estaba por encima de toda otra consideración. Atticus tenía que dormir en el contubernio, pero iba de visita a ver a su amada, una tarde cuando tras una guardia se dirigió con un permiso a la palloza de Sedatia, escuchó un ruido impropio, que conocía bien de los forcejeos en la batalla, pero acompañados de pequeños alaridos femeninos, irrumpió con fuerza en la palloza la cual tenía la puerta semiabierta, y encontró un hombre con la espalda desnuda asiendo contra el suelo de paja a Sedatia que luchaba por deshacerse de él, rápidamente desenfundó su espada y la clavó en el costado derecho bajo las costillas del violador justo cuando este volteaba la cabeza, le abrió el abdomen, Sedatia dio un salto atrás acuclillada con los ojos aterrados y emitió un pequeño gemido, Atticus le hizo un gesto para que no gritase y entendió que lo mejor era no llamar la atención de nadie más.  Cuando Atticus viró el cuerpo lo reconoció en el acto, era Casiano, un legionario que estaba postulando para Centurión. Si no actuaba rápido y preciso podía encontrarse en serios problemas, abrazó a Sedatia, le preguntó si estaba bien, le dijo que se quedarían en la palloza esperando la caída total del sol, una vez que estuvo oscuro fue a buscar su caballo, entre los dos subieron el cuerpo de Casiano, y él salió al galope camino del arroyo, depositó el cuerpo entre dos rocas, donde lo más probable es que esa misma noche los lobos se hiciesen cargo de la carne. Había matado una cantidad de personas en las contiendas en que había participado que ni siquiera recordaba la cifra, se acordaba la cara y la sensación del primer hombre que mató, pero los demás se le mezclaban de vez en cuando en esos sueños imposibles de disfrutar, pero nunca había matado a un legionario, a una persona conocida suya, con le que si bien mediaba una antipatía nada hacía pensar que un día podría llegar a presentarse tal situación, sentía escozores en la espalda, Casiano ya había pasado pruebas y era considerado un buen conductor como para convertirse en Centurión y aunque sabía que era un ser poco apreciable, y que había intentado nada menos que violar a su novia, a la madre de su hija, ello no conseguía evitar que sintiense una culpa muy diferentes de cualquier otra muerte, esta además de poder comportar un peligro, lo perseguiría hasta el fin de sus días, aunque todos los dioses le concederían el perdón él sabía , que su fantasma no le dejaría descansar en paz. Regresó a la palloza le dio las directrices a Sedatia de lo que debía decir, y que por ninguna razón comentase nada, y si alguien había escuchado sus gritos que dijese que era un lobo que estaba asediando la choza por la bebé. Regresó al contubernium donde a los dos días se comentó mucho la desaparición de Casiano y a los cinco días el hallazgo de su cuerpo devorado por las fieras. Se fortaleció la idea de que nadie debía salir solo, si bien ya era una ordenanza que tenía siglos.

 Duilio había nacido en Volterra veinte nueve años atrás, se había  hecho inseparable amigo de Atticus desde que fueron adiestrados como legionarios en Roma y sabía que ese día había algo raro en los horarios de salida y entrada de su amigo y compañero, también percibió nervios poco habituales y una mirada esquiva, pero no preguntó nada al respecto sino que se interesó por Sedatia, y en esos días estuvo más unido aún al bueno de Atticus. Con el paso del tiempo, juntos, partieron a Hispania y formaron parte de la Legio Gemina VII, y nunca le preguntó por aquella noche en que había desaparecido el  pretendiente a Centurión obsecuente de los jefes, que en varias ocasiones, había hecho bromas sobre la bella Sedatia.

-Atticus, a que no sabes en que se diferencia una burra de tu esposa

-Te lo digo si tú Duilio me respondes en que se parece tu esposa a una hispana- respondió Atticus ante la risa de Casio que llegaba a la posta de la muralla con un pote de barro y un liquido espeso-

-Eh, muchachos hoy nadie duerme, mañana tenemos que partir temprano a la mina- dijo Duilio.

-Sí, a escoltar dos carros hasta Saldania, así que no sé si beber tu menjunje- respondió Casio.

-Pueden ir a dormir, Atticus, te dejé la manta en el suelo para los pies que hoy está frío, por ahí viene Elio, vayan, vayan a dormir, que mañana tenemos un viaje largo, el Centurión dijo que apenas amanezca.

