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Hoy asistí a un recital de rock. Había algunos fumando porros y otros pocos con cervezas, serían un diez por ciento del total de asistentes, pero subyace la idea de que el rock se baña de ríos de alcohol y se perfuma de cataratas de esencias lisérgicas, y hasta se montan dispositivos policiales alrededor de los conciertos para evitar los encuentros del tercer tipo con Belcebú.
En Navidad, no el diez ni el cincuenta por ciento, sino la totalidad de los feligreses despachan ingentes cantidades de alcohol en caldos, espumosos, espirituosos, bebidas blancas, licores, durante días interminables que luego se reanudan en Semana Santa y cada puente que conmemora cuanta superchería se tercie. Se montan dispositivos pero para cuidar a los viandantes beodos, a los sanos bebedores, a las almas del señor entregadas a un lapso de saludable e ingenuo retozo caníbal y desespero etílico.
Y nunca vi relacionar el nacimiento de Jesulín con los ríos de vómitos, orín y heces que la ciudad debe metabolizar en esas fechas.
¿Pusimos bien las fichas en el tablero antes de empezar el juego?
Durante mucho tiempo fui reacio a festejar fechas sugeridas, recomendadas o directamente instaladas desde puntos cardinales casi siempre ubicados en la sabiduría de algún gran centro de Poder, para que la plebe continúe nadando sin procurar por si mismos los días en que celebren genuinos logros, tanto personales como colectivos
Todos esos cumpleaños, años nuevos, navidades, semanas santas, primeros de mayo, diecisietes de octubres, días del nabo, de la zanahoria y hasta del alcornoque.
Desde que empecé a usar mi propia cabeza en vez de aceptar prestada la de los que me precedieron en la mordaza al análisis, me di cuenta que esos días, más allá de si son genuinamente felices o impostados, en todo caso poco tenían que ver con el pretendido protagonista, sino más bien con las sempiternas cadenas de ventas de chucherías, pavadas, indulgencias, artilugios y cacharros de formas e inutilidades miles.
Y paulatinamente luego también me fui percatando de que estos días no pertenecían ni remotamente a la cuota más o menos amplia de felicidad, de orgullo, de amor propio, autorrealización o simplemente placer, que la vida tiene destinada a cada peregrino andante de sus sinuosas y misteriosas sendas.
Vueltas del cuerpo celeste alrededor del astro incandescente más cercano, nacimiento de un buen hombre mucho tiempo atrás y lejos de los seres queridos que uno podría agasajar con su felicidad, muerte de ese mismo hombre de Judea, episodios de lucha de otros hombres, en fin, acontecimientos históricos religiosos o astronómicos que bajo la lupa del más somero de los análisis arrojan como primer resultado la imposibilidad absoluta de que produzca el más mínimo estado de hilaridad o alegría en persona alguna del entorno doméstico.
Acto seguido me pregunté a quien le vendría bien que la humanidad entera desde el día de su nacimiento tuviese ya una serie de motivos para festejar pautados por fechas periódicas estratégicamente situadas para combatir el vacío de la falta de realización propia, de razones genuinas para enorgullecerse, de metas y objetivos inherentes a los intereses más íntimos.
Y claro, no tardé ni dos minutos en darme cuenta del maravilloso trabajo de ingeniería en el entramado de toda esa ficción, de esa secuencia de sucedáneos, de reemplazos, de impostura de nuestros auténticas celebraciones, las cuales sería difícil preconcebir por responder a los anhelos intransferibles de cada individuo.
Por otro lado, y por diversas razones, me ha tocado ser una persona con escasa recepción de afecto del núcleo familiar reflejado en relaciones manifiestamente mejorables con progenitores y hermanos en las cuales las responsabilidades con toda seguridad sean plenamente compartidas, pero altamente tóxicas en cualquier caso. Mientras que de la otra cara de la moneda me ha tocado contar con las mejores amistades a las que una persona puede aspirar en sus deseos y fantasías, en cada punto de los lamentos de mis pasos juveniles, en las paredes y bordes de los cráteres que tuve que escalar para poder llegar a conocer la paz a lo largo de mi vida, conté con lo mejor de las mejores personas que uno puede aspirar a encontrar, he sido beneficiado con el privilegio del amor más puro, ninguno de los que me ha brindado el corazón y su mano tuvo nada que ganar conmigo y sí mucho que padecer y soportar, sin embargo me dieron los mejor de sus humanidades, un amor del que no obstante saber que sólo llegaré a reponer una pizca, cada día intento homenajear y devolver con la actitud de ser un poquito mejor persona hoy que ayer y mañana que hoy.
