Viena
En el exterior los argentinos habían echado mano de un manojo de costumbres, actos reflejos, y unificación de gustos, en busqueda caótica ese ser nacional, al que ya no se alcanza a representar a través de la figura del gaucho, la Pampa, el asado, el mate, los ñoquis lo itálico en castellano o el fútbol, por sí solos, sino con el rejunte de todo ello sumado al rasgo más genuino de cada país. Lo que más había extrañado era el sentido del humor. En el fondo él era un burlón, se pasaba el día riéndose de todo, de todos y de sí. El sentido del humor es lo que más extrañaba Gabor de cada cultura con la que se familiarizaba.
Cuando volvió a ver los adoquines de San Telmo, se los encontró escondiendo con celo el brillo de los papelitos usados, confundiendo la búsqueda desesperada y minuciosa, con pestañas abre latas de gaseosas, o el papel plateado de las cajas de cigarrillos arrugadas, arrimadas al contén de la vereda, avergonzadas por confundir a los merqueados que subían hasta la calle Defensa desde el bajo, auditando cada hendija entre adoquín y adoquín, observados por el gato cabezón centinela del Bar Sur, en la esquina de Balcarce y EEUU, donde Aníbal Troilo,“Pichuco”, ilustre pionero de la cocaína en Argentina, tiempo atrás había dejado sus mejores improvisaciones al bandoneón. Todo el tiempo que estuvo preso del divino y destructivo vicio del hada blanca, Gabor fluctuaba por dentro de San Telmo, era como si a la vez de retenerlo secuestrado y al borde de un infarto permanente, también lo protegiese de todas las otras consecuencias y le permitiese estar emparentado con la casa más antigua de Buenos Aires, la más angosta, la iglesia Ortodoxa, la danesa, el parque más alucinante, el café Británico, Mi tío, la casa de Castagnino y los adoquines. Un poco más allá, el coqueteo con los márgenes de la sociedad dejaría de ser una pose, y se convertiría en algo grotesco sin interés, una pura actividad delictiva para la que no tenía ni ánimo ni madera, y un poco más acá sería como un centímetro de costurera para medir el pantalón desde el tiro, hasta la caída sobre la punta de los zapatos. En San Telmo había dormido en hoteles destinados a recibir mano de obra del interior del país, e incluso en algún albergue gestionado por Caritas para personas sin techo. Cuando se liberó del alcohol y de la cocaína Gabor salió disparado de San Telmo, incluso cuando estaba de visita en casa de Lena, bajaba y tomaba un taxi en la misma puerta de Paseo Colón, o a lo sumo, si era fin de semana se introducía entre los peatones que poblaban la calle defensa cuando la cerraban al tráfico, y entonces sí, disfrutaba del barrio sin ser llamado por sus arterias. Las venas eran los anticuarios, los restaurantes, los museos, pero la sangre que alimentaba su alma llegaba desde otro tiempo, nació en una pelea a cuchillo en frente al Bar Sur entre dos guapos que se ataron pie con pie derecho para que solo uno saliese vivo, como en la pelea de los años 40 ambos perdieron la vida, se decía que todavía sus fantasmas continuaban peleando cuando caía la luz natural y un farol reflejaba las sombras sobre las esquinas. Entre la multitud foránea podía ir a comer pizza a Pirilo sin ser importunado por el recuerdo de cuando saludaba al viejo Juan que fumaba un pucho sentado en un escalón de su negocio tradicional, con la persiana a medio cerrar, y le aceptaba alguna porción sobrante de mozzarella hecha en un auténtico horno de leña. O los choripanes de la parrillita Desnivel, que tuvo la oportunidad de regresar a pagar en cuanto le empezó a ir bien, cosa que no pudo hacer con Juan Pirilo porque de viejo o de fumador, un día se fue con total seguridad al cielo, si esa posibilidad seguía abierta, aunque sí volvió a comer sus pizzas de la mano de sus hijas que mantuvieron el piringundín idéntico. Pero solo si estaba poblado de paseantes de afuera del barrio. Además de las ventas de sus discos, Gabor había recibido en calidad de herencia una suma de dinero, de la que debida, desprejuiciada y concienzudamente gestionada, conseguía beneficios que le permitían vivir sin penurias aunque sin dispendios excesivos, en cierta forma sentía un constante deseo de vivir en alguna casona o departamento antiguo del barrio como lo hacían los poetas y pintores, con suelos de madera crujiente y altos techos artesonados, también temía el poder de atracción de la parte tórrida y placentera de ese yo que había logrado controlar, no aplacar. Vivía en Charcas y Anchorena. En cambio Lena tenía una mirada totalmente diferente del barrio, aunque también le conocía las arterias, solo que desde otro ángulo. Lena era incapaz de mostrarse superficial. Ella había sido abogada de presos políticos presentando Hábeas Corpus por militantes de izquierda detenidos justo antes del golpe de estado de 1976. Después se quedó viviendo en Buenos Aires y poco antes de regresar la democracia se convirtió en la abogada de la incipiente Comunidad de Homosexuales Argentinos, de hecho varias reuniones se hacían en su departamento. Argentina salía de siete años de un baño de sangre, pero más aún de terror, ya que la manera de combatir a las organizaciones armadas de izquierda era secuestrando militantes, obreros, estudiantes, sindicalistas, activistas, profesores, escritores, periodistas pero individualmente, lo cual desarrolló una paranoia palpable en la ciudad cada vez, que aun arribada la democracia se acercaba por detrás cualquier automóvil en marcha lenta, y mucho más si el coche era Ford Falcón o cualquier patrullero. Cualquiera por aquellos días admitía que prefería sentir detrás el aliento de un elemento marginal que el ronroneo de un motor de Ford. La gente desaparecía y nadie más sabía nada, y nadie más se atrevía a preguntar nada, así que no hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para figurarse como eran tratados los homosexuales, si por casualidad o consecuencia detenían a uno. Y además se sumaban los prejuicios universales, así que cuando por una pelea o una venganza aparecía el cadáver o un homosexual muy golpeado, la policía ni siquiera investigaba, de manera coloquial en la taquería lo caratulaban como “asunto de putos”. Lena sumó toda su profesionalidad y esa garra y coraje indomable que tenía, de una bronca que parecía llegarle por las venas de sus antepasados italianos, muy probablemente sicilianos. Ella había elegido el barrio de San Telmo para vivir porque si bien guardaba gratos recuerdos de Flores, en San Telmo podía dar rienda suelta a su excentricidad, le encantaba decir que ella era “snob”, buscaba los escritores de moda en Nueva York y en París y los leía antes que nadie, y le gustasen o no hacía gala de conocerlos como si los hubiese parido, y la verdad es que sí, los conocía, quizás no tanto como la mamá pero mucho. Es el mayor legado que le cedió a Gabor, a su sobrina, y a sus sobrinos siempre alegres de verla y pasar el día con la tía tan loca como cuerda. Para ella eran su tesoro, nada, ni siquiera sus gatos o su plata estaban por encima de sus sobrinos. También conocían a Gabor cuando iban a pasar el día con la tía y estaba de visita y se divertían mucho todos refrendando el humor de cada franja etaria, riendo todos al mismo tiempo del mismo chiste. Cierta vez que Lena había reformado el departamento y lo había convertido en una ermita posmoderna todo blanco y con muebles de cuero negro, en una de esas visitas haciendo payasadas entre todos, los niños se excitaron tanto que empezaron a echar espuma de jabón por todo el departamento, Gabor creía que ahí había llegado el límite de paciencia de Lena, pero al contrario se sumó a la fiesta con los pibes que corrían por todos los pasillos mojando paredes, suelos y sillones, que acababan de ser estrenados. Gabor se llevó una lección pero que no era para él, en su departamento de parqué deteriorado y marcos de ventanas despintados si se armaba un quilombo semejante los sacaba a por la puerta a todos cagando leche.
