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El blog de martinguevara

La chivichana

27 Marzo 2021 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Cuba Opinión, #Cuba flash., #Relax

Evelio nos enseñó a fumar en el segundo piso en los asientos frente al Salón de Embajadores.. El primer cigarrillo que me eché, uno de tabaco negro de la marca Populares, sin filtro, me dejó mareado y casi vomitando. A los demás le pasó igual. Al siguiente día insistí, y ya me dolía menos la cabeza y las arcadas eran menores. Y así no sé bien porque razón me empeciné en fumar y, en breve estaba yendo a comprar paquetes de cigarrillos con la tarjeta de la habitación, de mejor calidad que los Populares, pero también más fuertes. Aunque lo cierto es que no fumaba más de un cigarrillo por día, y eso si me juntaba con Evelio y con alguno más que se aventuraba a la humareda Los chicos queríamos parecer hombres, salir a trabajar y conseguir el sustento no podíamos, tener la pinga más larga y singarnos todas las mujeres que creíamos había que taladrar para que n hubiese dudas por ese lado, tampoco podíamos, pero ¿un cigarrito? ¿quién no se podía echar una bala?

Mi mamá fumaba mucho y no se notaba en el entorno si alguien más olía a tabaco quemado. Evelio me había enseñado a tirar piedras, decía que los extranjeros tirábamos piedras que parecíamos patos. Se les llamaba extranjeros a los que generalmente provenían de países donde no se jugaba béisbol no a un dominicano o a un venezolano que también eran buenos pitcheando y por ende tirando piedras. Me había enseñado también un par de trucos para empezar a una bronca, para no perder de entrada. Ese par de trucos me han servido toda la vida para las contadas ocasiones en que debí echar mano de ellos y, por último, a fumar.

Por eso cuando jugábamos a escondidos, a atraparnos en la piscina al tesoro escondido u otros juegos similares, y yo invitaba a Evelio, me parecía que nos estaría viendo como unos nenes caca, en su cuadra jugaban a las bolas, cosa que muy a menudo llevaba bronca incluida con Carlitos Becil o cualquier otro que se quedaba con todas bolas porque le daba la gana, lo que se llamaba "manigüiti"; se jugaba al trompo, enrollado en una pita se lo tiraba con fuerza y habilidad y se competía en quien lo hacía girar más tiempo , o en condiciones más difíciles. Había algunos que recogían el trompo girando en el suelo con la pita, y hacían que el trompo mantuviese el equilibrio girando en la cuerda. Eso se jugaba sobre tierra, nosotros no teníamos tierra dentro del hotel, y donde había en las inmediaciones había pandilleros también, o simplemente cubanos normales, que estaban invitados desde la cuna a medirse con los demás en broncas. Claro que también había muchos cubanos que no les gustaba la bronca, pero esos no jugaban en la tierra ni a las bolas, ni al trompo, ni a la carriola ni a la chivichana.

La chivichana era un carrito de madera armado de modo artesanal por cada vecino, por lo general para acarrear barriles, cajas, bolsas pesadas, tiene una base donde apoyar el producto, y debajo dos palos con ruedas formadas por cajas de bolas del desguace de automóviles, las ruedas delanteras estaban atadas por una soga que era el timón, y cuando no lo usaban los mayores, los chamacos se tiraban con eso por una pendiente y a eso le llamaban diversión. Una vez traté de tirarme en chivichana pero me iba contra la acera porque no controlaba el tiimón, Cuando yo veía una chivichana me producía escozor, era como si me garantizase que ya me estaba aplatanando tanto que nunca conseguiría salir de aquel cúmulo de “chealdades” de esa especie de reino del mal gusto que rodeaba todo lo que no fuese extranjero.

Pero no, Evelio no sólo no se reía de nosotros, sino que a su vez aprendía a ver el mundo de otra forma, el mini mundo o la madeja que cada uno tenía en su coco. Era tremendamente respetuoso de todo lo que hacíamos por más imbécil que a mi me pareciese. Disfrutaba e los juegos igual que nosotros, dentro del hotel era otro más que no jugaba a las bolas ni andaba en carriola, saltaba por la piscina, leía a Salgari, se interesaba por las incumbencias de cada uno de los pibes del hotel.