-Una pregunta ¿escucharon o vieron hoy deambulando por la muralla a Mederos?- preguntó Duilio y miró fijamente a Atticus, y este entendió en un destello de la mirada  que bien podría estarse refiriendo al ánima de Casiano.

Escuchar las voces de los romanos de la Centuria que tenían el contubernium al lado de esa parte de la muralla, a Liz le producía un efecto contradictorio, ellos no podían verla, ni escucharla, pero ella  sentía cierta seguridad gracias a tantos soldados romanos protegiendo su paseo a horas tan tardías, y a veces, por los comentarios que escuchaba, temía que el tiempo transcurrido de servicio les hubiese apresurado tanto el natural deseo de carne de mujer, que llegaran a percibirla, al fin y al cabo cada noche establecían contacto con Mederos, un fantasma del futuro.

Había un sitio por donde Liz no pasaba jamás cuando la tarde estaba por dar paso a los primeros desperezos de la noche. El Hostal San Marcos, e incluso por el puente que los leones llaman romano, porque dada la antigüedad de la fundación de la ciudad y el importante emplazamiento militar que era, lo más probable es que estuviese plagada de puentes, lo cierto es que la primera aparición en los legajos, en mil ciento cincuenta y nueve como Ponti de Vernesga. Cruzando el puente regresando de un paseo por el parque Quevedo, frente a ella, vio como cuatro soldados fusilaron un grupo de tres personas, extremadamente delgadas, con las ropas sucias, en la baranda sur del puente y los arrojaron al río, corrió hacia el portón de entrada de lo que antaño fue el hospital de San Marcos, hoy un hospedaje de cinco estrellas de Paradores, apenas entrar a la derecha en el claustro escuchó unos gemidos, quejas, voces a punto de extinguirse detrás de una gran reja que llegaba casi hasta el techo, podía establecer comunicación extra temporal , escuchar los sonidos, pero no podía percibir los olores ni sabores, aun así era tan representativo el espectáculo tras las rejas, una muchedumbre enorme de personas hacinadas, sucias, con excrementos a los costados, que hizo un gesto de repulsión como si pudiese oler. Manuel Fernández, uno de los presos llamó al guardia:

-Guardia, por favor, tráeme un poco de agua aunque sea un buche, a esta hora nadie te verá, tengo mucha sed.

-¿Traerte agua? ¡para lo que te queda! – Apenas terminó el macabro chiste su compañero de guardia, rompió en carcajadas

-Abran el portón- se escuchó la voz firme del sargento, iba con dos soldados detrás, los guardias abrieron la puerta, el sargento, que se había burlado de la sed de Manuel entró por encima de los cuerpos acostados pisando a algunos en las manos y mostrando enfado por no poder colocar convenientemente los pies en el suelo, hasta que detrás de Manuel un preso lo tomó por la pierna otro por la otra y lo derribaron al suelo, en ese momento se levantaron varios presos, los otros dos guardias se asustaron y dieron unos pasos atrás cerrando la puerta para que no escapase nadie y comenzaron a gritar para alarmar a los demás guardias para que acudiesen a socorrer al sargento. Dentro del claustro, todos quería un pedazo del cuerpo del sargento para poder atizarle un golpe o arrancarle un pedazo de piel con las pocas fuerzas que les quedaban a la mayoría, Manuel se giró, fue hasta el tumulto y gritó ¡paren!  al ver al guardia ya magullado tras pocos segundos de golpiza, le preguntó ¿dónde está Jesús Álvarez de Omaña, el que te llevaste anoche? Dime o dejo que te despedacen.

