Alamar, el coscorrón del pan
Faltaba poco para fin de año y nos pasó a recoger un automóvil Volga para ir a conocer los dos nuevos departamentos que nos daría el ICAP. Atravesamos Centro Habana hacia La Habana Vieja, no era el lugar donde había que vivir, íbamos para el lado contrario al que sería considerado mejorar, todo lo que era del Habana Libre hacia la parte más destruida de la ciudad en busca del túnel, era claramente un castigo, todo lo que fuese internarse en ell Vedado en procura del otro túnel que llegaba a Miramar, era un premio. Pasamos a La Habana del este, los paisajes eran amplios, los conocía de cuando iba a la playa, circunstancia en la cual, cuando la vista se perdía de un lado hacia el mar y del otro hacia la frondosidad caribeña de la naturaleza salvaje apenas recortada por algún jardinero anual, solo cabía el disfrute de la contemplación, modificaba diametralmente la percepción cuando uno entendía que ese sería el camino a casa, o l,o que es peor, desde casa, enterrado en casa, ahogado en casa, conminado y enclaustrado en casa.
Por primera vez salí de la carretera antes de las playas del Este para entrar en una carretera más angosta que anunciaba que estábamos en los dominios del barrio obrero de hombre nuevo de Alamar, y aparecieron en el perfil que marcaba la horizontal de mi ventanilla bajada los primeros edificios de la barriada dispuestos de forma desordenada, con sus típicos tanques de agua arriba y sus cinco plantas por escalera, ubicados sobre jardines improvisados en la tierra roja. Estacionamos,, bajamos del Volga y tomamos un camino de concreto que nos llevaba a dos escaleras, donde estaban situadas las que serían nuestras viviendas. Del lado derecho había un Círculo Infantil,. Y del izquierdo se alzaba el espanto de bloque al que de ningún modo quería mirar.. subimos la escalera observados sin el más mínimo reparo por decenas de pares de ojos, y entramos a la vivienda, amoblada, dotada de refrigerador, televisor, radio, y utensilios de cocina y limpieza, de ahí fuimos a la otra que era exactamente igual pero estaba dos escaleras más allá. Llegado ese momento la nuez y los esfínteres se me aflojaron, fue el primer uso que le di al baño, cuando tiré de la cadena quería que agua me llevase consigo y no solo concluyese aquella pesadilla, sino que quedase muy atrás, lejos, tanto com estaba ese espanto del Hotel Habana Libre. Creo que a todos se les quitaron las ganas de comer los ravioles de la abuela, nos habríamos conformado con los cientos de platos humeantes que llegaban de manos de las camareras a nuestras mesas de refrigerio, y habríamos con gusto aplazado esa romántica idea de de tener vida de barrio como solía decir mi madre.
A la semana pasaron a recoger nuestros enseres en camionetas y nos volvió a llevar el Volga pero sin regreso al hotel. Los obreros subieron los libros y algunas cosas más que se habían juntado en tres años y medio, y el encargado del ICAP que nos llevó, esa vez sin subir al departamento, acaso también no demasiado emocionado con la estética que le brindaba el edificio de la zona 6 de Alamar, su vecindario tan popularmente revolucionario, esas flores Mar pacífico que recubrían los muros del círculo infantil y la sombra del framboyán, nos brindó su última sonrisa servil, la de ¡buff, que bueno, terminó todo! Se subió al coche ruso, encendió y antes de que mi brazo extendido pudiese detenerlo, pudiese lograr devolverme a la habitación 21-31 de L y 23 3n 3el Vedado, para conservar las últimas gotas de argentinidad que amenazaban con diluirse en esa calle de cemento sin rejillas, sumideros ni historia. Volví a caminar con la cabeza baja.
Así fue que finales de 1976, tres años y medio después de haber llegado a La Habana, una vez cerrado el sarcófago a toda licencia estética, fue cuando realmente aterricé en proyecto revolucionario cubano.
Jamás nadie escuchó de mi boca ni de mi madre y abuela una queja al respecto, porque éramos agradecidos y educados, y porque me dolía ver exiliados que se quejaban amargamente, mientras los cubanos debían trabajar tres años para obtener una de esas casas sin muebles ni electrodomésticos; pero esta es la pura verdad.
Morronga del largo adiós
Pasaron meses en que seguíamos con nuestras vidas ordinarias mientras los equipos de trabajo de refacción del hotel iban subiendo pro cada planta, ocupando cada piso con taladradoras, martillos, baldes con cemento, levantando alfombras, golpeando paredes, empezando por el lobby que ya parecía una superficie extraterrestre, en la que en cierta manera daba una sensación de riesgo caminar ver convertido cada rincón conocido, cada esquina, cada tienda, baño, zona de sillones, alfombras, bares todos destartalados. Luego fueron subiendo del segundo piso al Mezzanini, aunque como era el comedor en que la mayoría de los huéspedes estables solíamos comer, no lo destriparon como el resto de plantas.