Juan había muerto de SIDA. Se contagió en la época en que había poco investigado acerca de como atenuar la enfermedad una vez que se desataba, se probaban cócteles de medicamentos cada día para mejorar la vida de los contagiados y evitar que contrajesen una enfermedad, pero cuando las defensas de los pacientes bajaban de cierto punto y enfermaban poco se podía hacer. Se contagió en Viena, trabajaba como interprete simultáneo para la ONU desde hacía décadas, fue trasladado de Nueva York, a Bruselas, a Viena, donde había comprado un departamento en el distrito uno dentro del ring principal al lado del Graben y allí fue Lena a cuidar a su amigo de la infancia, de quien siempre había estado enamorada y de quien en cierto modo también había recibido gran afecto. Juan le pidió qie se casase con ella antes de morir, aunque ese había sido el sueño de lela cuando adolescente, le dolía que fuese la última voluntad y se le confundía la felicidad por vivir esos últimos meses o años casada con Juan con la angustia del final y la tristeza de saber que Juan tomaba el estado civil ulterior como la mortaja que lo podía eternizar con la madre y las hermanas: murió casado con una mujer. Pero Lena dejó de lado toda consideración que pudiese arruinarle aquellos días y se entregó a la tarea de esposa una vez más tras años de divorciada, a la vez que de enfermera, de terapeuta y de confesora. Fue feliz en ese lapso de tiempo pero no por ello dejó de ser una carga fuerte que le provocó un gran estrés que se liberó apareciendo en todo el cuerpo una vez que Juan murió.
Lena se había ausentado un par de años de Buenos Aires, había hecho amigos, se había acostumbrado a la ciudad de Viena, se había llenado de futuros recuerdos y además tenía que pensar que hacer con las cosas que Juan había acumulado durante décadas, que comparado con la mayoría no era nada, pero evidentemente tenía un contenedor de objetos, muebles, libros, discos, cuadros, después de descartar la mayoría de la ropa, zapatos, mantas, colchones cojines, elementos de la cocina, del baño etc. Le pidió a Gabor que fuese a ayudarla a vaciar el departamento hasta que lo vendiese, más que un auxilio físico necesitaba una mano anímica. En esa época Gabor estaba en la lona, ella le mandó el pasaje y pasaron unos meses despidiéndose de la ciudad ella y él conociéndola. Los amigos de Lena, los rusos de la ciudad que se vestían de Mozart en la Stephan Platz para vender entradas a los conciertos incluso para anunciar las misas con música de Mozart. Toda Viena le rinde homenaje a Wolfgang Amadeus, cada paso se siente su presencia aparte del recuerdo oficial, en cambio a Freud lo marginan al precioso museo de su casa, un par de sitios emblemáticos y no muy resaltados. Es que el viejo Sigmund ya lo decía, en mi Austria natal nadie quiere sentarse a hablar mal de la madre, y mucho menos pagando por ello. Viena era lo más parecido que imaginaba a un oasis dentro del paraíso. Parecía no existir ningún problema, las cosas eran lindas limpias todo funcionaba, al metro se accedía sin pasar por ningún control, los periódicos se tomaban de un cajón de polietileno y se pagaba a conciencia, las mujeres parecían siempre dispuestas, no es que haya tenido demasiadas amantes, no pasaron de tres, pero le asombró la facilidad con que se apareó. Con Sabrina fue haciéndose muecas en el Graben, tomaron varias cervezas Zipfer, “Herr Ober, eines Grosses, Starkes und Kaltes bier bitte”, andere und andere, und andere, y se fueron a hacer el amor al aire libre, en el verde, al lado de la tumba de Mozart, semiocultos al costado de un arbusto. Con Monica se conocieron en un bar musical de zurullos mal llamados latinos, latina era la música de Mozart antes de la Flauta Mágica y la de Verdi, Bellini o Donizetti. Me llevó Hugo el uruguayo tupamaro que llevaba mil años en Viena, según él, los amigos de Lena, Hugo y Judith, ya mayores, solo se dedicaban ella a tomar té y él a tomar cerveza y kirchwasser. Gabor solo lo acompañaba con la primera para tomar aquella aguaardiente de cerezas había que llevar en Austria, como mínimo, esos mil años que llevaba Hugo. Ni siquiera tuvo que bailar con Mónica, se quedaron mirando y él se acercó le habló las tres primeras palabras en alemán, lo demás lo chapurreó en inglés y a la hora estaban en la casa de Mónica donde había que descalzarse para entrar, y donde el baño de las deposiciones estaba en el pasillo. Al día siguiente cuando salió para regresar a Naglergasse vio que era otra parte de la ciudad, residencial, paredones de edificios sobrios de colores pasteles, con puertas de madera verdes o marrones, el obligado puesto de salchichas y leverkasse en la esquina y un silencio bajo el sol que penetraba las nubes que le pareció precioso, pensó que podría acostumbrarse a vivir allí. El departamento de Juan era una ilusión, en un edificio del siglo XVI con reformas interiores que permitiesen un ascensor, toda la madera era noble, las puertas coronadas por arcos de muro grueso, y tenía baño completo dentro. Mónica le dijo a Gabor que vivir así era muy caro y que los austríacos estaban más interesados en gastar sus emolumentos en viajes, comidas, cerveza y teatro.
Repartieron todo lo que no se llevaría Lena a Buenos Aires entre los amigos austríacos y rusos, y con Hugo y Judith y entonces Gabor volvió a Buenos Aires, Monica le había insistido que se quedase, le consiguió un empleo en el banco donde trabajaba, le dijo que tendría una vida holgada y divertida y que cuando quisiese podría visitar o regresar a Argentina, Gabor le explicó que Lena le había pagado el pasaje para que la ayudase en todo el regreso, no solo en la limpieza de la casa y el flete de los enseres perdurables en un contenedor como habían acabado de hacer, sino también el regreso a un país imprevisible, que era como una volcán en constante ebullición, donde incluso no necesitaba cambiar nada para estar todo distinto. No sabía como explicarle que precisamente Freud, aquel hombrecito nacido en su ciudad tiempo atrás había calado mucho más en aquel remoto sur que en su tierra, y que los argentinos de clase media eran prisioneros del diván y sus afluentes, Lena necesitaba abordar todas las aristas de lo vivido antes de recomenzar y quien mejor que el amigo que siempre la escuchaba, casi siempre atentamente.
Tiempo después cuando Gabor contó con fondos fue a visitar a su amigo ruso Vladimir y a Mónica, en la nueva casa de la cual se quedó unos días, en la calle Tigergasse, ella lo fue a buscar al aeropuerto, fueron a comer una Wiener Schnitzel, las milanesas vienesas, y cuando llegó al departamento, le dijo a Gabor “tengo una sorpresa para ti, cierra los ojos” lo tomó de la mano, anduvieron por un pasillo, se detuvieron, él escuchó el click de un interruptor de luz, y Mónica dijo “ahora abre los ojos” ¡fabuloso! había un baño interior.
Gabor siguió luchando para llevar a su hijo consigo pero era difícil, en medio de ellos se juntó con una mujer más joven tuvieron una niña, se dedicaron a leer a educar a la criatura, a pasear por los parques de Buenos Aires, a ir a Villa Gesell en verano, de vez en cuando a un viaje al exterior si las cuentas exponían algún sobrante. Lena no pudo acostumbrarse nuevamente a Argentina, la familia de Juan fue extremadamente ruda llegando a ser insolente y en ocasiones groseros cuando se referían a ella como la que se había casado para quedarse con todo, solo una hermana de Juan sabía como se habían querido desde niños y con que celo y cuidado Lena cuidaba cada recuerdo, tangible o no de Juan. Ella volvió a vivir cerca del Graben en un departamento más pequeño y menos exclusivo pero igual de luminoso y céntrico. Aprendió alemán y aprendió una cosa que siempre le comentaba Gabor en las charlas en su departamento de San Telmo, la sensación rara de extrañar un país que ya no existe, un jardín que ya se endureció. Hugo y Judith murieron y un tiempo después murió Lena de un derrame cerebral.