Manuel era maestro, natural de Omaña, por primera vez en su profesión pudo enseñar la Historia incluyendo la traición a la Constitución de Cádiz, principalmente por el rey que había sido muy querido antes de ser apresado por los franceses y enviado a Francia, para que pase unos años de fiesta y orgías, que se fue siendo El deseado y al tiempo fue el Felón, pudo enseñar los aportes de Clara Campoamor en el sufragio femenino de 1931, incluso se tomó atribuciones para reivindicar el trabajo de Miguel Castaño, en su contribución a la revolución de octubre de 1934, y las esperanzas que despertó entre los trabajadores su elección como Alcalde de León, tras el triunfo del Frente Popular. Ni Miguel en su puesto ni Manuel en su profesión formadora pudieron disfrutar mucho de esa nueva era, ya que al poco tiempo la guarnición leonesa se sublevó contra la República y tomaron presos a todos los políticos republicanos del Ayuntamiento y en noviembre fusilaron al alcalde sin juicio ni razón. Manuel se enteró de este crimen estando ya detenido en el claustro del edificio que fuese hospital, palacio, convento, caballeriza y que ahora era mortaja. Jesús Álvarez era otro maestro de su pueblo, gran amigo suyo pero sobre todo ejemplo a seguir, un hombre de principios, con tierras y posesiones que databan de varias generaciones lo cual no le impidió arribar un nivel de conciencia, que consideraba mandatorio transmitirla, en la medida de lo posible a las nuevas generaciones y a quienes no tuvieron la suerte de contar con una educación académica. En  el tiempo de reclusión  en el claustro había visto todo tipo de barbaridades, aun con un hambre que le juntaba el espinazo con la espalda y el abdomen se adentraba en las reflexiones sobre la condición humana, logró escribir la observación, de que aun con todas las calamidades a que vio sometida la población carcelaria, de hambre golpes, terror, frío, nunca vio acercarse siquiera el comportamiento abyecto, inhumano, como una oda la mal como una carrera hacia los límites concebibles de la crueldad, de sus carceleros, que estaban bien alimentados y dormidos. Las dos caras de la moneda humana.

El guardia le comentó que fueron ordenes superiores llevarlo a un campo. -¿Llevarlo a un campo para qué? Entonces el guardia balbuceando dijo que “otros que él no conoce lo fusilaron” -Pero tú también has matado a varios de nosotros - Manuel sintió deseos casi irrefrenables de asestarle una patada a modo de pisotón en el rostro, gritando ¡asesinos! Pero se giró y cruzando las masas casi informes de cuerpos que habitaban aquel infierno, se dirigió hacia un rincón, y ese instante en que decidió que a pesar de asistirle todo el derecho de destrozar al sargento, de ensañarse con cada milímetro de su cuerpo antes de que llegasen los guardias al rescate, pensó, fue el momento en que sintió mayor orgullo de sí mismo a lo largo de toda su vida, y no habían sido pocos los anteriores “la barbarie no me ganó”. Lo cual no impidió que buena parte del el resto de presos reanudasen su ínfima, su pequeña pizca de porción de justicia sobre el asesino y torturador de tantos de ellos, dejando un bulto de una masa informe manchada de rojo oscuro, justo cuando entró un batallón de doce guardias dispersando a golpes a los presos con culatas, y bastones de caoba. Fueron directo hasta Manuel Fernández, que fue el primero que tomaron los soldados golpeándolo severamente, también aprehendieron  a dos hermanos de dieciséis y catorce años, a su padre, y a veintitrés personas más. Se llevaron los restos del sargento y juraron que nadie más bebería ni comería hasta que les tocase la hora de ser fusilados. Sacaron al grupo a la calle los subieron a un camión, la mayoría estaba muy débil y necesitaban la ayuda de sus compañeros para subir, aunque aun excitados por los acontecimientos que se habían precipitado minutos antes, preguntaban insistentes hacia donde los llevaban aunque les quedasen pocas dudas de ello, una parte del cerebro los invitaba a buscar el resquicio de la esperanza,  Manuel dijo “llegó nuestra hora”. Nunca más volvieron. Desde lo lejos se hizo audible la reverberación de cientos de disparos fundidos con el sonido apagado de alaridos mínimos, resignados a irse sin siquiera un adiós. Aún hoy, cuando los grajos callan, un manto de sombras se cierne sobre el Páramo, una inmensa mancha de dolor junto a un grito de sangre persisten, como petrificados en cada partícula del aire. Liz dio un salto atrás, tropezó con cuatro escalones  y aun cuando lo único que pudo volver a ver cuando se incorporó, fue un bello patio adornado con columnas y sarcófagos antiguos, escudos nobiliarios e inscripciones en piedra, sus ojos quedaron inundados por el horror, salió de San Marcos corriendo, un matrimonio de turistas que ingresaba cuando ella salía despavorida, le preguntaron si le ocurría algo,  “nada, nada, gracias”  les respondió también en su inglés de marcado acento aussie y nunca volvió a poner un pie en el puente ni a pasar de noche por la fachada de aquel edificio donde antaño, ora se curó y ora se mató.

