El juglar y su vara
Al principio de todo había unos hombres que cuando veían un río, unos palos y sentían un ardor en el estómago salían a pescar sin mayores preámbulos. Actuaban sin más. Otro tipo de hombres veían el palo, el río sentían hambre y se miraban a sí mismos pensando ¿ y yo que hago con todo esto?. A estos les aterrorizaba la idea de que sus vidas dependiesen de sí mismos, de su capacidad para procurarse el sustento.
Entonces hacían dos tipos de cosas diferentes.
Unos con determinadas características tomaban el camino más rápido y se apoderaban del mando mediante el garrote.
Otros cuando el hambre se hacía insoportable iban a la orilla del río a dar lástima, a pedir o a comer las sobras.
Había un tercer grupo que procuraba equilibrar su holgazanería e inutilidad entreteniendo a los que habían conseguido comida, divirtiéndolos, contaban historias o chistes, tocaban el tambor, cantaban, entonces el público agradecido les cedía gustosamente parte de su botín para que lo repitiesen .
Así se comenzó el espectáculo, el entretenimiento, el arte bufo.
Unos pocos se quedaban en los dominios de la tribu pensando. Cuando estos observaban los palos, los ríos y sentían hambre no establecían ninguna relación entre ellos. El mundo material les daba igual con excepción de aquello que dotaba de confort. Este grupo hizo el arte rupestre sin procurar alimento a cambio, a menudo morían de congelamiento o devorados por alguna fiera mientras estaban abstraídos, inmersos en sus observaciones de las formas, jamás de los contenidos, nunca en lo práctico, siempre en lo representativo. Y en el pensamiento.
Gran parte de ellos conseguían un mecenazgo estable, de modo similar al bufón pero exponiéndose menos a la evidencia.
Al fin y al cabo, tanto los poderosos, como los artistas más o menos payasos formaron parte en un principio de sectores que en cualquier otra especie habrían estado condenados a desaparecer, pero en la humana llegaron a aparentar gravitar por encima del humilde “hacedor”.
Que en realidad de humilde no tiene nada, sólo es simple porque no precisa de ninguna complejidad, sabe trabajar, lleva comida y arma las chozas. Parecido a aquellos a quienes el instrumento les sobrepasaba el taparrabos, que era otro perfil de los que en la tribu no tenía que saber hacer chistes, ni hacer pensar, ni conmover.
El arte, la riqueza y la evolución han conseguido estar sobrevalorados; la genialidad, el poder y la inteligencia no fueron más que sucedáneos exitosos, fue el remanso de aquellos que no conseguían atrapar al pez, ni alardear de su pescado.
Viveza criolla
Me resulta curioso ver como hasta las últimas consecuencias, el neurasténico espíritu latino, y más aún el latino del sur, insiste en la creencia de encontrarse en la posesión de una especial habilidad para engañar a los demás que los convierte en campeones de la "viveza".
Todos mintiendo a todos, todos estafas a diestra y siniestra, desde las más pequeñas y casi imperceptibles hasta aquellas que establecen nuevos récords, y por supuesto todos sabiendo que el de al lado nos está "embocando", "cagando", "acostando", "engrupiendo", "timando", "bolaceando", "embaucando" y un sin fin de eufemismos para describir el acto del engaño, y permitiéndolo para que a nuestra vez también exista la misma tolerancia.
Luego un común denominador es que cada país, cada cultura de las que practican este deporte cotidiano son los únicos que se ven a sí mismos como los más vivos del mundo. Nadie más lo ve, ningún otro país lo dice, pero al menos ellos sí. Un país entero al menos cree, o dice creer que son los más listos del Planeta. Bueno algo es algo, por algún sitio se comienza!.
Y otro común denominador es el altísimo nivel de vida, las vacaciones que tienen, los índices de desarrollo, la tranquilidad y la perspectiva de futuro que se disfruta en aquellos países repletos de nativos inocentes, tontos, bobos, come gofio, boludos, panolis, según el criterio de los avispados habitantes de los países "listos", donde por el contrario siempre se vive con sobresaltos, nadie confía en nadie, ningún promesa se cumple, ninguna palabra se respeta, todos están contra todos, aunque aparentemente sea donde más se dicen mi hermano, mi amigo del alma, donde más jura amor eterno en el mismo momento que se ponen los cuernos.
