Se llamaba Elena, nació a inicios del siglo veinte, en una aldea de la provincia de Burgos que está en el medio del triángulo idílico formado por Lerma, Santo Domingo de Silos y Covarrubias. Su padre vendía carne o directamente los animales que criaba a esos tres pueblos llenos de historia y de casas blasonadas. Atravesaba las elevaciones que los rodeaban con los burros cargando la mercadería y con la nieve garantizando su conservación y ralentizando el ritmo de la marcha. Valentín murió por un disgusto causado por la traición de un amigo, eran otros tiempos en que un embuste podía matar. Los jóvenes fueron partiendo de a dos por vez a Burgos, apertrechados de sus petates, de ahí a Vigo, y de ahí en barco a Argentina, un país donde se prometía trabajo y nueva vida en una tierra fértil, una gran ciudad, cielo azul y gente amable.
Mi abuela salió con su hermana mayor y con otra vecina de la aldea, contaba que nunca consiguió quitarse del todo el acceso de rabia de que fue objeto, cuando fondearon en Río de Janeiro, y su hermana y vecina no la dejaron bajar del barco con ellas para pasear y pavonearse, porque era demasiado joven, tenía quince años y les haría parecer una niñatas cazurras. A menudo contaba como volvieron con bananas y frutas, la piel tostada y alegres como nunca las había visto mientras ella solo veía las luces por la noche que inundaban toda la costa. Tan bien lo contaba y al cabo se reía de ella misma y que no pudiese olvidarlo, que me lo trasladó como si me hubiese sucedido a mi mismo.
La abuela trabajó cuidando niños de una familia pudiente, como la de mi otra abuela, en aquel tiempo el europeo viajaba a América para servir al criollo. En América hubo tres épocas, una en que el europeo viajaba al continente para ser servidos por peones esclavizados, después viajaron para servir al criollo, y hoy los americanos viajan para servir al europeo en sus casas. Trabajó y fue muy querida por los niños que crió hasta que se casó. Mi abuelo no era el tipo más cariñoso, ni siquiera el más considerado, la abuela fue una de esas mujeres que aguantó de pie y en silencio y nunca dejó de trabajar en la casa ni la escuché quejarse.
Cuando nací casi pasaba más tiempo con la abuela que con mis padres que trabajaban ambos, para mi estar cerca de “elabuela” era el paraíso, una especie de nube de la que no quería bajar, tal como le pasaba al dragón verde con la nube dulce. La paciencia, el cariño, el olor a limpio de la abuela aun me conmueven. Cuando la recuerdo escapa de mi hipotálamo y me llena el cuerpo, y va más allá, se instala en mi derredor, lo cual me prueba que la abuela nunca me abandonó. Después se fue a vivir con nosotros, se levantaba antes que todos, nos hacía el desayuno, empezaba a las cinco y media con mi viejo, su yerno, y se acostaba tarde, cuando todos ya estábamos en la cama, tras lavar el último plato de la comida que también ella había hecho. Así fue hasta que partió, quedándose en cada intersticio de nuestras vidas.
Hace más o menos un mes, no podía pegar un ojo, llegué a un punto de dificultad de respiración que solo podía estar sin sentir que me ahogaba si me ponía en posición de alumno descansando en su pupitre, con la cabeza inclinada sobre los brazos cruzados apoyados en la mesa. Solo así lograba conciliar el sueño aunque fuese unos minutos. Solo así el aire conseguía entrar y salir de los pulmones con una victoria pírrica. El segundo día no pude siquiera dormir unos minutos y por la mañana fui al Hospital de León, previamente pasé por una panadería, compré dos palmeras grandes, las llevé a casa de mi ex mujer y mi hijo, lo desperté y le dije que ahí le dejaba desayuno. No sé por que me dio por ahí. Llegué a urgencias y pude aparcar en un sitio gratis. Me dirigí a la puerta de Covid 19, ya que estaba convencido que mi obstrucción pulmonar era debido a haberle dado albergue a este virus. Curiosamente el personal que me atendió también pensaron que podía deberse a este virus. Ipso facto me hicieron varios estudios, y al cabo de un tiempo me invitaron a acostarme en una cama con un pijama, y tras un electrocardiograma y una ecografía, la cardióloga me pidió el teléfono de un familiar para avisarle que me quedaba ingresado. En el momento en que me dijo que me quedaba allí sentí como si tuviese fiebre y entrase mi abuela en aquella habitación. De ahí me subieron a un área intermedia de Covid mientras esperaban los resultados de la prueba PCR, me dieron la indicación de no levantarme para nada ese día, y pasada la cena me llevaron al área cardíaca. Desde ese momento hasta ocho días más tarde en que me dieron el alta, el trato fue de una exquisitez, de una calidad humana y profesionalidad, por parte de todas y cada una de las enfermeras y médicos que sentí en cada instante como si mi abuela hubiese aparecido para cuidarme, para que mi corazón no se detuviese como el de su padre, sabiendo que Cupido ya no aloja ahí su saeta, pero que los disgustos y la amargura continúan opacando su brillo.
Además del calor humano, destaco la tecnología, la limpieza, la comodidad de la habitación de la cama eléctrica, de cada medicamento o tratamiento aplicado. Siempre fui defensor de la salud pública, de la sanidad para todos a coste cero, pero en esta ocasión quedé realmente impresionado por todo lo que hacen esas personas heroicas, no solo para que continuemos con vida, sino para que nos sintamos como en el más protector de los brazos. Todo sin pagar un céntimo.
Tenemos que defender con todos nuestros esfuerzos y recursos la salud pública, pero incluso ir más allá, dedicarles un amor y una porción de respeto a esas almas que van de un lado a otro mientras estamos en ese limbo, intentando que nos quedemos en esta dimensión, y que si nos tenemos que ir, que sea en el viaje menos traumático posible.
Más cariño y más salario para todas esas personas que cuando entran al tajo se visten con el alma de mi abuela y la dignidad de su padre.