Entonces Gabor recordaba como Lena le contó que ya plagado de sarcoma de Kaposi, de infecciones pulmonares, de debilidad, en una sala de un hospital de Viena, Juan tomó la mano de Lena, y unos minutos antes de dormirse para no despertar más en esta dimensión, le dijo:
-La vida es bella
Lena odió esa frase, sintió que todo lo que habían padecido desde niños, de todo lo que ella creía que había huido Juan al mismo modo que ella, de la imposibilidad de amarse como habría sido deseable, el padecimiento de la enfermedad, era traicionado con esa frase lapidaria, última, incorregible. Gabor le había aconsejado que meditara acerca de si debía enojarse, quizás Juan había sentido que tomado de la mano de Lena fue el mejor modo de despedirse de la vida, quizás no había huido de lo mismo que ella, acaso dentro de sus soledades fue feliz, con intensidad intransferible, como cuando pasó la noche con el Chablis hablando de literatura con Julio Cortázar en su departamento de Paris.
Bar Sur
Gabor tenía solo veinte años cuando conoció a Lena, del doble de su edad, ella le enseñó secretos de Buenos Aires y de su riqueza cultural que él no conocía, y que de no haberla conocido probablemente jamás habría pasado ni cerca. A cambio él le aportaba a ella la desfachatez y ausencia total de melancolía del joven que acababa de despedirse de la adolescencia, estrechaba la mano de la adultez y experimentaba la inmortalidad, el mundo se reducía a una bocanada de aire que podía deglutir y devolver hecho poesía en un suspiro.
Había atravesado cada uno de lo estadios del alcoholismo y más reciente de la adicción a la cocaína, pero tras un esfuerzo titánico ya no tenía otra cosa que contenes y límites, vivía entre consideraciones, balances, reflexiones, reparos y frenazos. Ya nada era como antes, largarse a correr y sentir que las zapatillas se gastaban a un ritmo desenfrenado, gastando la suela hasta casi dejar las plantas de los pies al aire, al asfalto y las piedritas de canto afilado que obligan a detener la marcha, tan poco habituado a pisar elementos sólidos y puntiagudos, como los negritos cubanos que corrían por el diente de perro en el malecón hasta que llegaban al borde y saltaban al agua, lo que embargaba a Gabor de un barniz familiar de la envidia, pero no era exactamente envidia, era más admiración, quedaba seducido por algo que él jamás podría hacer, ya que las veces que intentó emularlos, apenas se quitó el calzado, que tampoco era cuestión de dejarlo con el pantalón sin vigilancia, ante un más que posible extravío, iba pisando con el costado del pie, dando pequeños respingos cuando el dolor de la piedra erosionada se hincaba en sus plantas delicadas, pero ¡ah! La venganza llegaría rápido, muy de prisa, en solo unos segundos y delante de los propios ofensores, ellos solo eran buenos hasta el borde del diente de perro, una vez que habían saltado al agua no valían mucho, en cambio Gabor nadaba como una tabla de surf, con estilo aprendido de niño en una piscina con un experimentado profesor de natación. Le gustaba el mar, se alejaba de la orilla como solo hacían los pocos que se adentraban con patas de rana careta y escopetas de ligas para pescar algo mejor que un pez mojonero de la costa. Se alejaba tranquilo ya que siempre dejaba a un amigo al cuidado de la ropa. Ya nada era como tirarse al agua tras llegar al borde la cueva de los tiburones con una torpeza digna de las mayores burlas, y después llegar casi al primer veril con estilo de Weissmuller, para que al girarse, inexorablemente sentir un escozor recorrerle desde las cervicales a la nuca, que lo llevaba a nadar de manera compulsiva hasta sentirse seguro, al menos donde el fondo no se percibiese tan lejos de la superficie, tan azul oscuro, donde llegase a reflejarse la sombra de su propio cuerpo, como si fuese distinto ahogarse en según que profundidad. Esa era la única razón por la que podía preferir las piscinas para nadar, no había miedo al regreso. Esos tiempos habían quedado tan atrás como cuando se graduó de buzo y trabajó extrayendo coral negro del Caribe para venderlo a quinientos dólares la libra, a un orfebre italiano. Ya estaba lejos de la arena, aunque eran las historias que la llevaban pegada a la planta del pie las que Lena adoraba escuchar, y las que le daban ese aire foráneo, que era la manera en que más fácilmente podía mostrar alguna veta misteriosa. Porque Gabor era lo que se podría decir un ser vacío, permanentemente sacaba todos sus petates afuera, esa costumbre de soltar lastre lo diferenciaba tanto de Lena, como la edad y las manías, que precisamente era lo que más los unía, ahí no había lugar para la competencia, el hurto ni el abandono. Gabor tenía un puesto de venta de discos usados en Plaza Lezica, en Primera Junta, a donde llegaban los vagones de subterráneo más románticos del mundo. Todos hechos de listones de madera barnizada, no solo daba un confort al tacto sino que producía un sonido el movimiento al andar parecido a una diligencia del lejano oeste pero bajo tierra, con esas argollas blancas que pendían de una banda de cuero del pasamanos. Había empezado a comprar casetes oficiales y long plays al regresar a Buenos Aires tras los años de exilio, una buena cantidad los encargaba en una disquería en la calle Corrientes esquina con callao, César Po, acrónimo de “Se zarpó” expresión argentina para indicar una actitud atrevida o temeraria, con la zeta pronunciada como ese: César Pó. También había una pequeña sucursal cerca de la Plaza, por eso se cuidaba de quitarle a los discos y casetes los adhesivos que pudiesen indicar su procedencia,, no era ilegal pero estaban muy cerca, aunque los días de ventas de discos se llenaba de puestos. Gabor también tenía grandes colecciones de rock, blues y jazz procedentes de Estados Unidos, pero de esas dedicaba pocas a la venta. Era uno de los puestos de menor tamaño pero contaba con gran prestigio, cualquier cosa que le pedían lo conseguía, a veces había que esperar un par de semanas o más porque tenía que encargarlos fuera del país, pero los conseguí. Si alguno de los títulos que le eran requeridos, se encontraba en su colección personal, entonces sí hacía la excepción y lo vendía, más por incrementar el buen nombre que por los beneficios obtenidos. Extrañaba a un hijo que tenía en México, extrañaba al niño en sí, extrañaba como debía haberse comportado en la época en que nació Lexander, pero también trabajaba para poder recuperar el tiempo perdido, ya había viajado dos veces a verlo y había restablecido relaciones con la madre, la cual había novia suya en la secundaria, y unos años más tarde, volvió a ser amante durante dos semanas, lapso en que quedó embarazada y le dijo a Gabor, que ella no iba a abortar pero que no se preocupase, que tampoco lo iba a importunar en absoluto, y así fue por suerte, Gabor continuó bebiendo y drogándose a sus anchas y Lexander más allá de alguna tarde cuando era muy pequeño no tuvo que ver nunca al padre en aquellas condiciones. Como en la interpretación del sueño que tuvo recurrentemente, en que antes de morir ahogado se despertaba tanto dentro del sueño o en la realidad y respiraba profundamente con gran angustia, sabía que todavía estaba a tiempo, pero debía mover el culo.