Se daba esa circunstancia, dentro del hotel los bobos eran los de afuera, en los barrios de donde eran los alumnos de nuestras escuelas,  claramente los bobos éramos nosotros, ese equilibrio era el responsable de que ningún grupo se burlase del otro, de alguna manera ambos se atraían a la vez que se temían.

 
Con Evelio en el hotel

Con Evelio en el hotel

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Dolor y gol

24 Marzo 2021 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Argentina frizzante

Llegó el 24 de Marzo de 1976. ERP y Montoneros creían que la toma del poder era cercana. Empezó una masacre sin parangón en Argentina, los que podían, o querían escapar, llegaban por contingentes a Cuba, México, Brasil, Paris, Madrid, y decían: "la lucha será prolongada".

La mayoría del pueblo estaba con los milicos.

Yo solo pensaba en mi padre, en aquella celda, en aquella sangre, en aquel terror. Mi viejo, como su hermano mayor, son los únicos que pagaron con cara la llave de nuestra guarida. Nosotros dormíamos sobre la incertidumbre, ellos sentían la mordida de la rata.

A los dos años tuvo lugar el Campeonato Mundial de Fútbol, la gente gritaba ¡gol! mientras sacaban un ojo de su orbita o le metían un escorpión en la vagina a una joven militante en un torturadero clandestino.

La gente gritó ¡gol! hasta el hastío, mientras más gritaban los torturados más alto se gritaba el gol. Argentina ganó y todos fueron a festejar, ya no gritaban gol, gritaban Argentina Campeón. Y si veían a un botón o a un militar lo abrazaban y gritaban más alto ¡Viva el dolor!

La lucha será prolongada decía JP Vivanco de juventud Guevarista cuando llegó a LH, los Montoneros decían que había que rearmarse. Y así al año siguiente mandaron la "Contraofensiva Popular" a la máquina de hacer carne picada. La Negra Cordero, llena de vida, de amor, de risas, de fuerza, fue perdiendo cada milímetro de sus tendones en esa máquina. Todos murieron, menos quienes los mandaron. Todos sufrieron horrores menos quienes los usaron.

La lucha será prolongada decía el ERP. Lo que quedaba del ERP, que era casi nada. El Partido Comunista seguía órdenes de la URSS y de Fidel, todo el cono sur estaba sometido a horrendas dictaduras menos Argentina, que tenía un gobierno cívico-militar, que rompió el bloqueo de granos que había impuesto EEUU a la URSS, y eso los convertía en acreedores de medallas de honor del Ejército Rojo, que Videla intercambiaba por medallas de honor José de San Martín.

Fidel en Cuba se cuidó mucho de jamás condenar a la dictadura argentina. En los discursos decía el fascismo de Chile, Uruguay, Bolivia Paraguay y “otros”. Así fue que Cuba neutralizó la denuncia de Carter sobre la violación de los derechos humanos en Argentina, Cuba apoyó a Videla, y Videla hizo que la OEA no condenase a Cuba. Todo en casa. Todo por un puñado de rublos.

No había dictadura en Argentina pero era el país con más torturados y asesinados del Cono Sur de América Latina. No hubo Contraofensiva ni lucha prolongada. Se siguió oyendo el arrastrar de las ojotas fuera de la cancha de River: éramos campeones del Mundo de Fútbol y la gente gritaba ¡gol!.

Dolor y gol
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Bife y congrí

24 Marzo 2021 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Cuba Opinión, #Relax

La verdad

Para un argentino lo única comida cubana que podía ser considerada rica, es la fruta, el pescado y marisco. Nada de carnes, la de res se hace con mucho ajo, cebolla, limón y machucada. La de cerdo, para quien está acostumbrado a la mejor carne del mundo, tiene un retrogusto que no es otra cosa que lo que el cerdo come y su modo de vida. El pollo, bueno, el pollo es pollo en todo el mundo.

Luego estaban las guarniciones o acompañantes, arroz, de muchos colores, pero sólo arroz, acaso alguna vez papas fritas, pero casi siempre arroz. Blanco, con frijoles negros, con frijoles rojos, con azafrán y pollo o petit pois, pero siempre arroz, como chinos o como japoneses. También malanga o yuca, e incluso plátano.