En cualquier caso, atrapada por la coqueta y diminuta León, Liz alquiló un apartamento de un cuarto abuhardillado, un baño, una cocina coqueta y un balconcito a una calle que daba a al Catedral. En ese mismo lugar, en la planta baja, mil años atrás, en la víspera de un pogromo, una mujer tuvo que tomar la misma determinación que ella había ejecutado en el ala opuesta del planeta.

 

Bernesga
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21 septiembre 2022 3 21 /09 /septiembre /2022 22:16

En el exterior los argentinos habían echado mano de un manojo de costumbres, actos reflejos, y unificación de gustos, en busqueda caótica ese ser nacional, al que ya no se alcanza a representar  a través de la figura del gaucho, la Pampa, el asado, el mate, los ñoquis lo itálico en castellano o el fútbol, por sí solos, sino con el rejunte de todo ello sumado al rasgo más genuino de cada país. Lo que más había extrañado era el sentido del humor. En el fondo él era un burlón,  se pasaba el día riéndose de todo, de todos y de sí. El sentido del humor es lo que más extrañaba Gabor de cada cultura con la que se familiarizaba.

Cuando volvió a ver los adoquines de San Telmo, se los encontró escondiendo con celo el brillo de los papelitos usados, confundiendo la búsqueda desesperada y minuciosa, con pestañas abre latas de gaseosas, o el papel plateado de las cajas de cigarrillos arrugadas, arrimadas al contén de la vereda, avergonzadas por confundir a los merqueados que subían hasta la calle Defensa desde el bajo, auditando cada hendija entre adoquín y adoquín, observados por el gato cabezón centinela del Bar Sur, en la esquina de Balcarce y EEUU, donde Aníbal Troilo,“Pichuco”, ilustre pionero de la cocaína en Argentina, tiempo atrás había dejado sus mejores improvisaciones al bandoneón. Todo el tiempo que estuvo preso del divino y destructivo vicio del hada blanca, Gabor fluctuaba por dentro de San Telmo, era como si a la vez de retenerlo secuestrado y al borde de un infarto permanente,  también lo protegiese de todas las otras consecuencias y le permitiese estar emparentado con la casa más antigua de Buenos Aires, la más angosta, la iglesia Ortodoxa, la danesa, el parque más alucinante, el café Británico, Mi tío, la casa de Castagnino y los adoquines. Un poco más allá, el coqueteo con los márgenes de la sociedad dejaría de ser una pose, y se convertiría en algo grotesco sin interés, una pura actividad delictiva para la que no tenía ni ánimo ni madera, y un poco más acá sería como un centímetro de costurera para medir el pantalón desde el tiro, hasta la caída sobre la punta de los zapatos. En San Telmo había dormido  en hoteles destinados a recibir mano de obra del interior del país, e incluso en algún albergue gestionado por Caritas para personas sin techo. Cuando se liberó del alcohol y de la cocaína Gabor salió disparado de San Telmo, incluso cuando estaba de visita en casa de Lena, bajaba y tomaba un taxi en la misma puerta de Paseo Colón, o a lo sumo, si era fin de semana se introducía entre los peatones que poblaban la calle defensa cuando la cerraban al tráfico, y entonces sí, disfrutaba del barrio sin ser llamado por sus arterias. Las venas eran los anticuarios, los restaurantes, los museos, pero la sangre que alimentaba su alma llegaba desde otro tiempo, nació en una pelea a cuchillo en frente al Bar Sur entre dos guapos que se ataron pie con pie derecho para que solo uno saliese vivo, como en la pelea de los años 40 ambos perdieron la vida, se decía que todavía sus fantasmas continuaban peleando cuando caía la luz natural y un farol reflejaba las sombras sobre las esquinas. Entre la multitud foránea podía ir a comer pizza a Pirilo sin ser importunado por el recuerdo de cuando saludaba al viejo Juan que fumaba un pucho sentado en un escalón de su negocio tradicional, con la persiana a medio cerrar, y le aceptaba alguna porción sobrante de mozzarella hecha en un auténtico horno de leña. O los choripanes de la parrillita Desnivel, que tuvo la oportunidad de regresar a pagar en cuanto le empezó a ir bien, cosa que no pudo hacer con Juan Pirilo porque de viejo o de fumador, un día se fue con total seguridad al cielo, si esa posibilidad seguía abierta, aunque sí