Lena era la mayor de los hijos de un matrimonio de un marinero que llegó a capitán, bastante mayor que la madre de Lena, ama de casa, que para ascender de posición social terminaron instalándose en el barrio de Flores donde Lena estudió la primaria y parte de la secundaria en un colegio de monjas, de las que siempre guardó un grato recuerdo. El padre inspiraba a una vida austera aunque económicamente holgada. Estudió derecho y mientras estudiaba trabajó de secretaria de un historiador consagrado, y también, entre sus anécdotas preferidas estaba la tarde que, tras escribirle en varias ocasiones, recibió la invitación aceptando una entrevista en su propia casa, a Jorge Luis Borges. Le gustaba contarla casi tanto como la vez que Cortázar, también atendiendo pedidos epistolares insistentes, invitó a Juan a su departamento desaliñado de París, lleno de libros y fotos, para charlar de literatura, tomando una botella de Chablis fría. Ella contaba esa historia como si el orgullo de que Julio le hubiese brindado mucha más atención de la que en un principio ambos suponían, le perteneciese en parte a ella tanto como a Juan. Y Gabor no dudaba de ello, en parte porque era perfectamente posible y para darle mayor solemnidad a esas horas de viaje al centro del huevo en que se convertían las conversaciones con Lena. Había chupado sus jugosas tetas en el pasado, y durante seis meses tuvieron algunos escarceos sexuales “casiempre” centrados en la atracción que ejercían ese par de tetas que parecían pulidos por Miguel Ángel en alguna de sus piedades. Pero ya hacía mucho que no guardaban interés en una conexión erótica el uno en el otro, más bien se hacían partícipes de las nuevas aventuras y conquistas. Lena había sido secretaria de un consagrado escritor e historiador, tenía unos conocimientos tales de literatura que le impedían publicar sus cuentos, sus novelas inconclusas, dada la extrema exigencia a la se sometía a sí misma, temía al rigor de una crítica tan pulcra e intransigente como la propia. Pero a Gabor le enseñó muchas maneras de leer algo hasta encontrar la exacta, la que el escrito merecía, siempre que fuese bien. Gabor en cambio pensaba que todo escrito podía ser bueno, que en todo caso era algo muy subjetivo, discutían a menudo el punto de si se debía criticar la obra de un artista, cualquiera que fuese, Lena decía que la tarea del crítico de arte era tan noble como la del artista aunque totalmente efímera, estaba destinada a dar a conocer a los contemporáneos inmediatos las bondades o defectos de la obra. Gabor creía que hacían mucho más énfasis en lo que entendían como defectos, sin saber la realidad cotidiana, los asuntos del alma del artista. Él creía en dos cosas, una en la piedad, y la segunda en que cualquier persona que se expresase a través del arte en vez de en las tan variadas formas que adquiere la violencia de los actos, estaba salvado para el fin supremo de un mundo mejor, bajo ese prisma carecía de importancia la calidad de la obra para los demás, solo importaba en que convertía al autor. Con una salvedad, no podía criticar una obra que no le gustaba como mala o menor, pero sí una que le parecía buena, en ese caso veía de una gran utilidad la consulta a los críticos de arte. En el fondo Lena estaba de acuerdo, solo que ella tenía que demostrar que en el caso de que ella publicase, siempre sería mejor que todo lo que sale al mercado, excepto Borges, unas pocos francesas. Algunos ingleses y los norteamericanos modernos, a los que en realidad no respetaba en absoluto, por eso se permitía decir que le encantaban.
Avatar
La ciudad de Catania conservaba el embrujo que llevó a Vincenzo Bellini a imaginar la ópera Norma, y luego a componerla, como si en alguna de sus calles, avenidas o de los ensortijados pasadizos de los mercadillos, pudiese surgir la Casta Diva retornando el belcanto al mundo de la inmediatez, en la voz de Callas o en su defecto, en la de Tebaldi. Así como parte del aire choca con el volcán Etna, todo parece seguir al viento en Catania, las ideas, los planes, las esperanzas, las ilusiones. Todo menos los problemas.
Bajó a caminar por una avenida que aleja al transeúnte de las sendas exhibibles, aleccionadoras, Sicilia en el este, norte, oeste y sur aparte de compartir una serie de cualidades naturales y climatológicas, tiene en común que cada espacio intenta demostrar al visitante e incluso a sí misma, que la fama de lugar violento se debe a circunstancias de momentos específicos del pasado, que la difusión cultural los convirtió en rasgos identitarios, de modo que en los principales puntos de interés turístico y cosmopolita se exacerba la sensación de integración, de cordialidad esporádica, aunque esto vale aclarar que también se da de modo natural. Pero a la vez es cierto que corriendo un poco las cortinas, rascando sobre el barniz o alejándose de las avenidas principales, se puede intuir, aún siendo forastero lo que todo siciliano percibe, que la “cosa” está presente y se huele en el aire. Bruno quería ir caminando por la vía Pleibiscito hacia abajo, era el camino que tomaba para visitar a su amiga Giusseppina, empezó a filmar los callejones que daban a la calle, con su ropa colgada en las ventanas y balcones estrechos, mientras el sol caía en lontananza y el calor se aminoraba. Paró a tomar un café y cuando reanudó el paso con el teléfono filmando el barrio percibió que una moto con dos ocupantes que lo habían estado mirando una cuadra antes, volvían de frente a él observándolo con atención, unos metros más abajo, el copiloto de la moto le hizo señas para que dejase de filmar. Bruno se negó diciendole que solo curioseaba, entonces la moto se detuvo y ambos ocupantes se dirigieron a Bruno, el mismo que le había dicho que apagase el móvil le preguntó que estaba filmando, mientras el otro miraba con gesto desafiante. Bruno guardó el teléfono en el bolso, y les dijo que estaba filmando las calles por curiosidad, que a ellos no les importaba y que él haría lo que le daba la gana. Entonces el que manejaba la moto se abalanzó sobre Bruno, que era un tipo pacífico que no se metía con nadie, pero tampoco dejaba pasar ninguna impertinencia, y en cierta forma se podía decir que de vez en cuando no desaprovechaba el combustible que suponía un mal entendido, para luego poder continuar con su pacifismo cívico. Y ahí aprovechando el impulso del pendenciero de barrio le metió una tremenda galleta como era costumbre desde su infancia comenzar las broncas, un poco para ir calentando la mano y otro para llamar la atención de la potencial audiencia. En cuanto se fue alejando el ruido de bofetón y antes de que el camorrista saliese de la sorpresa, lo tomó de la cintura y lo proyectó hacia atrás por encima de su hombro, como un automatismo, Bruno se habría dejado caer sobre su contrincante para trabarlo con una llave en el suelo, pero recordó en el instante que tenía al otro detrás, que sin darle tiempo a esquivarlo, le dio un fuerte piñazo entre la costillas y el pecho, pero ahí Bruno que ya lo tenía a punto, le asestó una patada en el brazo y tres piñazos, dos en el estómago y uno en la cara que lo dejaron atontado. El que había empezado la bronca se fue a la moto y en ese preciso instante aparecieron dos señores mayores, muy gordos, de adentro de la puerta abierta que daba a la acera donde había dos sillas recostadas a la pared, mientras unos cuantos curiosos ya se habían acercado alrededor de la bronca. Los hombres parecidos como hermanos, comenzaron a gritar que basta ya de pelear, preguntaron que había pasado, uno fue hasta donde estaba el chofer de la moto y le aguantó la mano diciéndole unas palabras inaudibles para Bruno, ambos tenían un estado de ánimo a punto del enfado, pero cautelosamente serio, Bruno se dio cuenta de que por la razón que fuese, esos hombres tenían un poder en el barrio que no debía ser desafiado, y se dio cuenta de que no haber salido de aquel pasillo oscuro habría tenido que actuar acorde a su imaginación o habría recibido una buena paliza. Lo que en realidad había ocurrido es que ellos se acercaron cuando él los desafió, en ese momento Bruno comenzó a sentir que no tenía rodillas, que de los hombros le colgaban los brazos como dos tiras de un cometa, a merced del viento, pensó en darle una galleta pero no podía mover el brazo, mientras la tensión cerraba toda conclusión que no fuese violenta, hasta que con la aparición de los gordos paulatinamente los tendones fueron recobrando su conexión con el cerebro y el resto del cuerpo en suaves ademanes de la mano, aunque temblorosos también coordinados, para empezar a explicarse festejando la aparición de aquel socorro divino. Cada uno le expuso a los señores su razón, los muchachos insistían en que Bruno tenía un interés no declarado al filmar cosas específicas del barrio y él dijo “si quieren les muestro lo que filmé, las ventanas las ropas colgadas afuera, que me hacían gracia”, y de a poco se fue calmando el ambiente excepto uno de los motoristas que estaba seriamente contrariado y quería a toda costa empezar la pelea, Bruno sentía que debía dar la razón a los que mandaban ahí, y sin ser afectado en su dignidad ya que nada de lo ocurrido impedía recordar la versión que su capacidad de imaginar le había concedido en primera instancia y seguir camino hacia la casa de su amiga, no hacia atrás donde con toda seguridad lo volverían a abordar los dos de la moto. Los hombres gordos les dijeron a los muchachos que fuesen en dirección hacia el mar y a Bruno hacia donde dijo que iba. Caminó unas cuadras con sigilo pero sintiéndose con ánimo renovado, una vez más después de tanto tiempo, había estado a punto de darles una buena tranca, él o su avatar, a un par de “imperfectos” permeados por una suerte de recuperación cultural a base de clichés cinematográficos. Cuando llegó a casa de la amiga, ella le dijo que debía tener cuidado en esa parte del barrio había un grupo que no era exactamente crimen organizado, pero sí usaban a menudo la violencia para defender los poco trasparentes negocios de que vivían. Cenaron juntos y después Giuseppina, a quien llamaban Peppina, lo invitó a que se tirase a dormir en su sofá, ella tenía que salir a cubrir a su compañera de trabajo que ese día debía faltar. Bruno pensó en lanzarse de una vez por todas, hacía mucho que deseaba besarla y todo lo que viene después. Quería besarla y acariciar sus pechos. Desistió, se llevaban demasiado bien como amigos lo cual les permitía dejar un margen para la imaginación, el contén y el deseo.
