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El blog de martinguevara

Bolso de viaje

22 Mayo 2021 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Relax

Hace un año y cuatro meses que no me he movido de León. Ha sido una experiencia extraña. Desde que salí de la imposibilidad de viajar en Cuba, a mis veinte y pocos años, no he parado de preparar el bolso o la maleta cada pocos días. A veces por necesidad, otras por trabajo, y otras por ocio, aunque casi siempre con placer.

Muy pocas veces fui turista, alguna ocasión en Santo Domingo, Huelva, Landas, París, Londres. Nueva York, Roma, Kyoto o Cádiz. Pero casi siempre he sido viajero. La diferencia radica fundamentalmente en que los viajeros vamos disfrutando de cada metro del camino si es a pie, si es un tren Shinkansen, diría de cada cien metros. Cuando he viajado caminando y a dedo, he ido prestando atención a las vacas, las piedras, incluso la educación de los mosquitos que cuando perciben que no eres un visitante ocasional, sino que estarás un tiempo entre ellos, respetan tu piel; te pican, sí, pero como penúltima opción, la última son los pescadores. Iba mirando cada planta que mis pies pisaban, los árboles y animales, las personas que me cruzaba, las historias de los conductores que me recogían. Si el bolso lo armé porque tenía que abandonar un aposento improvisado, la atención se centraba en los timbres de quienes me podían dar albergue, y en no tomar en cuenta las negativas, dar por descontados los rechazos y sólo reaccionar ante las buenas sorpresas, esos son los únicos viajes que no les deseo a nadie.  Cuando he viajado en ómnibus, la ventanilla. La ventanilla es como si desde el útero se tuviese la posibilidad de mirar por la vagina hacia afuera para ir disfrutando del mundo antes de tener que salir. En tren lo que más he disfrutado son los compañeros de viaje. A veces en compartimentos cerrados, a veces en asientos, sus caras, sus entretenimientos, los libros que leen, y en los trenes más trenes, he disfrutado del aire en la cara, del sonido de los postes pasando cerca del oído, agarrado de pasamanos de las puertas de entrada y salida entre vagones. En los aviones, de todo, desde la llegada al aeropuerto, la investigación de la puerta de facturación cuando llevo maletas transatlánticas, o de embarque si viajo con valijitas de neceser, calcetines calzoncillos y alguna medicina. Todo, las caras de los que están en ese mismo instante de limbo, de impasse entre sensaciones, entre experiencias, que es la espera del avión. Me apasiona ver como la gente gestiona ese tiempo perdido, esa especie de propina en que no tenemos nada que ser, no estamos obligados a representar nada, incluso podemos cambiar nuestros personajes y ser el actor de la última escena, o el que nunca llegó a salir al escenario. Podemos caminar por los pasillos con aire de importancia, o de impotencia, protagonistas o voyeurs, podemos echarnos perfumes, comprar un chocolate que jamás compraríamos en nuestra cotidianeidad. Sentarnos, caminar, ir al baño y siempre evitando esas malditas botellas de agua de a dos o tres euros el medio litro. Bajar del avión en aeropuerto nuevo, donde nunca se estuvo previamente es una experiencia divina, a mi me invita a tomar un café de ese país, saber cuanto cuesta, tener el primer contacto con alguien de allí, que a la sazón, entiende que uno no hable bien su idioma ni sepa que son esos bollos horneados o fritos de la vitrina que aparentan tan buen sabor. Salir a la puerta del metro o tren si es una gran ciudad, o a los buses si es un pequeño aeropuerto o un enclave menos populoso. Sentir la vida cotidiana del país desconocido pro primera vez, escuchar su lengua, verlos alejarse del aeropuerto, ese sitio de impasse, ese limbo, y reingresar a sus vidas naturales, o ver como ingresan los otros viajeros como yo. Cuando viajo acompañado también miro todo esto pero en mi idioma y con mis chistes, en cambio cuando viajo solo todo es distinto, desaparece el idioma, la tradición, me libero de puntos de anclaje, excepto el café de cada aeropuerto.

Un año y casi medio sin salir siquiera a la carretera por más de una hora, hace que hoy ante la perspectiva de retomar los viajes, sienta cierta intriga, cierto temor al cambio, a que nunca más pueda regresar ni a aquellas sensaciones, ni a esta pauta de seguridad, a esta cueva alumbrada y caliente al resguardo de los lobos bípedos.

