Unos mates con el tío
Será el abrazo suspendido, la historia de los dos viejitos judíos rumanos primos hermanos separados por la barbarie a mediados del siglo pasado que se reencontraron tras setenta y cinco años, será porque en esos años mi abuelo Ernesto dentro de su vida de Bon Vivant, hizo espacio para una firme conciencia antifascista.
Será por el abrazo de mis hijos, al despedirme de Alejandro en Canarias y de Martintxo cuando regresamos de las playas de Nha Trang y las motos de Saigón.
Será por el abrazo de mi viejo, a quien quise y extrañé de niño cuando se fue para cumplir con esa maldita y condenada revolución de los cachetes rojos, colillas humeantes y colitas frescas con fécula; de la que del todo nadie ha regresado ni dejado de esperar.
Será porque mi madre me enseñó a querer todo eso más que a la secuencia de exposiciones por segundo que componen la incertidumbre de la vida.
Será por la voz educada y a la vez firme de mi recientemente partida tía Celia, el regalo de su visita año tras año, será porque la vi cuando niño en las navidades y luego tras la atomización, los doce trabajos de Hércules, el exilio, la cárcel, la virtud, la desnudez de la verdad, la volví a ver abrazándo a mi hijo, porque aquellas esquinas sombreadas me dieron la espalda cuando el filo del acero estaba a punto de cortar la fatiga de mis latidos, y me empujaron hacia adelante, perseguido por la obsesión de encontrar aire que produce el asma, para que un día, a la vuelta de otras esquinas templadas por el sol, la charla de los viejos y los besos de los amantes, me esperase una colina de manzanas deseosas de un abrazo mordiscón, y me salpicara la cara un chorro de olas disgregadas por un viento llegado de una dimensión diferente, de las reminiscencias de una experiencia que sólo conocí en sueños acunados en los pasos del camino. Sueños de talco, de grieta, de sed y ampolla.
Será porque en algún tramo del regreso diario puede aguardar un pequeño cofre con la llave de otro cofre aún más pequeño, ínfimo, que al ser abierto desprende caricias, excusas y charlas sosegadas con cada uno de los que se quedaron esperando a quien no pude ser y risotadas con cada uno de los que fui.
¿Por Hildita, por Canek, por Cuba tendida en la alfombra del abismo? o sólo será porque el mundo no ha mejorado más que un pimiento, porque el miedo al miedo nos hace compartir la mueca hostil antes que el gesto de placer, será porque un calabozo detrás de otro, una bomba después de otra, una puñalada, un borbotón de sangre y sesos, las cabezas rodando, el hambre tosiendo polvo de las brasas, la oda a la guerra, el uso de la fuerza para el abuso, nos han enviciado, nos han hecho adictos a tentar los limites de la paciencia del aire, del semen, de los mangos y de la tierra.
No sé por qué, pero este aniversario de la muerte de mi tío Ernesto con su barba rala, el pelo a lo Ivanhoe y Morrison, el olor de la transpiración de animal acorralado en aquella quebrada, pesando la mitad de sus kilogramos, con la mirada más limpia que nunca, extraviada en el horizonte del cielo con un ligero toque de Venere, a sus pies los molinos vencidos y Dulcinea besando su frente, me llega más que nunca, como si al final el asma cumpliese su cometido, como si hubiese aguantado las ganas de vaciar la vejiga hasta llegar a la cima. Un año no es más que una vuelta de nuestra casa alrededor del astro mayor, pero siento como si este aniversario se hubiese desnudado de esos convencionalismos y me tocase el timbre para sentarse en mi mesa, para quedarse en mi cuarto de invitados, al lado del radiador y la cortina verde, y desayunar melocotones y mantequilla discutiendo cafés, mates, jugos, temas calientes y fríos. La fuerza del pequeño cofre.
Y acaso, ya con la barriga llena, la puerta cerrada y la ventana abierta, preguntarle lo que Atahualpa Yupanqui a su caballo el Alazán, cuando éste agonizaba tras caer barranco abajo entrampado por un lazo de niebla:
¿Qué estrella andabas buscando?