Aspirinas y semáforos
Hay dos cosas con las que no conviene meterse en Estados Unidos, ni con la salud ni con las disposiciones legales por mínimas que puedan parecer; todo lo demás es una maravilla.
Carne de vaca
Sarita intentaba comer carne de vaca a todas horas, los muchachos de Ciego de Ávila decían que estaban tan acostumbrados a comer bistec todos los días en sus casas que no importaba si dejaban de comerlo algún día, lo decían delante de ella y del maquinista que era también de Santiago de Cuba y también le daba a la carne que era un espectáculo temiendo no volver a verla en el resto de la existencia.
Sarita se picaba con las puyas pero no dejaba de comer sus bistecs con cebolla, ajito y limón.
Un día fuimos a su casa a buscarla porque teníamos que zarpar antes de lo previsto, y la madre nos dejó en el salón de su casa, sentados en sillones balancines de preciosa madera y confección. Nos ofreció café, Sarita demoraba y nos ofreció otra tacita más, mientras yo me entretenía observando la casa, el techo azul, con artesonados, tenía vigas a la vista, las rejas de las ventanas habían sido hechas muy cuidadosamente por algún buen herrero de los ya muertos, y desde allí se veía el empedrado de la calle, esa casa tenía en sí más buen gusto que todas la conversaciones que manteníamos cada noche. Y entonces Sarita Salió por fin pero con la cabeza tapada por una especie de gorro de baño.
Cuando llegamos al barco en el coche Sarita se metió en el camarote y zarpamos, a las dos horas, Ponce la llamó y le dio la orden de entrar al agua y practicar un buceo mientras nosotros observábamos en la borda mirando. La chica no quería de ningún modo, hasta que no tuvo más remedio que tirarse con el equipo, salió con el pelo absolutamente enroscado, a merced de toda la grasa que se echaba, intentaba taparlo de cualquier manera, y corriendo al camarote para echar mano de su máquina de alisar y pasarse las próximas horas en esa ardua tarea, que cualquier improvisto como aquel podía derribar, me dio pena que pensase que hasta ese día no era evidente la escasa suavidad de su pelo. y me di cuenta hasta en que pequeñas cosas está presente la ignominia que debieron sufrir esos seres humanos completamente abusados y desprovistos de todo , hasta del simple orgullo de mostrar su belleza. Ella tenía el pelo largo por los hombros, cada noche le pasaba la plancha para que quedase liso, algo que hacían muchas mujeres mulatas, yo prefería la belleza de ese tipo de pelo enrulado, pero las que eran más claras de piel quizás pensarían que estirándoselo podrían pasar por blancas, y que gozarían de mejor status.
El resultado de aquel pelo duro caído sobre el hombre podía ser pasable solo si se tratase de una foto, pero que en la realidad cuando la mujer mueve la cabeza, va en todas direcciones como un casco, era para mí mucho más agraviante que cualquier sitio al que las pudiese condenar el prejuicio racial, ya que se sumaba el elemento de la anomalía. Pero aún así podía comprenderla.
Era algo más profundo que un simple patrón estético el que ella ocultaba. Sobre esta particularidad de los descendientes de africanos en América leí muchos trabajos, siempre escritos por blancos que estudiaban la negritud, pero nunca pude leer algo que sitúe la belleza o menoscabo de la raza afroamericana alejada de estridentes orgullos o complejos raciales, por eso considero que el crimen aquel aún continúa vivo, nadie que viva hoy es culpable, pero aún hay víctimas, tan brutal fue lo que se hizo. Entendía el principio de su complejo. Si bien yo siempre sentí aprecio por mi pelo oscuro, sabía que no era un patrón precisamente de representación del poder de tipo europeo, ya que indicaba que podía descender de africanos, de indígenas o de judíos, sin embargo hacer algo por disimularlo me habría parecido además de una tarea ardua que no merecía tal esfuerzo, un serio ataque a mi ya deficiente estructura de amor propio. Por otro lado quizás gracias a la libertad que me obsequió mi perenne actitud de concentración exclusiva en mis cavilaciones, siempre le brindé muy poco interés a las convenciones, y de alguna manera me quedó la convicción de que justamente, la raza de Sarita no solo no tenía nada de qué avergonzarse, sino que si afinamos la óptica de observación acaso cuenten con muchos más motivos para sentirse dichosos y agradecidos de la naturaleza que la gran mayoría. Pero el orgullo de una etnia que se le había dado históricamente un trato tan duro, y se le continuaba tratando despectivamente en la Revolución de todos, es algo que precisa de trabajo y de un definitivo destierro de prejuicios tan bochornosos.