 

Bolso de viaje

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Elabuela

15 Mayo 2021 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Europa Aorta, #Relax

Se llamaba Elena, nació a inicios del siglo veinte, en una aldea de la provincia de Burgos que está en el medio del triángulo idílico formado por Lerma, Santo Domingo de Silos y Covarrubias. Su padre vendía carne o directamente los animales que criaba a esos tres pueblos llenos de historia y de casas blasonadas. Atravesaba las elevaciones que los rodeaban con los burros cargando la mercadería y con la nieve garantizando su conservación y ralentizando el ritmo de la marcha. Valentín murió por un disgusto causado por la traición de un amigo, eran otros tiempos en que un embuste podía matar. Los jóvenes fueron partiendo de a dos por vez a Burgos, apertrechados de sus petates, de ahí a Vigo, y de ahí en barco a Argentina, un país donde se prometía trabajo y nueva vida en una tierra fértil, una gran ciudad, cielo azul y gente amable.

Mi abuela salió con su hermana mayor y con otra vecina de la aldea, contaba que nunca consiguió quitarse del todo el acceso de rabia de que fue objeto, cuando fondearon en Río de Janeiro, y su hermana y vecina no la dejaron bajar del barco con ellas para pasear y pavonearse, porque era demasiado joven, tenía quince años y les haría parecer una niñatas cazurras. A menudo contaba como volvieron con bananas y frutas, la piel tostada y alegres como nunca las había visto mientras ella solo veía las luces por la noche que inundaban toda la costa. Tan bien lo contaba y al cabo se reía de ella misma y que no pudiese olvidarlo, que me lo trasladó como si me hubiese sucedido a mi mismo.

La abuela trabajó cuidando niños de una familia pudiente, como la de mi otra abuela, en aquel tiempo el europeo viajaba a América para servir al criollo. En América hubo tres épocas, una en que el europeo viajaba al continente para ser servidos por peones esclavizados, después  viajaron para servir al criollo, y hoy los americanos viajan para servir al europeo en sus casas. Trabajó y fue muy querida por los niños que crió hasta que se casó. Mi abuelo no era el tipo más cariñoso, ni siquiera el más considerado, la abuela fue una de esas mujeres que aguantó de pie y en silencio y nunca dejó de trabajar en la casa ni la escuché quejarse.

Cuando nací casi pasaba más tiempo con la abuela que con mis padres que trabajaban ambos, para mi estar cerca de “elabuela” era el paraíso, una especie de nube de la que no quería bajar, tal como le pasaba al dragón verde con la nube dulce. La paciencia, el cariño, el olor a limpio de la abuela aun me conmueven. Cuando la recuerdo escapa de mi hipotálamo y me llena el cuerpo, y va más allá, se instala en mi derredor, lo cual me prueba que la abuela nunca me abandonó. Después se fue a vivir con nosotros, se levantaba antes que todos, nos hacía el desayuno, empezaba a las cinco y media con mi viejo, su yerno, y se acostaba tarde, cuando todos ya estábamos en la cama, tras lavar el último plato de la comida que también ella había hecho. Así fue hasta que partió, quedándose en cada intersticio de nuestras vidas.

Hace más o menos un mes, no podía pegar un ojo, llegué a un punto de dificultad de respiración que solo podía estar sin sentir que me ahogaba si me ponía en posición de alumno descansando en su pupitre, con la cabeza inclinada sobre los brazos cruzados apoyados en la mesa. Solo así lograba conciliar el sueño aunque fuese unos minutos. Solo así el aire conseguía entrar y salir de los pulmones con una victoria pírrica. El segundo día no pude siquiera dormir unos minutos y por la mañana fui al Hospital de León, previamente pasé por una panadería, compré dos palmeras grandes, las llevé a casa de mi ex mujer y mi hijo, lo desperté y le dije que ahí le dejaba desayuno. No sé por que me dio por ahí. Llegué a urgencias y pude aparcar en un sitio gratis. Me dirigí a la puerta de Covid 19, ya que estaba convencido que mi obstrucción pulmonar era debido a haberle dado albergue a este virus. Curiosamente el personal que me atendió también pensaron que podía deberse a este virus. Ipso facto me hicieron varios estudios, y al cabo de un tiempo me invitaron a acostarme en una cama con un pijama, y tras un electrocardiograma y una ecografía, la cardióloga me pidió el teléfono de un familiar para avisarle que me quedaba ingresado. En el momento en que me dijo que me quedaba allí sentí como si tuviese fiebre y entrase mi abuela en aquella habitación. De ahí me subieron a un área intermedia de Covid mientras esperaban los resultados de la prueba PCR, me dieron la indicación de no levantarme para nada ese día, y pasada la cena me llevaron al área cardíaca. Desde ese momento hasta ocho días más tarde en que me dieron el alta, el trato fue de una exquisitez, de una calidad humana y profesionalidad, por parte de todas y cada una de las enfermeras y médicos que sentí en cada instante como si mi abuela hubiese aparecido para cuidarme, para que mi corazón no se detuviese como el de su padre, sabiendo que Cupido ya no aloja ahí su saeta, pero que los disgustos y la amargura continúan opacando su brillo.