volvió a comer sus pizzas de la mano de sus hijas que mantuvieron el piringundín idéntico. Pero solo si estaba poblado de paseantes de afuera del barrio. Además de las ventas de sus discos, Gabor había recibido en calidad de herencia una suma de dinero, de la que debida, desprejuiciada y concienzudamente gestionada, conseguía beneficios que le permitían vivir sin penurias aunque sin dispendios excesivos, en cierta forma sentía un constante deseo de vivir en alguna casona o departamento antiguo del barrio como lo hacían los poetas y pintores, con suelos de madera crujiente y altos techos artesonados, también temía el poder de atracción de la parte tórrida y placentera de ese yo que había logrado controlar, no aplacar. Vivía en Charcas y Anchorena. En cambio Lena tenía una mirada totalmente diferente del barrio, aunque también le conocía las arterias, solo que desde otro ángulo. Lena era incapaz de mostrarse superficial. Ella había sido abogada de presos políticos presentando Hábeas Corpus por militantes de izquierda detenidos justo antes del golpe de estado de 1976. Después se quedó viviendo en Buenos Aires y poco antes de regresar la democracia se convirtió en la abogada de la incipiente Comunidad de Homosexuales Argentinos, de hecho varias reuniones se hacían en su departamento. Argentina salía de siete años de un baño de sangre, pero más aún de terror, ya que la manera de combatir a las organizaciones armadas de izquierda era secuestrando militantes, obreros, estudiantes, sindicalistas, activistas, profesores, escritores, periodistas pero individualmente, lo cual desarrolló una paranoia palpable en la ciudad cada vez, que aun arribada la democracia se acercaba por detrás cualquier automóvil en marcha lenta, y mucho más si el coche era Ford Falcón o cualquier patrullero. Cualquiera por aquellos días admitía que prefería sentir detrás el aliento de un elemento marginal que el ronroneo de un motor de Ford. La gente desaparecía y nadie más sabía nada, y nadie más se atrevía a preguntar nada, así que no hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para figurarse como eran tratados los homosexuales, si por casualidad o consecuencia detenían a uno. Y además se sumaban los prejuicios universales, así que cuando por una pelea o una venganza aparecía el cadáver o un homosexual muy golpeado, la policía ni siquiera investigaba, de manera coloquial en la taquería lo caratulaban como “asunto de putos”. Lena sumó toda su profesionalidad y esa garra y coraje indomable que tenía, de una bronca que parecía llegarle por las venas de sus antepasados italianos, muy probablemente sicilianos. Ella había elegido el barrio de San Telmo para vivir porque si bien guardaba gratos recuerdos de Flores, en San Telmo podía dar rienda suelta a su excentricidad, le encantaba decir que ella era “snob”, buscaba los escritores de moda en Nueva York y en París y los leía antes que nadie, y le gustasen o no hacía gala de conocerlos como si los hubiese parido, y la verdad es que sí, los conocía, quizás no tanto como la mamá pero mucho. Es el mayor legado que le cedió a Gabor, a su sobrina, y a sus sobrinos siempre alegres de verla y pasar el día con la tía tan loca como cuerda. Para ella eran su tesoro, nada, ni siquiera sus gatos o su plata estaban por encima de sus sobrinos. También conocían a Gabor cuando iban a pasar el día con la tía y estaba de visita y se divertían mucho todos refrendando el humor de cada franja etaria, riendo todos al mismo tiempo del mismo chiste. Cierta vez que Lena había reformado el departamento y lo había convertido en una ermita posmoderna todo blanco y con muebles de cuero negro, en una de esas visitas haciendo payasadas entre todos, los niños se excitaron tanto que empezaron a echar espuma de jabón por todo el departamento, Gabor creía que ahí había llegado el límite de paciencia de Lena, pero al contrario se sumó a la fiesta con los pibes que corrían por todos los pasillos mojando paredes, suelos y sillones, que acababan de ser estrenados. Gabor se llevó una lección pero que no era para él, en su departamento de parqué deteriorado y marcos de ventanas despintados si se armaba un quilombo semejante los sacaba a por la puerta a todos cagando leche.