Peppina era natural de Acireale, una comuna de Catania que estaba hacia el norte, estudió en la ciudad hasta que entró a la Universidad y se mudó a Bolonia, donde se graduó en Ciencias Sociales. Peppina solía decir que en realidad a ella le interesaba una mezcla de arte y político que es lo que más se acercaba a la antropología y a las ciencias sociales, pero que en realidad no estaba apasionada por ninguna de las posibles aplicaciones profesionales de su carrera, sino más bien de los conocimientos a los que le permitía acceder. Aun siendo de la parte oriental de la isla adoraba la historia creciente de la Sicilia más occidental, desde Trapani a Cinisi, desde Érice a Vita, porque decía “resume la permanente lucha entre nuestras más extremas contradicciones identitarias”, Catania y toda la costa este contaban con una tranquilidad más centralizada. Donde Peppina centró sus estudios e investigaciones para la tesis de graduación fue en los sucesos violentos en torno a Peppino Impastato y a los jueces Falcone y Borsellino. Eran casos muy diferentes aunque unidos por el hilo conductor de los métodos expeditivos de la mafia para silenciar a sus oponentes en los años más duros. El caso de Impastato le parecía más integral aunque el de los jueces era sumamente complejo, este implicaba la vida en un pueblo tradicional de mar cercano a la gran urbe Palermo, implicaba la militancia activa de un joven comunista, desarrollada en una radio, usando el poder de la comunicación mediante la convicción, hijo de un mafioso y que entendió que aunque el principal enemigo del marxismo y el leninismo clásico se ubicaba en la burguesía industrial, en el caso de Sicilia, continuaba siendo una clase explotadora pero el sujeto a combatir y a denunciar era la Mafia. Ella pretendía realizar una labor al cabo de la cual el lector descubriese que lejos de tratarse de un puñado de seres impulsados por una violencia romántica nacida en la pobreza, la mafia era una organización de poder, de explotación, y con métodos ancestrales de dominio, coerción y castigo, tan insertos en la idiosincrasia popular, que provocan tanta asertividad como temor, y de ahí el mayor obstáculo para su erradicación o debilitamiento.
Peppina había recorrido el mundo y a veces se sentía agotada antes de comenzar a explicar que la Mafia, de igual manera que los piratas y corsarios, convertidos en figuras románticas, héroes protagonistas con quienes el gran público simpatiza de una manera íntima, eran burdos y crueles criminales, capaces de las mayores atrocidades arrastrados por la avaricia. El hecho de que Impastato hubiese tenido su mismo nombre en masculino estaba lejos de haber influido pero era algo con lo que simpatizaba, aquel muchacho con su gorra y su coraje yendo cada día a denunciar a enemigos no solo suyos sino de todos los sicilianos, aunque el mundo los considerase dignos de protagonizar un éxito de Hollywood, la acercaba a su semblanza de un modo más familiar que a los también tremendamente respetables jueces, con quienes sin embargo sentía una mayor distancia social. Lo cual en parte también la llevó a tratar sus vidas, si cabe, con mayor pulcritud.
El elemento determinante que llevó a Peppina a sentir el caso de su tocayo de modo especial, fue que tras el asesinato de Peppino despedazado con una bomba, comenzó la lucha de su madre Felicia, aportando un elemento tan particular como importante en la sociedad de un pueblo siciliano, una mujer mayor enfrentándose al poder de la Mafia, que incluso le propuso, como era habitual cada vez que mataban a alguien, compensarla de alguna manera a cambio de su silencio propio de madre y de mujer. Peppina encontraba mñás elementos para luchar contra los prejuicios tradicionales del machismo el ejemplo de la lucha de Felicia viviendo a cien pasos deel asesino de su hijo, de aquel mundo extremadamente misógino, que el estandarte de las sufragistas inglesas, e incluso a la altura de Rosa Luxemburgo en lo ejemplar.
Para integrar la mayor cantidad de elementos posibles en su tesis, Peppina se fue a pasar dos meses a Palermo, desde donde casi cada día iba a Cinisi, donde por generosidad de quienes gestionan la casa de la Memoria de Peppino y Felicia se quedó algunas noches compartiendo con familiares Impastato y con compañeros de radio y de militancia del icónico mártir. Una de las tardes en la Casa de la Memoria, Luisa, sobrina de Peppino invitó a varios compañeros de su tío para que se reuniesen todos a una vez y compartiesen anécdotas y puntos de vista con la estudiante, ella apuntaba en una libreta, sabía que era mejor grabar las voces, pero prefería evitarlo entre gente que había padecido el rigor de vigilancias y persecuciones, y acaso por respeto a la manera más tradicional de recoger la historias de los testigos, la escucha. Según estimaba Peppina el hecho de mirar a los ojos y escuchar daba un valor extra a lo recordado una vez que se volcase sobre el papel, con la ayuda de apuntes muy puntuales, aunque también esto favorecía a la subjetivación de los hechos, una vez pasados pasado por el tamiz de la conciencia, de los punto de vista, los juicios morales del subconsciente y los prejuicios atávicos. Pero bueno, confiaba en el valor del proceso pensando que exactamente así había escrito sus mejores biografías Stefan Zweig.
Giusseppina conoció a Bruno en Cuba, en uno de esos viajes que todo italiano con cierta herencia comunista bañada en una enrojecida pintura Maseratti buscando el rojo Ferrari de los años de bolsillos dulces dotaron a la izquierda itálica, debían realizar para rendir tributo al último bastión de lo que una vez fuesen los coherentes Bordiga, Gramsci y Togliatti. En varios países del mundo la izquierda rinden este tributo a sus propios orígenes peregrinando a Cuba, ora con más mulatas y ron que fetiches revolucionarios, ora con un chapuzón de mosquitos y arroz con gorgojos por dos semanas, las menos de las veces, pero Italia es de lejos el país que más identificación ha permanecido a lo largo del tiempo, acaso por aquellos dos millones de militantes comunistas que llegó a tener tras la segunda guerra y que al no fraguar en un gobierno comunista, nunca se disiparon del todo como sí ocurre allí donde las mejores intenciones históricas, dejaron en la práctica las mayores decepciones anímicas, o sea, la desaparición de toda la terminología, ideario, e incluso piedad internacionalista allí donde sí consiguió cristalizar el sistema más justo jamás soñado. Peppina nunca llegó a decepcionarse del todo, aunque dado a que en sus reiteradas visitas fue incrementando el tiempo de estancia no pudo evitar dar de bruces con realidades que habría preferido no tener que asumir. Precisamente conoció la realidad porque en la medida que más tiempo se quedaba debía vivir en condiciones más asimilables a cualquier cubano de a pie, incluso en ciertos aspectos peores, porque en las contadas ocasiones en que se quedaba sin divisas, tampoco tenía la libreta de productos básicos expedida por la OFICODA exclusivamente a cubanos y solo en sus provincias. Coqueteó con el lumpenaje habanero, incluso con la marginalidad para poder fumar esos canutos de marihuana a que estaba acostumbrada, y que en Cuba era seriamente perseguida y castigada con penas altas, por lo cual quienes se atrevían a vender “efori” eran tipos y algunas tipas duras también. De ehcho ella le compraba a Lily, una chica de las provincias orientales, hippie de la novísima trova, que le había presentado la también oriental novia de Bruno. Pero aún así Peppina mantenía en un compartimento estanco de sus amores la misma mirada romántica de la Revolución de antes de conocerla, porque según decía, nunca pudo ver a Cuba con el Che. Como gran parte de los italianos tomaban la figura del guerrillero argentino nacionalizado universal como si fuese un partisano italiano. Pero no Garibaldi, a quien los sicilianos no podían ni oír mencionar sin erizárseles el pelo de la nuca.