Además del calor humano, destaco la tecnología, la limpieza, la comodidad de la habitación de la cama eléctrica, de cada medicamento o tratamiento aplicado. Siempre fui defensor de la salud pública, de la sanidad para todos a coste cero, pero en esta ocasión quedé realmente impresionado por todo lo que hacen esas personas heroicas, no solo para que continuemos con vida, sino para que nos sintamos como en el más protector de los brazos.  Todo sin pagar un céntimo.

Tenemos que defender con todos nuestros esfuerzos y recursos la salud pública, pero incluso ir más allá, dedicarles un amor y una porción de respeto a esas almas que van de un lado a otro mientras estamos en ese limbo, intentando que nos quedemos en esta dimensión, y que si nos tenemos que ir, que sea en el viaje menos traumático posible.

Más cariño y más salario para todas esas personas que cuando entran al tajo se visten con el alma de mi abuela y la dignidad de su padre.

Abuela Elena a los 90

Abuela Elena a los 90

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La tía Eloa

8 Mayo 2021 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Relax

Radio era casi sordo cuando le convenía, tenía la velocidad exacta y las ideas claras cuando salía de su casa en la tarde después de la hora en que todos almuerzan. Pero era un cabeza de zapato si por la razón que fuese tenía que poner un pie en la calle en horas de la mañana.

Ese día salió dormido, aletargado, como embotado en sus pensamientos pastosos, con los ojos inyectados en plumas de ganso para almohadas anti asmáticas. Era un fantasma callejón abajo por el costado de la panadería, tenía una moneda en la mano que llevaba metida en el bolsillo derecho y la punta de sus dedo medio tocaba las llaves del coche viejo. Del rojo, ese que todavía estaba rodando con sus ruidos y su rock’n’roll. La moneda era de pocos céntimos.

Su casa se abrió en canal a lo lejos mientras despejaba el presente en esas calles espesas, dragadas hasta las cloacas donde la mierda navegaba a contramano con pedazos de piel, pelos y gotas de sangre. Todo lo que logra sobrevivir a los jugos gástricos naufraga por las entrañas del callejón, cloaca abajo. Su casa a lo lejos se partía en dos como un higo, la esposa dormía al lado de la cuna, reinaba la paz del sueño, la inconciencia del descanso. El menefreguismo de la haraganería levantaba los tablones del parquet y los convertía en remos que se impulsaban contra el haz de luz que emanaba de la lámpara del techo. Una bombilla Phillips sin obsolescencia programada que dejaba ver los agujeros de las caries e iluminaba el mal olor que escapaba entre las costuras flojas de los calzoncillos y las bragas. El remanso de la holgazanería.

Radio no paraba de caminar aumentando la prisa, como si cada balcón de las calles cada vez más anchas y bañadas por el sol fueran a desprenderse de sus paredes y caer sobre sus talones, sobre sus gemelos, sobre el paisaje trasero en que él imaginaba su casa abriéndose como una flor unas horas antes al amanecer, como el mar pacífico, como la rosa Shakespeare. Apretaba el paso con la moneda asida entre sus dedos índice y pulgar, mientras el medio ya había dejado la llave del coche para acariciar un huevo por encima de la tela del bolsillo del jean “oh que sensación”.

La panadería estaba cerrada pero enfrente estaba la tienda de golosinas que también vendía unas barras de miga horneada parecida al pan. Cuando hubo despejado sus dudas de porque permanecía cerrada a esa hora de la mañana la panadería de los coscorrones tostados y el suelo grasoso, bajó la acera y cruzó la calle que cubría los ríos de mierda, olió un aroma breve pero inconfundible a alimento horneado y entró en la tienda de los chinos. Se bajó los pantalones le hizo señas a la china para que le manosease el rabo, ya que se le había parado de tanto tocarlo con el dedo medio, y la mujer oriental dueña de la panadería auxiliar accedió como de costumbre. Su marido no sentía el mismo entusiasmo que ella cada vez que la sorprendía dando placer. Precisamente el chino estaba sacando el pan del horno eléctrico y Radio le pidió dos barras. Las pidió entrecortando las palabras para acariciar la mano de su esposa, pagó, y sin poder esperar a saciar sus deseos, se despidió de los dedos suaves de la china, guardó el venoso en su bragueta y volvió a jugar con la moneda.

Apretó el paso más liviano de toda aquella mañana e impulsado por la intuición de los efluvios de la peste que no quería oler, fue alejándose con dos barras de pan industrial calientes bajo el brazo, dejando atrás la descomposición de los balcones y el duelo de los guapos, camino a su casa que de a poco volvía a la normalidad a lo lejos, donde con calcetines y camiseta de una semana dormía su esposa cerca de la cuna del bebé, un cabezón divino que con los pañales bien cagados se aferraba a Morfeo.