¡Banana con arroz!

De a poco me fui acostumbrando, llegó un momento en que el arroz congrí, ese con frijoles negros y una yuca con ajito, aceite y limón me encantaban, pero al principio me parecía algo trivial, de una película de Tarzán, de un documental sobre leones.

Pero las frutas, ¡oh! el mango, la piña, la chirimoya, la guanábana, el mamoncillo, el tamarindo, el mamey o la fruta bomba eran una delicia.

Y los pescados.

En el Habana Libre comíamos todo tipo de pescados, en filetes, con salsas, en buñuelos, ripiados, con o sin espinas y al costado estaban los mariscos. Cada día un coctel de camarones, o una cola de langosta, o cualquier otro ser jodedor del mar. Yo era el único de mi familia que adoraba los pescados y los mariscos, mi abuela Elena también, era una complicidad que teníamos.

Mangos y pescado, ninguno de los dos necesitaba ajo.

Hoy, hay días que busco entre los bares y restaurantes al mediodía, a ver si uno, aunque sea uno de todos me da arroz como guarnición en vez de papas fritas o ensalada.

Y cuando voy a Madrid, siempre un par de días, uno almuerzo en un argentino, una parrillda, y el otro en un cubano, lascas de puerco asado, congrí y yuca con mojo.

Cosas vederes Sancho.

Bife de chorizo y congrí con puerco y plátano macho
Bife de chorizo y congrí con puerco y plátano macho

Bife de chorizo y congrí con puerco y plátano macho

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Zanelli

18 Marzo 2021 , Escrito por martinguevara

Zanelli era abogado y tenía un sentido del humor tan bueno como persistente.

Su hijo Marcelo sacó el mismo sentido del humor, pero además de hacer cuentos chistosos como el padre, aprovechaba la realidad más inmediata para convertirla en el mejor de los chistes. Todas las reuniones con Marcelo, generalmente en su casa se veían aderezadas con la hierba que conseguía Valeria, mate, literatura, rock, y coronadas por cataratas de risas. Lo más alucinante es que Valeria que vivía con él desde hacía un pilón de años, se sorprendía igual que todos los demás con los estoques de humor de Marcelo, quedaba claro que sí, que Marcelo hacía reir.

Sicoanalista, pintor, guitarrista de una banda icónica, lector, actor, conocedor de los escasos nexos que pueden unir la tierra del campo, el lazo del gaucho, los patos del lago, con la sensibilidad artística, cívica, intelectual y sociológica, y ambas dos, a la cancha de Boca.

Marcelo jugaba al fútbol también, tenía un tobillo fino, un día lo vieron jugar unos brasileros en Necochea y lo alabaron. Delgado, de rulos rubios de ojos verdes y de piel muy blanca, les daba gusto a los propios brasileros ver como los driblaba y se llevaba la pelota un tipo que no parecía provenir de la favela.

Era ganador de chicas, no al estilo chulo-putas, sino del tipo intelectual gracioso, bien parecido, ocurrente y con una fuerte convicción estética.

Conservaba sus amigos de la niñez, Waldo, Alejandro, y le encantaba hacer nuevos amigos. No nació en Capital Federal pero se había aporteñado en buena parte, y en otra parte llevaba siempre ese infinito campo argentino en su falta de interés en las mieles de la vanidad. Las buscaba, le encantaba ser centro, pero una vez logrado era el primero en reírse de sí mismo y de todo salame que se creyese algo sin saber poner una tranquera, pintar una casa, jugar al fútbol, pasar unos cuantos gramos de merca por la frontera boliviana, beber hasta caer, o levantarse y volver a ser porteño, sensible, fino y psicoanalista.

Una tarde, a un amigo suyo que trabajaba en un diario de moda que no duró más de dos años, lo invitaron a una fiesta de una revista underground sobre rock, drogas y literatura bukowskiana, y le pidió a Marcelo que lo acompañase. Eran muy amigos, eran parecidos y distintos a la vez, fumaban Parisienne. Marcelo decía de él, que para la cultura de sobremesa que mostraba, era increíblemente prefreudiano, Martín decía de él que aún siendo muy freudiano no tenía ni la más reputisima idea de cual de todas las cosas que le seducían, quería ser. Se burlaban de las pretensiones más intimas.

