Bolso de viaje
Hace un año y cuatro meses que no me he movido de León. Ha sido una experiencia extraña. Desde que salí de la imposibilidad de viajar en Cuba, a mis veinte y pocos años, no he parado de preparar el bolso o la maleta cada pocos días. A veces por necesidad, otras por trabajo, y otras por ocio, aunque casi siempre con placer.
Muy pocas veces fui turista, alguna ocasión en Santo Domingo, Huelva, Landas, París, Londres. Nueva York, Roma, Kyoto o Cádiz. Pero casi siempre he sido viajero. La diferencia radica fundamentalmente en que los viajeros vamos disfrutando de cada metro del camino si es a pie, si es un tren Shinkansen, diría de cada cien metros. Cuando he viajado caminando y a dedo, he ido prestando atención a las vacas, las piedras, incluso la educación de los mosquitos que cuando perciben que no eres un visitante ocasional, sino que estarás un tiempo entre ellos, respetan tu piel; te pican, sí, pero como penúltima opción, la última son los pescadores. Iba mirando cada planta que mis pies pisaban, los árboles y animales, las personas que me cruzaba, las historias de los conductores que me recogían. Si el bolso lo armé porque tenía que abandonar un aposento improvisado, la atención se centraba en los timbres de quienes me podían dar albergue, y en no tomar en cuenta las negativas, dar por descontados los rechazos y sólo reaccionar ante las buenas sorpresas, esos son los únicos viajes que no les deseo a nadie. Cuando he viajado en ómnibus, la ventanilla. La ventanilla es como si desde el útero se tuviese la posibilidad de mirar por la vagina hacia afuera para ir disfrutando del mundo antes de tener que salir. En tren lo que más he disfrutado son los compañeros de viaje. A veces en compartimentos cerrados, a veces en asientos, sus caras, sus entretenimientos, los libros que leen, y en los trenes más trenes, he disfrutado del aire en la cara, del sonido de los postes pasando cerca del oído, agarrado de pasamanos de las puertas de entrada y salida entre vagones. En los aviones, de todo, desde la llegada al aeropuerto, la investigación de la puerta de facturación cuando llevo maletas transatlánticas, o de embarque si viajo con valijitas de neceser, calcetines calzoncillos y alguna medicina. Todo, las caras de los que están en ese mismo instante de limbo, de impasse entre sensaciones, entre experiencias, que es la espera del avión. Me apasiona ver como la gente gestiona ese tiempo perdido, esa especie de propina en que no tenemos nada que ser, no estamos obligados a representar nada, incluso podemos cambiar nuestros personajes y ser el actor de la última escena, o el que nunca llegó a salir al escenario. Podemos caminar por los pasillos con aire de importancia, o de impotencia, protagonistas o voyeurs, podemos echarnos perfumes, comprar un chocolate que jamás compraríamos en nuestra cotidianeidad. Sentarnos, caminar, ir al baño y siempre evitando esas malditas botellas de agua de a dos o tres euros el medio litro. Bajar del avión en aeropuerto nuevo, donde nunca se estuvo previamente es una experiencia divina, a mi me invita a tomar un café de ese país, saber cuanto cuesta, tener el primer contacto con alguien de allí, que a la sazón, entiende que uno no hable bien su idioma ni sepa que son esos bollos horneados o fritos de la vitrina que aparentan tan buen sabor. Salir a la puerta del metro o tren si es una gran ciudad, o a los buses si es un pequeño aeropuerto o un enclave menos populoso. Sentir la vida cotidiana del país desconocido pro primera vez, escuchar su lengua, verlos alejarse del aeropuerto, ese sitio de impasse, ese limbo, y reingresar a sus vidas naturales, o ver como ingresan los otros viajeros como yo. Cuando viajo acompañado también miro todo esto pero en mi idioma y con mis chistes, en cambio cuando viajo solo todo es distinto, desaparece el idioma, la tradición, me libero de puntos de anclaje, excepto el café de cada aeropuerto.
Un año y casi medio sin salir siquiera a la carretera por más de una hora, hace que hoy ante la perspectiva de retomar los viajes, sienta cierta intriga, cierto temor al cambio, a que nunca más pueda regresar ni a aquellas sensaciones, ni a esta pauta de seguridad, a esta cueva alumbrada y caliente al resguardo de los lobos bípedos.