Lo cierto es que Peppina provenía de un hogar de clase media votante de la democracia cristiana en el que raramente se había hablado de política, ella pensaba que quizás esta fuese la causa que la impulsó a buscar las respuestas en el nutrido y profundo pozo de la historia de luchas de emancipación italianas primero, y luego universales. Pero en el fondo se cansaba rápido de vivir las experiencias desclasadas a que se sometía con frecuencia, con mucha voluntad pero escasa convicción y en el fondo brevísimo entusiasmo. Le encantaban los encuentros con el padre de Bruno cada tanto, porque este aunque sí había sido uno de aquellos comunistas completos y convencidos y en teoría lo seguía siendo, sin embargo disfrutaba cada vez que podía conversar con alguien sobre ópera y literatura clásica, pero más aún si podía divisar en la charla o los ademanes del interlocutor algunos destellos renacentistas, olor a madera noble, cosa que él encontraba en ella fácilmente y viceversa. En Cuba inició una investigación sobre el anarquismo en la isla pero las puertas se le cerraban cada vez que llegaba a la bisagra manejada por el burócrata de turno, de Trotsky ni de Bakunin se podía leer, punto. Así que la investigación se detuvo en lo referente a bibliotecas y universidades, no así en la investigación a pie de calle, Peppina había aprendido que deshaciendo dos o tres nudos de la madeja social podía comprender el sentido de cualquier caos por más enmarañado que pareciese.
Ella era totalmente heterosexual decía, pero de vez en cuando sentía la irrefrenable deseo de una relación relámpago con otra mujer, y esto en La Habana lo había encontrado en Lily su vendedora de porro, que a su vez también prefería el sexo con hombres pero admitía con mayor naturalidad sus momentos bisexuales. Había conocido esta excepcionalidad en sus preferencias en la universidad en Bolonia, con su profesora Gilda, que la sedujo desde el buró delantero con las medias y los cambios de piernas que las faldas que usaba, hacían mandatorio admirar, hasta el día que se citaron en la cátedra para revisar un examen y consiguieron que diferentes fuentes de deseo confluyesen en una serie rabiosa de babeos, manoseos, y suspiros. La novia de Bruno mantenía la amistad de Lily desde que eran jovencitas, cuando sostuvieron un episodio sexual en el que no llegaron a estar desnudas del todo pero se besaron, lamieron, tocaron y tuvieron orgasmos que ambas recordaban como una delicia, pero que en la época no había sido un suceso agradable, ya que era tan reprimido y autocensurada la conducta homosexual en su barrio y más aún en sus hogares, que en aquella adolescencia vivieron con terror la posibilidad de, en efecto, ser “tortilleras”, Yesica más que Lily. A pesar de siguieron siendo amigas intimas durante toda la juventud, y que Lily fue a La Habana por el entusiasmo que le contagió su amiga en sus cartas y conversaciones por teléfono, nunca mencionaron el tema ni tuvieron otro roce lascivo explícito, aunque fueron reiteradas las veces en que Yesica usó las imágenes de los recuerdos más perturbadores en unas circunstancias y ardientes en otras, ya difusas, para alcanzar el orgasmo con sus parejas masculinas. En cambio Lily había aceptado que se sentía bien en ambos terrenos, según el momento o la persona aunque también el recuerdo de aquel episodio a temprana edad le echaba un auxilio cuando un orgasmo se le atascaba más de lo que el decoro sugiere.
Cricket y caballos
Aquí sí me encuentro en una contradicción que desde siempre tengo asumida.
Antes de esta obsecuencia y sometimiento voluntario de instituciones, ayuntamientos y media, a una Corona ajena, y en muchos casos como el español y el argentino, enemiga, no recuerdo haber sentido ni gota de antipatía por la reina de Inglaterra Isabel II.
Y eso que ya era la mujer más rica del mundo, riquezas que fueron extraídas a lo largo de los siglos que le precedieron, mediante la más cruel y genuina explotación, matando, devastando enormes cantidades de territorios, de culturas diversas, sometiéndolas, extrayendo cada gota de sudor que las glándulas podían expeler, como hicieron todos los imperios, los chinos, el egipcio, el romano, español, portugués, francés soviético y estadounidense, pero la corona inglesa lo hizo durante largos períodos de sufrimiento y en los cinco continentes. ¿Simpatizaba con Isabel I, Guillermo, Enrique o con Victoria? No, solo con Isabel II, y antes de su muerte me habría encantado conocerla, ser olisqueado por sus perritos y galopar en alguno de sus caballos.
Quizás desde chico fui ingiriendo literatura y cine inglés más que de ningún otro tipo, o quizás no fuesen mayoría pero las obras británicas, se quedaban más arraigadas en mi hipotálamo, con excepción de Salgari, Batman y los Tres Chiflados.
Holmes, Agatha Christie, Simon Tmplar, los Beatles, incluso a Edgar Allan Poe lo sentía como muy inglés siendo norteamericano. No era como Mark Twain y su slang, el realista Walt Whitman, o la síntesis del también estadounidense Jack London que escribía sobre cosas muy norteamericanas pero con un estilo totalmente inglés. Quizás habran obrado en mi zapallo esas charlas con mi tía Celia que había ido a Londres y había cenado con estrellas de cine, con directores, había ido a un concierto de Pink Floyd cuando todavía tocaba Sid Barret y rompían vidrios en unos barriles de latón, que me llevó a ver Yellow submarine. El dock porteño de construcción de ladrillo a la vista me gustaba como con nostalgia, cuando ni remotamente pensaban en empezar a construir lofts y terminar creando la zona espectacular que es hoy Puerto Madero, la torre de los ingleses de la Plaza san Martín, el rugby, andar a caballo, tirar con carabina, el fútbol, y aunque no entendiese el polo, me encantaba ser del único país no británico que lo jugaba y ganaba campeonatos intercontinentales.
Yo mismo me digo, bueno, pero todo eso te podía gustar sin necesidad de que te gustase la mayor acumulación de riquezas después de la que protagonizó el Vaticano. Sin que te deleitase la representante del clasismo más excluyente, en el país donde surgieron las luchas obreras, los primeros sindicatos, donde tuvo lugar el primero feminismo sufragista burgués y el obrero, donde se dieron las primeras matanzas de trabajadores por realizar las primeras huelgas en las primeras fábricas del mundo, donde se revolucionó la ciencia con Darwin y Newton, donde fue a morir Marx y Freud, donde se escribieron piezas de teatro inolvidables, donde se adora al caballo el verde, el cordero asado, el rock, el esnobismo y ese acento maravilloso de la clase media.