La fiesta no era gran cosa, pero había gente del mundillo under porteño arrastrados por Enrique Symmns que protagonizó varios proyectos más o menos pretenciosos de la época del reviente. Entre las figuritas había una rubia alta, musa de Enrique, decía que se llamaba Vera. El amigo de Marcelo le tocó las tetas cuando ya atesoraba un pedo considerable, y la musa Vera le dio una trompada en la cara que lo tiró del banco de la barra donde estaba sentado, al suelo del bar. Marcelo se percató  de que ya era hora de dejar la fiesta, recogió a su amigo, lo puso en el hombro, apuraron sus tragos y salieron. Pero Martín había llegado al punto de curda en que todo lo que no sea acostarse en la cama o en el baño arropado por el vómito, es una mala idea. Y empezó a gritar como si cantase blues haciendo zigzgag por el medio de la calle, entre los dos carriles, un blues indio, una baguala con berridos porcinos. Marcelo ya estaba con las pelotas llenas, pero no abandonaba a un amigo aun cuando ya tenía más que sellado el documento exculpatorio para dejar al indigerible Martincho en medio de su melopea.

Una patrulla de la policía se acercó en sentido contrario a los pasos sinuosos de los dos amigos.  En aquellos años todavía la policía argentina detenía a los transeúntes beodos y se los llevaba a dormir a la comisaría, en calabozos habitados por otros huéspedes, con mucha suerte también borrachines, pero a menudo, ladrones, minoristas, pendencieros. Por supuesto, los canas frenaron, bajaron y les pidieron los documentos. Marcelo desplegó un sketch de hermano mayor llevándose casi en andas al benjamín, visiblemente afectado por la no costumbre de ingesta de cualquier bebida alcohólica.

-Agente, él no está acostumbrado, se tomó una cerveza y le cayó así de mal, mañana tiene que trabajar, deje que me lo lleve a casa- los agentes accedieron y le reocmendaron que desapareciese ya.

Marcelo paró un taxi, dejó a su amigo en el edificio en que vivía y se fue a dormir. De madrugada lo llamaron por teléfono para preguntarle si conocía a un tal Martín, esta vez lo llamaban de la comisaría 14 de San Telmo, lo iban a dejar ahí apolillando hasta que se le quitase las ganas de cantar en el patio frontal del edificio, unas notas etilicas que iban desde una baguala al réquiem de un cerdo.

Marcelo dijo: sí lo conozco, mañana lo recojo.

Ayer Martín leyó una nota de despedida de Marcelo a Rosario Bléfari, que ya había fallecido un año atrás, en un diario argentino, las palabras que le dedicó a su también gran amiga Rosario, le llevaron el recuerdo de la calidad de su amistad. Fue un bálsamo en tiemposs de no demasiados festejos.

Y otro día, una vez más, como treinta años atrás, Marcelo le salvó el pertuso a su amigo.

Obra de Marcelo Zanelli

Obra de Marcelo Zanelli

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Carne de ESBEC

17 Marzo 2021 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Cuba flash., #Opinion crítica., #Relax

Llegó el día que me tocó dejar la pañoleta de la primaria. Se acabó el verano y empezaba un año escolar nuevo, pero en la secundaria. Mi madre y los del ICAP habían decidido que como era casi norma general entre los hijos de exiliados, fuese interno a una escuela al campo, lo que se denominaba de manera coloquial “la beca”, porque sus siglas eran ESBEC, Escuela Secundaria Básica en el Campo. Yo no estaba particularmente interesado, mis amigos seguirían la secundaria en la ciudad, y eso de crecer era algo para lo que no me sentía particularmente preparado.

Una camisa celeste, pantalón y corbata azul, zapatos kikos plásticos, una maleta con algo de ropa y poco más, y a la parada del autobús que nos llevaba a la beca a Quivicán. La escuela se llamaba “Amistad Cuba Canadá”.