Desde pequeño yo albergo mis dudas sobre lo acertado de estos conceptos, cuando observaba que casi siempre el bobo veranea en los mejores lugares de la tierra del vivo, donde este no puede poner una pie a nos er vestido de pingüino y con una bandeja en la mano.
La mayoría de veces se puede encontrar al bobo en el país del vivo tumbado al sol con un daiquirí que le trajo hasta su sombrilla el vivo, bebida que por cierto es para tontos, porque los vivos beben aguardiente de baja calidad en sitios sórdidos, ya que son tan despiertos que pueden sobrevivir entre las hienas, muchas de esas ocasiones el tonto está con una acompañante que puede ser la "viva" hermana o esposa del "vivo", porque son tan despiertos que le están sacando al bobo lo que él ya había decidido ir a gastarse para pasarlo de maravillas viendo trabajar a los vivos.
De un tiempo hacia acá me enojo menos cuando me toman por boludo. Quizás no sea otra cosa que el método más eficaz para suponerme socio de algún club aventajado.
ADN
Treinta y dos vasos con líquido en diferentes tonalidades de color rojo.
Alrededor de la mesa cinco personas, dos de ellas perversas, especializadas en causar daño.
-¿ Qué harás si me voy? No podrás meter tu odio en mi cabeza, ni siquiera una bala.
Otros dos que no paraban de balancearse hacia un lado y hacia el otro, vomitaban y se defecaban encima, llevaban sus rabos y sus tetas fláccidas consigo, estaban alertas y sin embargo parecían dormidos, aquietados, pintando las rendijas, taponando la salida a las ratas.
Y había uno más en la punta de la mesa, en la punta de su propio nabo, en el filo del deseo, sudando, cubierto de la baba que expele el odio y vacío de energía positiva, desierto de proyección.
Treinta vasos con una materia pegajosa, rojo desteñido veteado de amarillo bilis, con un toque blanco de leche cortada, regurgitante.
Treinta vasos rosados.
Corrientes y Callao
El otro día me encontré con mi amiga periodista Claudia en el café Ópera, en Corrientes y Callao, para charlar un rato de bueyes perdidos.
Al cabo de la conversación, cuando nos pusimos de pie mientras me disponía a la última caminata del día hacia el barrio de Congreso donde estaba parando por los días que visité la ciudad, mi amiga me advirtió:
- Mirá quien acaba de entrar.
Me giré y vi la figura enjuta por la naturaleza y los años de Juan José Sebreli, estaba justo en ese momento entrando con su gabardina de siempre sobre la vestimenta más que correcta, y atendía sin desdén a un parroquiano que se había levantado a hacerle participe de su admiración, le pedía un autógrafo para un libro a lo que Sebreli parecía acceder sin prisa y sin molestia.
Me aproximé en el momento en que el admirador regresó por un instante a la mesa en que se encontraba con otra persona para tomar el libro, y no constituyó esfuerzo alguno saludarlo porque estaba con su amplia sonrisa característica que esboza mientras deja los párpados entornados sobre los ojos, aún vivaces.
Pero estaba claro que no me reconocía.
Entonces le dije mi nombre y que habíamos conversado algunas veces, y también que representaba para mi una sorpresa muy grata verlo así de vital y verlo en el Ópera, no consideré adecuado recordarle a nuestra amiga común de otrora gracias a quien lo conocí, ya que no estaba seguro de tener el permiso de ella para utilizarla con fines que al fin y al cabo podrían pertenecer al conjunto de la vanidad. Sentí que pretender un abrazo más efusivo ante la mirada de Claudia o la evidencia de pasadas charlas y encuentros podría constituir una muestra de cholulaje de escaso buen gusto.