Lo siento, sobre mi imaginario ejercía cierta fascinación esa reina que supo comportarse en la II Guerra, que mantuvo una pose durante más de 70 años, que vivió entre la abundancia de lo material y la privación de los placeres hedonistas, con esa sonrisa comedida que denotaba un refinado sentido del humor y el total desconocimiento del gozo que atesoran las juergas, que con tanto billete podría correrse sin interrupción. Su predilección por esos períodos estivales en el palacio de Balmoral en Escocia, bajo la lluvia en vez de en alguno de sus lujosos yates dándose chapuzones en los mejores mares del mundo. Por la caricatura pop de su imagen, y porque más que ejercer de pirata succionando las riquezas, visitó de buena voluntad los países sometidos a la Commonwealth mostrando respeto.
Pero por favor lloren con llanto tenue, no anden por ahí sollozando con ese estrépito mocoso, que mañana habrá que seguir celebrando el 4 de julio en Estados Unidos, reclamando Gibraltar en España, reivindicar la devolución de las Malvinas en Argentina, exigiendo el retorno del frisio del Partenón a Atenas, además de criticando a nuestros, en comparación, extremadamente humildes políticos ladrones.
En fin es una de esas contradicciones que no generan fricción, asumida y metabolizada. Aunque en mi favor puedo añadir que jamás me acerqué al palacio Buckingham, ni osaría comprar una taza con su cara, lo único que tuve con su rostro fue el disco de Sex Pistols, ni pagaría un céntimo para subir a un ex barco suyo o uno de los tantos palacios visitables. Aunque la primera vez que fui a Inglaterra con mi amiga Gladys, fuimos a un hotelito en Chelsea donde la ventana de mi cuarto daba a una cancha de cricket que se extendía detrás del hotel, y me pasé buena parte de esa tarde mirando el partido, embrujado más por el verde y el inmaculado blanco de los jugadores, las mesitas, las tazas y los asistentes, que por el, reconozco, no demasiado divertido deporte que no obstante generaba un entusiasmo plácido. Al pasar el tiempo, tras una visita a la ciudad de York, a punto de partir, la estación de tren se llenó de caballeros emperifollados y mujeres con vestidos y sombreros exéntricos en colores vivos, para ver uno de esos derbys de caballos a los que la aristocracia es tan aficionada. Imagino que esos gustos los podría compartir con la reina.
Dos caras tuvo este reinado, por más que exoista un interés tan marcado en relarcar solo la reina que cumplió su deber.
Apenas 6 meses después de la coronación de Isabel II, Kenia sufrió la mayor masacre del ejército británico en Africa. Contra los Mau Mau (KLFA) quienes se habían organizado tras décadas de humillaciones, torturas y muerte, Churchill aprobó y la reina no se opuso al bombardeo indiscriminado con seis millones de bombas por la RAF, de decena de miles de keniatas.
La historiadora inglesa Caroline Elkins estima que entre 130.000 y 300.000 fueron muertos. Sin embargo, sus datos son cuestionados por el demógrafo John Blacker, que afirma que murieron “solo” 50.000. Una cosa es cierta: según los documentos militares 1.090 personas recibieron pena capital. Y las torturas variaban del corte de orejas a la perforación de los tímpanos, el derrame de parafina caliente en los cuerpos, la castración y los golpes hasta la muerte, entre los torturados estuvo el abuelo de Barack Obama.
Murieron muchos niños y abuelas, alguna incluso tan adorable como la reina.
Se fue un icono con 96 años de una vida repleta de placeres, ajuares, híper riquezas y algunas puntuales aunque severas privaciones. La última gran reina.
Después de los millones de niños que mueren de hambre sin siquiera haber comido bien un solo día, muchos de ellos a causa precisamente de la avaricia de esta y otras coronas, le deseo que descanse en paz. La necesitará allí a donde arribe.
Los Rusos del Sierra Maestra
Tenía dos casetes de música jazz, de noventa minutos cada uno. Uno era de Louis Armstrong y el otro de Glenn Miller, me encantaba el swing y el sonido New Orleans, así que cuando me metía unos buches de ron en mi casa de 1ª y 16 y me iba caminando al Sierra Maestra, a darme un baño, comer un bocadito, tomar un laguer y ver a amigos o materiales, iba tarareando The bucket's got a hole in it o Chattanooga Choo Choo, sabroso, medio en pedo, el sol en la cara, la camisa abierta, el blue jean empercudido y las botas calientes por avenida primera, nada de short y chancletas como se usa hoy; a la playa había que ir como a la fiesta.
A veces paraba un ratito en 12 para mirar las jevitas ricas que se arriesgaban a alimentar las fantasías de los rescabucheadores que más de una vez cobraron gruesos tranqueos por pajuzos. Había una niña que me tenía loco, lo que se dice arrebatado, en aquel tiempo no se usaba tanga en Cuba, ella fue la precursora, pero eso no sería nada sin su clase de culo y Papa John's, que aunque no tuve el gusto de conocerlo personalmente, se podía intuir sin mucha dificultad el deleite de su elixir donde se hendía la prenda premonitoria. Cada vez que esa chiquita se bañaba habría legiones de mira huecos alrededor. Después pasaba el Karl Marx fijándome siempre de reojo, desde el inconsciente, si alguna vez se les volvía a ocurrir ocultar a toda la población un festival de rockeros y estrellas del pop internacional como aquel que me perdí a finales de los setenta. Pero nada, alguna rara vez anunciaban a los Son 14, o a los Van Van, en tiempos en que los pepillos no escuchábamos música de guapos, un par de años más tarde todo se mezcló y hasta Manyenye comió ajonjolí.
Más adelante el Cristino, donde solo iban familiares de pinchos como podía ser yo pero sin ser mi caso, y chivatones de los de verdad. Donde años más tarde una prima, negó la entrada a mi hijo que vivía en 5ª y 10 pero no era hijo de una madre revolucionaria, a una lujosa fiesta de cumpleaños de su hija, que pobrecita no era culpable de las consecuencias de una bola de cebo tan amorfa. Y unos pasos más allá, el drive way del Sierra Maestra, con su vigilante en la entrada, su tienda de productos especiales para técnicos extranjeros donde mi madre compraba los cartones de cigarrillos Populares, la jamonada, el queso, el ron Legendario, el laguer cubano sin etiqueta, a veces el Polar, el Hatuey y el Pilsen Urquell y el vino búlgaro Cabernet. Y mucha más comida, tabaco y curda que la que había en la bodega del arroz con cambolos y gorgojos.
Aquello era un abuso que a mi me avergonzaba, en vez de manifestarme mediante la abstención o la denuncia, llevaba amigos y novias a casa a comer todos los días, de esa forma pagaba la culpa de ser participe del engaño de la igualdad. Tenía un carnet de técnico extranjero, casi nunca me lo pedían a la entrada del Sierra, pero lo llevaba por si el de la puerta era un guardia nuevo, o un "imperfecto"
A la entrada, iluminado con el sol que entraba por los dos flancos, desde el mar y desde el cielo abierto de esa pequeña ensenada que hacía la costa de La Habana en ese punto, el mármol del suelo brillaba y el perfume del salitre empujaba a la cafetería de la entrada, para tomar una Pilsen fría. A esa altura generalmente ya me había encontrado con un amigo, una jevita, un primo, o cualquiera para meter una muela, la que se terciase, la que el estado de ánimo y el humor sugiriesen. Pero nada de política, en Cuba no se hablaba nada de eso, al revés de lo que la gente de afuera de la isla piensa, esa omni y multi presencia de la jerga política, ideológica, adoctrinada y alienante, causaba el efecto opuesto en los ámbitos íntimos, en cuanto el cubano se despegaba de la necesidad de muela oficial, del poema obligado, hablaba de todo menos de política.
A veces estaba Fernando, a veces el dominicano loco, a veces Niurka, a veces la bailarina de ballet acuático, a veces Renata, a veces el otro Fernando, el colombiano loco que sacó la cara por mi años atrás en la beca cuando me tenían loco a botazos voladores nocturnos llenos de meado, a veces a Robertón, que era un hacha para todos los deportes, apenas había empezado a jugar voleibol en la canchita de atrás de la piscina y ya era el mejor, igual que al wind surf. No teníamos tablas como las que había en el capitalismo, pero teníamos alguna tabla y su botavara, lo cual era un lujo. Pero el que con más frecuencia encontraba antes de entrar, o íbamos desde mi casa porque era cubano y tenía que entrar con un ruso o sucedáneo, era mi amigo desde que llegué a Cuba diez atrás de aquello, Evelio, que era esponja igual que yo.