Juan había muerto de SIDA. Se contagió en la época en que había poco investigado acerca de como atenuar la enfermedad una vez que se desataba, se probaban cócteles de medicamentos cada día para mejorar la vida de los contagiados y evitar que contrajesen una enfermedad, pero cuando las defensas de los pacientes bajaban de cierto punto y enfermaban poco se podía hacer. Se contagió en Viena, trabajaba como interprete simultáneo para la ONU desde hacía décadas, fue trasladado de Nueva York, a Bruselas, a Viena, donde había comprado un departamento en el distrito uno dentro del ring principal al lado del Graben y allí fue Lena a cuidar a su amigo de la infancia, de quien siempre había estado enamorada y de quien en cierto modo también había recibido gran afecto. Juan le pidió qie se casase con ella antes de morir, aunque ese había sido el sueño de lela cuando adolescente, le dolía que fuese la última voluntad y se le confundía la felicidad por vivir esos últimos meses o años casada con Juan con la angustia del final y la tristeza de saber que Juan tomaba el estado civil ulterior como la mortaja que lo podía eternizar con la madre y las hermanas: murió casado con una mujer. Pero Lena dejó de lado toda consideración que pudiese arruinarle aquellos días y se entregó a la tarea de esposa una vez más tras años de divorciada, a la vez que de enfermera, de terapeuta y de confesora. Fue feliz en ese lapso de tiempo pero no por ello dejó de ser una carga fuerte que le provocó un gran estrés que se liberó apareciendo en todo el cuerpo una vez que Juan murió.

Lena se había ausentado un par de años de Buenos Aires, había hecho amigos, se había acostumbrado a la ciudad de Viena, se había llenado de futuros recuerdos y además tenía que pensar que hacer con las cosas que Juan había acumulado durante décadas, que comparado con la mayoría no era nada, pero evidentemente tenía un contenedor de objetos, muebles, libros, discos, cuadros, después de descartar la mayoría de la ropa, zapatos, mantas, colchones cojines, elementos de la cocina, del baño etc. Le pidió a Gabor que fuese a ayudarla a vaciar el departamento hasta que lo vendiese, más que un auxilio físico necesitaba una mano anímica. En esa época Gabor estaba en la lona, ella le mandó el pasaje y pasaron unos meses despidiéndose de la ciudad ella y él conociéndola. Los amigos de Lena, los rusos de la ciudad que se vestían de Mozart en la Stephan Platz para vender entradas a los conciertos incluso para anunciar las misas con música de Mozart. Toda Viena le rinde homenaje a Wolfgang Amadeus, cada paso se siente su presencia aparte del recuerdo oficial, en cambio a Freud lo marginan al precioso museo de su casa, un par de sitios emblemáticos y no muy resaltados. Es que el viejo Sigmund ya lo decía, en mi Austria natal nadie quiere sentarse a hablar mal de la madre, y mucho menos pagando por ello. Viena era lo más parecido que imaginaba a un oasis dentro del paraíso. Parecía no existir ningún problema, las cosas eran lindas limpias todo funcionaba, al metro se accedía sin pasar por ningún control, los periódicos se tomaban de un cajón de polietileno y se pagaba a conciencia, las mujeres parecían siempre dispuestas, no es que haya tenido demasiadas amantes, no pasaron de tres, pero le asombró la facilidad con que se apareó. Con Sabrina fue haciéndose muecas en el Graben, tomaron varias cervezas Zipfer, “Herr Ober, eines Grosses, Starkes und Kaltes bier bitte”, andere und andere, und andere, y se fueron a hacer el amor al aire libre, en el verde, al lado de la tumba de Mozart, semiocultos al costado de un arbusto. Con Monica se conocieron en un bar musical de zurullos mal llamados latinos, latina era la música de Mozart antes de la Flauta Mágica y la de Verdi, Bellini o Donizetti. Me llevó Hugo el uruguayo tupamaro que llevaba mil años en Viena, según él, los amigos de Lena, Hugo y Judith, ya mayores, solo se dedicaban ella a tomar té y él a tomar cerveza y kirchwasser. Gabor solo lo acompañaba con la primera para tomar aquella aguaardiente de cerezas había que llevar en Austria, como mínimo, esos mil años que llevaba Hugo. Ni siquiera tuvo que bailar con Mónica, se quedaron mirando y él se acercó le habló las tres primeras palabras en alemán, lo demás lo chapurreó en inglés y a la hora estaban en la casa de Mónica donde había que descalzarse para entrar, y donde el baño de las deposiciones estaba en el pasillo. Al día siguiente cuando salió para regresar a Naglergasse vio que era otra parte de la ciudad, residencial, paredones de edificios sobrios de colores pasteles,  con puertas de madera verdes o marrones, el obligado puesto de salchichas y leverkasse en la esquina y un silencio bajo el sol que penetraba las nubes que le pareció precioso, pensó que podría acostumbrarse a vivir allí. El departamento de Juan era una ilusión, en un edificio del siglo XVI con reformas interiores que permitiesen un ascensor, toda la madera era noble, las puertas coronadas por arcos de muro grueso, y tenía baño completo dentro. Mónica le dijo a Gabor que vivir así era muy caro y que los austríacos estaban más interesados en gastar sus emolumentos en viajes, comidas, cerveza y teatro.