Cambiarle los pañales al niño, calentarle un biberón, prepararle la bañadera, meter la ropa sucia y olorosa en el tambor giratorio de la bendita lavadora, radio recordaba cuando su abuela le lavaba todo a él a su madre y padre a mano, a lo sumo con la ayuda de una tabla e madera, que a veces era del mismo material que la pileta porque venía ya incorporaba. La abuela se levantaba primero que todos y se acostaba cuando ni las moscas de al cocina tenían más energía para seguir jodiendo bssssss, bsssss, ni tenía sentido que lo hiciesen si no había nadie entre migas y alguna fruta. Radio no esperaba que su mujer de la que no estaba casado pero llevaban más de diez años juntos, se despertase para atender a la criatura, ni para hacerle un café descafeinado con leche sin lactosa y sacarina, él casi de manera instintiva lo hacía todo, no necesitaba a nadie más que el recuerdo de su abuela, que podía con eso y con todo lo que le echasen.

Dejó las barras de pan en la encimera, puso la cafetera y una tetera eléctrica porque él no podía tomar café, al menos no ese café tostado y metido en el paquete hace tanto tiempo, que en el mejor de los casos sale de la cafetera con un sabor la cuarta parte de bueno que en una buena cafetería con una buena máquina con café portugués o italiano recién molido, en su mesita leyendo o mirando pasar los culos enfundados en sus jeans jamoneros de temporada. Prefería infusión, y dañarse el estómago de vez en cuando con verdadero placer de labios y papilas.

Puso unas tostadas de paquete sobre la sartén para calentarlas, sacó mantequilla y mermelada de fresas y puso todo sobre una bandeja que llevó a la cama de su querida dormilona.

Ella abrió un ojo, sonrió, dijo buenos días soltando un leve aroma a boca cerrada durante horas reteniendo los resultados de los procesos digestivos y sus descartes, que fue in diminuendo en la medida que siguió hablando palabras en voz baja y sin demasiado sentido. Radio le miró el culo, era algo que no podía evitar, el culo de Perna era francamente una delicia para la vista, contornos de nalgas, caderas, y vientre, columna, piernas y cintura que rozaban la perfección, solo la resistencia a una higiene más pulcra, equilibraba un tanto aquella maravilla. La braga que era rosada tenía la parte del bollo con toques amarillentos sobre el color original. A eso se refería Radio cuando le decía “mi amor ve a lavarte y no te eches agua así nomás, dale jabón y estopa a eso” y en silencio, en su interior aunque estaba seguro que Perna lo entendía con un sexto sentido de comunicación: “porque si no te va a mamar el bollo tu abuela”.

Él sostenía su taza cerrada comprada en Starbucks, llena de ese té de Sudáfrica, que le permitía ir tomando de a sorbos durante una hora o así.

-¿Qué hacemos hoy cariño?, podemos ir a la sierra con el niño- a ambos les encantaba ver con la alegría que el bebé se tomaba los viajes en coche saliendo de la ciudad y viendo el verde o la nieve. el niño era la verdadera fiera de esa casa.

-¿No te comenté que viene tía Eloa este fin de semana. Pero se queda en un hotel, dice que no quiere molestar– dijo Perna

- Coño, dile que venga al menos un día, le va a gustar estar con el niño.

Se metió en su habitación de lectura, computadora, televisor, música, y retiro, puso un disco de los Grand Funk, el concierto grabado “Caught in the act” y se tiró en el sofá, a lo largo, con la cabeza sobre un cojín forrado de cuero que impedía la entrada y salida de cualquier partícula de polvo, de ácaros, un cojín tan cómodo como saludable. Se quedó pensando con los ojos cerrados. La tía de Perna era la única persona que soportaba un día entero en la casa, también porque solía ser muy estricta en sus horarios y en sus buenas costumbres de “visita” , nunca hacía ruido cuando dormían, ni ocupaba demasiado tiempo los lugares principales de la casa, la mesita de la cocina, sus dos sillas del comedor preferidas, su sillón favorito, ni entraba al cuarto de pensar excepto si alguna señal la invitaba a pararse en la puerta preguntar algo y luego a pasar. Ese era el mejor momento con la tía Eloa, que a pesar de sus años, seguía estando más buena que el pan caliente con mantequilla salada y ajito picado. Radio nunca le metió mano pero muchas veces estuvo a punto, y aquello lo ponía muy excitado. Cuando la tía cruzaba las piernas y dejuaba ver pispear dentro del escote, el cuartito se convertía en un oasis

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