Esa vez lo encontré ya adentro, tomando una cerveza en el muro que daba al mar.
-Que volá yenika, me entró Fernan.
-Qué volaíta brother, hoy traje eso.
Yo también tenía la botella fría en la mano, le dije que fusemos atrás. Tras bañarnos en la piscina grande, en el mar nadando hasta los yakis que habían situado para que las marejadas no arruinasen las fachadas. Una vez me singué a una titi en un yaki, cubanismo que proviene del término “jaks”, con el sol lamiéndome la espalda, y ella de frente al cielo y a la orilla de enfrente a noventa millas, uno de los palos más ricos que se pueden echar en Miramar, porque la estructura del yaki permite acomodarse para mamar bollo, luego subir para ser succionado en el rabo, e invita a distintas posiciones para la singuetta. La singuetta es como la vendetta pero en plan bueno.
Y cuando cayó el sol le dije a Evelio- vamos a jamar algo- nos pusimos en la cola de la cafetería de la piscina, y de repente se me coló una rusa, el Sierra Maestra era más que nada hogar de rusos, que escudaban sus acciones en la isla bajo la denominación de técnicos extranjeros, pero eran militares, maestros de técnicas policiales, algún ingeniero, y mucho chivatón de su compañero que a su vez era vigilante de otro. Porque los que más hacían negocios en mercado negro entonces eran los rusos, compraban lo que no iban a consumir de la tienda de privilegios, y lo revendían en la poca población con que se dignaban a hablar. Había también polacos, húngaros, rumanos, búlgaros, ninguno de estos soportaba a los rusos, y eso que eran todos de partidos comunistas de sus países, si no salía nadie. Yo tuve amigos rusos, alguna noviecita también, aunque la rusa de esa época no se parecía en nada a la que anda ufana llena de rublos hoy por Marbella, esbeltas, producidísimas, lacadas, plastificadas, pero lindas. No, aquellas eran como salidas de una dacha, el traje de baño partía hacia abajo casi desde el sobaco, que dicho sea de paso, cada uno de aquellos sobacos sí que eran un arma letal mil veces más poderoso que todo el arsenal estadounidense, se bañaban en la piscina nadando en estilo pecho sin meter la cabeza en el agua, usaban gorros de pelo, y en la parte que hacían pie, siempre había algunas parejas de rusos jugando ajedrez con un tablero flotante, y miraban con ojos de oso con rabia a los niños que salpicaban o saltaban desde el borde en vez de hacerlo en la parte profunda y desde el trampolín. Los demás "técnicos" no se sentían cómodos con los rusos porque estos se creían superiores, bueno, no es que se creyesen, estaban situados en instancias superiores, y a los cubanos, que eran los encargados de construirles el edificio Mazinger, la embajada fortaleza más hostil con la estética de la Historia, ni siquiera les hablaban. Salvedad hecha por las numerosas parejas ruso-cubanas que vivían de manera normal en la isla, generalmente compuestas en la URSS durante un período de trabajo o estudio del cubano/a en la patria superior.
Le toqué el hombro a la rusa, y le dije que se me había colado, yo también era "técnico" .
-Mucho poco tiempo Cuba, no habla española- me dijo la muy descará.
Cuando cogía aire para decirle no recuerdo que barbaridad, Evelio me hizo señas de que la dejase por imposible, ¡él! justo él que cada día si querías ver una bronca a la salida del colegio Orlando Pantoja, a las 4 y 20 en la sinagoga lo tenías en el ring. Pero tenía razón, la rusa se empacó, se cuadró como una gendarme y no estaba dispuesta a deponer su derecho a arrebatar a los cubanos, a los aplatanados, o al resto del mundo incluso, su puesto para el helado. Cuando le tocó, la rusa dijo en español acentuado con el tono especiado de la taiga:
-Compañera, bocadita di qiueso-
Y entonces le dije: Tú sí que sabes hablar español y colarte como un cubano-
Cogimos un bocadito cada uno, y ya cayendo el sol, le dije a mi amigo, hoy nada de materiales ni socios, que traigo el Jazz. Lo que él ya sabía. Le llamaban ñaña, efori, veneno, eran unas hojitas de marihuana seca envueltas en papel de estraza, lo que en aquella Habana de inicio de los ochenta era un porro, al coste de una “monja”, cinco pesos, de los pesos que valían, que traían a Maceo altivo, orgulloso, casi como un ruso en en el Sierra Maestra, no como hoy que el pobre está en los billetes alicaído, tumbado, sin machete ni cohete. Fumamos el porro y Evelio me decía -brother no me hace ná- y cada vez que lo repetía demoraba más en terminar la frase, hasta que empezó a reírse, y yo me empecé a deshollejarme a carcajadas. La cantidad era escasa pero era del Esacambray, una calidad superior.
En esa época y aún hoy, fumar yerba era un delito muy penado por la ley, por eso me refería a quemar una ñaña, como : " tocar Jazz"; así que para honrar el mote apelativo nos pusimos a cantar los temas de jazz de Armstrong y Miller, a dos voces, dos trompetas, dos baterías, en el fondo de las piscinas del Sierra, frente a las cabañitas, a los yakis, al sol del mar naciente cayendo sobre nuestra nota de ron, laguer y jazz.
No dejamos de reírnos hasta que nos despedimos en la parada de la guagua recordando la recién aprendida frase que marca la superioridad racial de los Urales:
"Compañera, bocadita di quieso"
Blackfriars
A menudo, Gamsa caminaba por la rivera sur del río hasta el puente Blackfriars, iba hacia el centro donde se detenía y allí podía permanecer largos minutos dejando que el aire le llevase alguna idea, un recuerdo, o un nuevo pensamiento y de paso le lastrase los desteñidos. Solía decir que Blackfriars era el verdadero puente de la ciudad, ya que conectaba la avaricia de la City con la Londres incendiada de los comerciantes, los cacos navajeros y las putas, que hoy se reencarnaban en la Tate Modern, decía que un puente debía ceder protagonismo a sus dos orillas y al discurrir del agua, rol secundario que cumplía con orgullo aun siendo esas las dos orillas menos llamativas para el turismo consumidor de estridencias. Desde el Blackfriars observar ambos lados era como estar dentro de un cine a oscuras en un asiento central en la fila ocho, en medio de la acción, en el rol más protagónico, el del observador para quien todo está pensado, pero sin ser percibido, en cambio desde el puente Westminster o desde el puente de Londres, no hay manera de no ser parte de una película grandiosa, enorme, inolvidable, pero que hace mucho tiempo que nadie ve, solo se menciona como hito cultural, como Casablanca, Lawrence de Arabia o Lo que el viento se llevó.
Una tarde, tras comerse una salchicha de tipo búlgara en los puestos callejeros al lado del río, antes de que entre el ocaso y la niebla ya no se viese nada, se apresuró para llegar al Blackfriars, al llegar a la boca del puente, escuchó una fuerte discusión proveniente del centro del puente, exactamente desde el punto al cual se dirigía, dos hombres discutían acaloradamente, con el sol difuminado tras las nubes y a punto de desaparecer bajo el horizonte alcanzó a ver dos figuras que de repente se callaron y una se abalanzó sobre la otra, comenzando lo que casi seguro era una pelea a puñetazos, pero fue algo instantáneo, casi dejaron de pegarse en cuanto comenzaron, y entonces los vio dirigiéndose a la parte trasera de un coche, abrieron el baúl y sacaron un bulto considerable, cada uno lo tomó de un extremo, lo colocaron sobre la baranda y lo dejaron caer al río. Al chocar de plano con el agua emitió un fuerte sonido, y de inmediato se hundió entre los tenues destellos que platinaban las crestas de las pequeñas olas fluviales.