Pero entonces Juan José me preguntó: ¿ Dónde estás viviendo ahora? . Lo tomé como una pregunta cortés más que retórica, y le contesté con precisión el sitio de España donde vivo actualmente, sospechando por la impertérrita persistencia de las comisuras de sus labios, de idéntico dibujo entre el saludo al admirador y a mi, que no tenía ni idea de quien era yo. Me despedí antes de que llegase nuevamente el parroquiano con su libro a punto de cambiar su status definitivamente gracias a la dedicatoria.
Salimos de aquel Café continente de tantas historias, con la sensación de que además de estar en el centro de Buenos Aires, estábamos merodeando su corazón y la historia reciente.
Como siempre una ciudad hecha para caminar, a pesar de los súper pozos y las baldosas trampolines de hediondos líquidos mega voladores, a pesar de ello y de lo que sea, una de las ciudades mas impresionantes, variopintas, energizantes, y también agotadoras que he tenido oportunidad de conocer.
Donde a pesar de las pasiones y los enconos con se defienden las posiciones casi siempre extremas de cualquiera sea el momento de su actualidad política, la gente disfruta de la vida, los amigos se abrazan y se dicen que se quieren, y las porciones de pizza de muzarella de Guerrin y de las Cuartetas siguen siendo de las más ricas del mundo.
Cuando despedí a Claudia y continué caminando hacia el departamento de mi tía, me quedé pensando en aquel episodio de saludo y desencuentro con Sebreli, un escritor necesario para entender la Argentina del siglo XX con la característica de que convirtió algunos títulos de temas sociológicos, como " Buenos Aires, vida cotidiana y alienación" o "Mar del Plata , el ocio represivo" en Best sellers de entonces, mérito que aunque no se recluya en un cien por ciento a su persona, ya que intervino de la otra parte una sociedad receptiva donde la aspiración de "saber" estaba viva y contaba con buena prensa, quizás no huelgue reconocer que algo habría tenido que ver en dicho fenómeno el flaco. Compartiendo ese extraño éxito popular, masivo, casi playero, en títulos tradicionalmente condenados a tiradas modestas, con el "Medio pelo de la sociedad argentina" de Arturo Jauretche y con los recientes éxitos de Pigna, aunque en este último caso hay que decir que el suceso ha tenido lugar en la era del plástico.
Como lector encuentro cierta familiaridad entre Sebreli y Lipovetsky, quizás por los éxitos de ventas en temáticas de corte sociológicos, o tal vez por esa característica tan de ambos, de argumentar en cada nuevo libro porque opinan ya de otro modo que en el anterior, algo que me fascina toda vez que no hay mejor motor para exprimir la materia gris, que la contradicción.
Aunque el Buenos Aires comprometido ideológicamente, la ciudadanía militante de la opinión política de los años sesenta que leyeron a Sebreli, con sus pro y sus contra generalmente relacionados estos con la violencia y la intolerancia, mucho se diferencian de la actual población más motivada por lo emocional y lo instintivo.
De manera que aquél resulta un fenómeno engañosamente similar al que nos ha deparado el post modernismo, donde a merced de compartimentos estancos como instrumentos de análisis, del minimalismo del pensamiento, fue inundado todo por la inmediatez, la banalización, el lenguaje ultra coloquial, de tipo "cercano" hasta la pegajosidad, lo cual posibilitó que unido al hábito de alimentarnos con Mac Donald's, vestirnos con Levi's Strauss y exigir unas pocas escalas para llamarle música a unos encantadores y estimulantes sonidos, también pretendamos decir las cosas más trascendentes de nuestra época bajo la ley del mínimo esfuerzo.
Aunque en honor a la verdad, pocas cosas más coherentes que tal aspiración, pueden haber en la época del imperio del entretenimiento, del tranquilizante y del somnífero.
Cuando ya me había ido de Buenos Aires mi amiga Claudia me confesó que la situación la llevó a sentir que entraba al túnel del tiempo.
Exacto, quizás lo único que busco cada vez que doblo la esquina de Callao y comienzo a bajar por la calle de los libros, los cines y los teatros, es volver a la librería que allí tenía mi padre por los años en que yo nací, y donde por lo que me cuentan, en medio del bullicio de la nutrida fauna que allí se daba cita, yo conseguía conciliar en mi moisés, un profundo sueño del cual aún conservo una remota idea.