La idea de que los adolescentes estudiasen y trabajasen se le había ocurrido a Fidel como manera de aprendizaje temprano de la disciplina de trabajo, de los rigores de estar lejos de casa, y de paso dar un aporte a la producción, que no a la productividad, para el sustento de la educación. Para ello le echó la culpa a José Martí, pobre apóstol, desde que fue abatido en Dos Ríos, le venían atribuyendo cada vez más responsabilidades. Martí había reflexionado sobre la conveniencia de que los estudiantes aprendiesen algún oficio mientras cursaban sus estudios y se preparasen para la vida, pero ni remotamente participó de aquel esperperto experimental hijo de la idea de que la familia es una cualidad o un defecto de la burguesía.

Eran dos edificios, uno para estudios, el otro de albergue, donde se disponían literas de dos camas en fila. La mitad de los alumnos estudiaban en la mañana y trabajaban en el campo en la tarde, la otra mitad viceversa. En aquellos campos se sembraba y cultivaba la fresa y la papa, el trabajo consistía en desbrozar la hierba mala los surcos de fresa con una guatca o azada. Tras los tres surcos que tocaban por cabeza, la zona lumbar nos quedaba arruinada. Cada brigada tenía un jefe de brigada que por lo general era un mal estudiante, repetidor de grado, pendenciero, con quien nadie quería tener un mal entendido. Por encima de ellos estaba el profesor, que nunca aparecía por los surcos, y al mando de ellos, el guajiro que gestionaba la zona y conocía el trabajo. Una vez uno de esos guajiros me confesó que ningún campo trabajado por los chavales de las becas era redituable, generaban pérdidas. Las mujeres hacían los trabajos menos duros, pero las mismas horas.  Esa idea de que la mujer es más frágil en los trabajos duros, nunca fue demasiado combatida por el feminismo, así como tampoco la de que en caso de emergencia, mujeres y niños se salven primero, a diferencia de la emancipación femenina para ocupar los cargos directivos.

La ropa de estudio y de trabajo la proveía la escuela, zapatos y botas incluidas. Tres comidas, merienda, entrábamos los domingos y salíamos los sábados por la mañana. Hice un amigo particular, Juan José Sánchez, hijo de Sacha, una militante revolucionaria argentina, y de padre boliviano también revolucionario pero separados, Juanjo nació en Bolivia pero era argentino y se estaba volviendo cubano igual que yo, tenía una hermana desaparecida en Argentina, Graciela, que al ser detenida estaba embarazada. Vivía en el Hotel nacional, a unas pocas cuadras del Habana Libre.  Unos años atrás había tenido un grave problema en el corazón,  lo tuvieron que operar y quedó perfecto, sólo le quedó de recuerdo una enrome cicatriz en el pecho. Mis primos le pusieron el mote de “corazón” un lindo apodo más allá de que le pudiese recordar el pos operatorio. Sacha, la mamá de Juan José cuyo verdadero nombre era Matilde Artés, fue la primera abuela en econtrar a su nieta desaparecida años más tarde en democracia en Argentina, el famoso caso de la niña Carla Rutilo Artés, la primera recuperada de las manos de los asesinos de sus padres.

Con Juanjo pasábamos horas charlando de mil temas, las cosas que se nos ocurrían, que añorábamos, las chicas, sobre las cuales yo empezaba ya a tener un secreto interés muy acuciado, aunque sólo se resolvía el desenlace en la intimidad que ofrece la manta una vez que los demás duermen.

La parte en que tocaba estar en el albergue era jodida. Era el medio ambiente soñado de los guapos y los repetidores, que se amigaban con los mismos profesores que no los querían ni ver en las aulas, porque eran quienes podían manejar a los alumnos, así los profes tenían más tiempo para andar en los pasillos ya no iluinados con las profes. Los abusos de los más fuertes con los menos afortunados muscularmente hablando, eran frecuentes y a menudo se pasaban de la raya y dejaban a alumnos muy tocados, con miedo a ir al albergue, incluso con miedo a llevar algo rico para comer desde la casa por temor a que los guapos le abriesen la maleta y se lo quitasen, o si lo escondía mucho, le diesen una buena paliza. A mi me robaron muchas veces, denunciarlo era ser chivatón, se lo contaba a mi madre cuando iba de fin de semana al hotel, pero ella no podía hacer gran cosa excepto hablar con el director o con alguien del ICAP cosa que yo le pedía que no hiciese, sería peor, lo que yo quería era que me sacaran de la beca.