Lo que por un lado me faltó por el otro me fue concedido con creces. Encontré un enorme tesoro en el sitio contiguo al habitáculo vacío inicial que me había sido destinado.
Ayer fue un día conmovedor, porque a pesar de todo ese bagaje de términos, ese brebaje de verborragia que casi parece más destinado a dar soporte teórico a una fuerte fobia a las celebraciones donde se pone de manifiesto el cariño, ficticio o genuino, de los demás, los que observan, los que juzgan, aún con ese espeso criterio asimilado sobre los días de dispendio abundante de miel merengue y azúcar, de festejos más o menos frívolos, recibí tanto afecto de tanta gente que me quiere y me quiere bien, recibí un cariño que necesito como agua de mayo (nunca mejor dicho) y como pañuelo en velorio, sin importar tres bledos si el motivo para el saludo gentil, para la palabra sanadora, para el guiño fraternal es una vuelta más de la Tierra al Sol, de Luna a la Tierra, de los marcianos a Plutón o de Andrómeda a la Vía Láctea, y dándome igual si en su concepción estuvo el Corte Inglés, los artesanos ruanos del Paris Medieval, el núcleo cósmico inter estelar del poder eterno, o las babas y las chispas de Barrabas y su séquito de serafines lisiados.
Sentí el agasajo de los amigos, el gozo de aquello que concluye en alegrías, ligeras o densas, identitarias o importadas, bienvenidas siempre que tengan a bien el dispendio de palabras amables, sonrisas, roces, miradas piadosas, amor y calor en cualquiera de sus formas.
Muchas gracias a todos los amigos , conocidos y almas colegas que habitan el aire y viajan con el presentimiento y la energía.
Me hechizó el encanto del cariño.
Cuando pienso en mi generalmente me represento con la imagen de un buen tipo. Sin embargo en el fondo no estoy tan seguro que esa sea la imagen que proyecto con la frecuencia que me gustaría admitir.
Acabo de bajar a comprar un refresco frío, algo de ensalada, pan y algún aperitivo, para ver un partido pertrechado de víveres, una vez en la cola para pagar se paró detrás de mi una cajera de ese supermercado, con la que una vez tuve un desencuentro mientras pagaba, por una actitud que consideré impertinente de su parte, después de aquello cada vez que nos cruzábamos por los pasillos ninguno hacía el mínimo gesto de saludarnos como era habitual con los demás dependientes.
En un momento la sentí tan cerca detrás de mi, me sentí tan equivocado, de repente vinieron a mi todas las personas con que estoy distanciado, con las que me he peleado, con las que no nos hablamos más, por supuesto por algo de lo que "yo no tengo la culpa", las que no volví a ver y las que no conoceré por haberme vuelto un ser tan recluido, tan exigente, tan incluso cascarrabias, cosa que detesto; entonces, a un par de días de mudarme de barrio, decidí girarme y hacer un esfuerzo por ser amigable.
_ Hola- le dije- ¿ya vamos saliendo?
- Sí- me dijo sonriente. ya se acaba el día-
-Pase adelante- le dije, ella amablemente declinó el ofrecimiento, hasta que hice el gesto de quitarme de la cola y no regresar hasta que no pasase delante mío, detrás de ella había otra dependienta con una compra también que la invitó a aceptar mi ofrecimiento y la propia cajera la miró como diciendo, "no lo dejes así" . Entonces pasó adelante, pagó y me sentí en el aire.
Las "gracias" que me dio y el "de nada" que le devolví y el "hasta luego" al salir fueron como poner en marcha una alfombra mágica para atravesar aquella puerta automática enorme, hinchado, aireados los pulmones y el alma, con mis bolsas en la mano y la disolución de aquel percance que se había envenenado por un rencor absurdo, tan antiguo como la huella, tan pesado como los inicios, procedí como mi abuelo y mi abuela me habrían dicho que debe hacer un caballero antes de irse de su barrio.
Entonces camino al apartamento, por un instante, empezaron a venir a mi, tímidas, incipientes, las sonrisas de aquellas personas con las que estoy distanciado, de aquellos con los que me he peleado, y de alguna manera empezaron acercarse todos aquellos a los que jamás voy a conocer.