En un cumpleaños de Ronnie, los padres lo habían llevado a cenar a un restaurante que pertenecía al hotel y nunca lo habíamos sabido, el “Polinesio”. Y la razón por la que ni siquiera lo habíamos sospechado, incluso llegamos a ir pagando, es porque para entrar había que salir del hotel y caminar por un pasillo lateral que daba a la Rampa, donde se formaban colas de cubanos esperando para ser atendidos, porque se habían ganado el derecho a cenar por sobre cumplir una norma de trabajo o por haber delatado a un contrarrevolucionario del barrio. Cuando Ronnie nos lo dijo empezamos a ir cada vez más, la comida era muy rica, de tipo oriental, arroz fritos, maripositas chinas y pescados en modo de chop suey. Y precisamente en esa época lo mejor del Polinesio es que no se hacía evidente mientras se masticaba la comida el desmantelado del hotel. Incluso en la mesa sueca del piso 25, ya habían empezado las obras de levantar los suelos en el ala de enfrente que era el cabaret Pico Turquino.
En un momento llegó la refacción al piso 21 y ya salir de la habitación era triste. En el hotel no quedaba nadie que no fuésemos los pocos exiliados fijos, era como sacarse una curita muy de poco haciendo levantar cada pelo desde su poro lentamente hasta dejarlo afuera. Un día que me dirigía hacia los ascensores entre cables y hierros retorcidos, escuché unos gemidos que provenían de más allá de la puerta que llevaba a la parte de los utensilios de trabajo de los empleados, donde estaba también el cuarto de cambiarse de ellos y un baño con ducha. De adentro del baño procedían los suspiros y los –ahhh-, que rico- así que con cuidado me agaché para mirar por las hendijas de madera de la puerta amarillo apagado, y vi a Miranda y a mi mucama preferida, Yolanda que en ese momento me di cuenta de lo buena que estaba ya que nunca la había mirado desde ese prisma, duchándose y clavando como desesperados, como si además de los cables por el suelo y los focos de luz colgando, un palo bien eléctrico fuese a dar más credibilidad al largo adiós que se aproximaba. Yolanda estaba de espaldas y se echaba hacia atrás con ganas recibiendo la tranca de Miranda, que era un mucamo calvo, canoso, bastante mayor que se dedicaba a limpiar los lugares comunes de pasillos y ascensores más que las habitaciones, pero que de viejito parecía no tener nada; cuando Yolanda echaba el culo hacia atrás para sentir la clavada Miranda al unísono la ensartaba con un seco y chapoteable “touché” de esgrima que hacía saltar los tapones del curioso. No sé si fue mi respiración o la mano, pero hice un ruido y de inmediato se giraron ambos hacia la puerta, así que salí raudo de allí. Aún hoy aquella imagen de la buena de Yolanda gozando de aquel modo de un palo con el suertudo de Miranda que no cesaba de dar morronga en medio de aquel desmoronamiento, de la caída de cada trozo de historia desde que Hilton concibió aquel mastodonte, excepto en el baño en que nadie nunca había reparado, levantando la espada victoriosa de los únicos que habían vivido aquella epopeya trabajando, cumpliendo y dejando los asuntos del palacio bien doblados y en perfecto orden.
Tremenda agua
Cuando era chiquito era muy tímido, enfermizo, aunque un poco cabroncete también.
Después me volví un poco loquito, no paraba de joder desde la mañana a la noche.
Y cuando adolescente se me destapó la olla, fuera estudios, rock'n'nroll, vagancia, cochinada, niñas si alguna quería y drogas.
Fue la etapa cuando más fuerte me drogué, pero con drogas de farmacia. En Cuba. Unas eran un blíster de pastillas para el Parkinson, que con una ya ibas puesto, pero si tomabas cinco era de verdad un suene que nunca volví a conocer. Hablaba con uno, me giraba, volvía a girarme y cuando lo veía, le decía ¡coñó, tú aquí! ¿qué bolá?
Todo era brillo en la piscina de los rusos.
Y otras píldoras eran de una enfermedad mental, también con tres te ponías a saco.
Las pastillas se conseguían sin buscarlas, si te ponías a buscarlas nadie te iba a suplir, en aquellos años era algo muy delicado. Un amigo de un amigo, siempre después que ya hubieses faltado suficiente a clases, fugado del campo, roto cristales o enseñoreado la distinción de "diversionismo ideológico" en el expediente escolar acumulativo.
Cuando probé el efori, por más que me gustó y pasé la tarde escuchando "Midnight Lightning" de Hendrix una y otra vez y partiéndome de risa con Jardines, el del espendrún del edificio que la conseguía suave y rica, no me pareció ni la milésima parte de despingante y descojonante que las pastillas.
De viejo mi toque sabroso fue con el alcohol, pero ojo, me hice adicto a otra droga que no mencionaré porque tampoco hay que contar todo; hace mucho la toqué por última vez, pero seguiré siendo su fiel escudero hasta el fin de los tiempos, en el confín del Averno.
Un cabrón al que los románticos llaman "bichito", que vuela de ala en ala pudriendo las plumas.
Es curioso porque hoy que no tomo ni fumo ni bebo nada que interceda en el sistema nervioso central, el bajón del corazón, actuó como un frenazo lisérgico. Camino como si nunca fuese a llegar y tampoco me importase más que el paisaje de los lados.
Es un largo camino para llegar a la cima si te gusta el rock'n'roll.