Hasta un día que empecé a desquitarme robando yo las cosas que veía fuera de las maletas, pero así como las robaba las tiraba por la ventana al barro. Camisetas, botas de campo, medias, calzoncillos, todo lo tiraba, y rompía maletas cuando no había nadie en el albergue. A veces faltaba a un turno de clases para ir al albergue vacío y poder tirar todo lo que encontraba y romper maletas de guapos y de profesores que también eran abusadores. Un día me descubrieron y me chivatearon a dirección. Se armó un lio, y cuando me llamaron dije que llevaba meses aguantando esos abusos, así que decidí cobrármelos como podía. Llamaron a mi madre, pero fue mi abuelo, aunque para montar un buen lío, se encerró en la dirección con el el director que estaba asustado porque un mal entendido con el padre el Che no era cualquier cosa. Yo llevaba semanas pidiéndole al abuelo que fuese a recogerme un viernes como hacían los pocos padres que tenían automóviles o los que a veces iban en coches alquilados. Juan José y yo nos quedábamos en el balcón las noches de viernes charlando con la mirada puesta en la carretera, con la esperanza de que uno de los coches que aparecía fuese el Lada de mi abuelo, que también lo recogería a él.

El abuelo fue un día a buscarme, y luego fue ese día a ponerle los puntos al director, a decirle que iba a denunciar que en esa escuela nadie cuidaba de los alumnos. Antes que fuese el abuelo, yo, escuálido, cabezón, mucho más tendiente a la risa que a la bronca, ya estaba por subir un escalón en mi toma de justicia vengativa. Llevaba semanas con la idea fija de cómo meterle una puñalada en las nalgas mientras dormía a uno de los abusadores repetidores, que se quedaban con la comida de los demás y tiraba botas llenas de orin en la noche por encima de las literas de los chamacos en brazos de sus sueños. Por suerte o por desgracia hay unos límites que están más acá de lo que uno supone, y también por suerte llegó mi abuelo a poner de rodillas a aquel bastardo de director. No sé si habría pasado el resto del curso fantaseando con algo tan poco tranquilizante, si lo habría hecho con la mano temblando y no habría podido hacerle más de un rasguño, o le habría agujereado el culo como un colador, como deseaba ya casi más que abandonar aquel lugar. Pero en todo caso, suerte que ahí terminó todo, ninguna de las opciones habrían cosido los flecos sueltos que habían vagando por mi hipotálamo.

 

Parte II

La mayoría de la gente que pasó por mi beca tiene alguno de estos recuerdos a no ser que fuesen los abusadores, pero a algunos aquellas experiencias les dañaron la vida. En mi albergue había un muchacho que era alto, y le llamaban “el perro”. Cuando llegaba la noche los repetidores y algunos profesores lo llamaban a su cubículo para divertirse tirándole alguna cosa al suelo y, haciendo que el perro la recogiese y se las llevase gateando. El perro ponía todo tipo de caras mientras los demás miraban, yo no podía asistir a aquel espectáculo humillante. El bullying entre estudiantes siempre existió, pero en la beca se potenciaba porque vivían todos juntos como en un gran pabellón de prisión. Un pichi corto fue expuesto sin la toalla que lo cubría al salir del baño, incluso delante de las chicas, a los más débiles los intentaban “coger para el trajín” que era como esclavizarlos, “ve y búscame esto” “lávame la ropa” “hazme las tareas” etcétera, en una escuela normal esas victimas de bullying regresan a sus casas cada tarde, pero en la beca pasaban la semana a expensas de la crueldad juvenil que ruge de manera natural en las manadas. También es cierto que esto ocurría en mayor o menor medida según que becas. Tengo también amigas mujeres que quedaron marcadas por la maldad de sus compañeras. Quizás una de las cosas que también procuraba enseñar la beca, es aprender a odiar el abuso, aunque a veces se corra el riesgo de reproducir patrones una vez crecidos. Aunque en honor a la verdad, los primeros callos que tuve en la mano fueron de aquellos trabajos, muchos no habrían sabido lo que es un callo en toda su vida, si no pasaban por la beca.