Repartieron todo lo que no se llevaría Lena a Buenos Aires entre los amigos austríacos y rusos, y con Hugo y Judith y entonces Gabor volvió a Buenos Aires, Monica le había insistido que se quedase, le consiguió un empleo en el banco donde trabajaba, le dijo que tendría una vida holgada y divertida y que cuando quisiese podría visitar o regresar a Argentina, Gabor le explicó que Lena le había pagado el pasaje para que la ayudase en todo el regreso, no solo en la limpieza de la casa y el flete de los enseres perdurables en un contenedor como habían acabado de hacer, sino también el regreso a un país imprevisible, que era como una volcán en constante ebullición, donde incluso no necesitaba cambiar nada para estar todo distinto.  No sabía como explicarle que precisamente Freud, aquel hombrecito nacido en su ciudad tiempo atrás había calado mucho más en aquel remoto sur que en su tierra, y que los argentinos de clase media eran prisioneros del diván y sus afluentes, Lena necesitaba abordar todas las aristas de lo vivido antes de recomenzar y quien mejor que el amigo que siempre la escuchaba, casi siempre atentamente.

Tiempo después cuando Gabor contó con fondos fue a visitar a su amigo ruso Vladimir y a Mónica, en la nueva casa de la cual se quedó unos días, en la calle Tigergasse, ella lo fue a buscar al aeropuerto, fueron a comer una Wiener Schnitzel, las milanesas vienesas, y cuando llegó al departamento, le dijo a Gabor “tengo una sorpresa para ti, cierra los ojos” lo tomó de la mano, anduvieron por un pasillo, se detuvieron, él escuchó el click de un interruptor de luz, y Mónica dijo “ahora abre los ojos” ¡fabuloso! había un baño interior.

Gabor siguió luchando para llevar a su hijo consigo pero era difícil, en medio de ellos se juntó con una mujer más joven tuvieron una niña, se dedicaron a leer a educar a la criatura, a pasear por los parques de Buenos Aires, a ir a Villa Gesell en verano, de vez en cuando a un viaje al exterior si las cuentas exponían algún sobrante. Lena no pudo acostumbrarse nuevamente a Argentina, la familia de Juan fue extremadamente ruda llegando a ser insolente y en ocasiones groseros cuando se referían a ella como la que se había casado para quedarse con todo, solo una hermana de Juan sabía como se habían querido desde niños y con que celo y cuidado Lena cuidaba cada recuerdo, tangible o no de Juan. Ella volvió a vivir cerca del Graben en un departamento más pequeño y menos exclusivo pero igual de luminoso y céntrico. Aprendió alemán y aprendió una cosa que siempre le comentaba Gabor en las charlas en su departamento de San Telmo, la sensación rara de extrañar un país que ya no existe, un jardín que ya se endureció. Hugo y Judith murieron y un tiempo después murió Lena de un derrame cerebral. 

Entonces Gabor recordaba como Lena le contó que ya plagado de sarcoma de Kaposi, de infecciones pulmonares, de debilidad, en una sala de un hospital de Viena, Juan tomó la mano de Lena, y unos minutos antes de dormirse para no despertar más en esta dimensión, le dijo:

-La vida es bella

Lena odió esa frase, sintió que todo lo que habían padecido desde niños, de todo lo que ella creía que había huido Juan al mismo modo que ella, de la imposibilidad de amarse como habría sido deseable,  el padecimiento de la enfermedad, era traicionado con esa frase lapidaria, última, incorregible. Gabor le había aconsejado que meditara acerca de si debía enojarse, quizás Juan había sentido que tomado de la mano de Lena fue el mejor modo de despedirse de la vida, quizás no había huido de lo mismo que ella, acaso dentro de sus soledades fue feliz, con intensidad intransferible, como cuando pasó la noche con el Chablis hablando de literatura con Julio Cortázar en su departamento de Paris.

 

Tumba de Mozart

Tumba de Mozart

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