También es posible que la suerte, que ya me había regado con todos los perfumes de los que los cubanos carecían, hubiese decidido reservarme un tiempo de Cuba real, la tangible, una noción empírica de su esencia, para que así acaso valorase mucho más lo que se nos daba en el hotel. Visto en perspectiva sería bastante razonable. Que se yo si lo inescrutable es el misterio o son los caminos.

Tras el incidente entre mi abuelo y el director me trasladaron a otra beca, la Máximo Gómez, en Güira de Melena,  con piscina, todo reluciente, la comida muy rica, en que no había ni rastro de ese tipo de elementos. Era una escuela ejemplar, allí aunque me sentía bien porque incluso estaba un primo, que me trataba como un hermano menor. Duré poco, porque ya mi madre había entendido que tras perder a mis amigos de Argentina, mi colegio y barrio, y luego mi padre, era conveniente que estuviese al menos cerca de lo que me quedaba, mi familia.

Aún así, puedo decir que la beca me fortaleció, me dio compañeros con los que conviví de una manera más real que en la dualidad esquizofrénica que se presentaba en el hotel, conocí el  campo cubano no para andar a caballo como solía conocerlo, sino para "majasear". Y es justo destacar que desde la guagua que llevaba a la beca hasta el jarrito para el café con leche, el yogur de la merienda, los tres mosqueteros "arroz, chícharos y macarela"  eran sufragados por el Estado, el acceso a la educación era absolutamente gratuito y general. Conocí el roce de una teta bajo las estrellas de palmas y cañas, entre el arrullo de los cantantes y grupos de música que estaban de moda y prohibidos, como Feliciano, Julio Iglesias, Roberto Carlos, y los ingleses y norteamericanos de los que de a poco me fui haciendo fan, Grand Funk Railroad, Rolling Stones, Deep Purple, Zappa o Led Zeppelin. Y por otro lado es cierto que no todas las becas eran como la Cuba Canadá.

Albergue de una beca

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Jamón y curitas

2 Marzo 2021 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Cuba flash., #Relax

 

Una vez, cerca de nuestra llegada a Cuba, padre, madre y hermanos bajamos hasta el malecón y dimos una vuelta por el Vedado. La mezcla de zapatos nuevos y calor le hizo a mi madre una ampolla en el talón que no le permitía caminar, así que fuimos a una farmacia en M y 23, donde pedimos curitas. La farmacéutica creería que caímos de Marte ese mismo día, porque no sabía ni lo que eran. Entonces pidió alguna pomada, tampoco había, y cuando me madre le enseñó la ampolla la farmacéutica le dio un rollo de esparadrapo pero le dijo que no tenía gasa, que se pusiese una tela en su casa. Ese episodio fue mi primer contacto con una realidad con que el cubano tenía una gran familiaridad: la carencia. En todos los lugares el mundo hay carencia de algunos productos para unos y para otros abundancia, pero en Cuba de lo que carecían unos carecían todos, y lo que tenían unos lo tenían todos; bueno, obviamente con salvadas y poco honrosas excepciones, situadas donde siempre rompen las burbujas, arriba del todo.

Había veces que a a las ferreterías llegaban tenazas, y estaban todas las ferretyerías de La habana llenas de tenazas por un envío en un barco, entonces aunque no tuviesen nada que arrancar más les valía comprarlas entonces, porque no se sabía cuando volvería a haber. O martillos sin clavos, o tornillos sin destornillador. La costumbre más arraigada cubana era, a donde fuese que uno se desplazase, ir con una “jaba” , una bolsa, por si las dudas aparecía algo que comprar.

Yo solía pedir cada día en la mañana para desayunar: café con leche, yogur, huevos fritos, y los panecitos calientes que nos ponían con esa mantequilla salada que se derretía apenas tocaba la miga. Pero debajo de los huevos fritos siempre iba un alimento extra, dos lascas gruesas de jamón asado. Más de una vez le dije a los camareros que no los trajesen porque yo no los comía, no sé si porque después esperaban comérselos en la cocina ellos, o por pura burocracia del Mezzanine, me hacían cero caso y siempre bajo mis huevos fritos estaban mis dos jamones. Así que se me ocurrió empezar a llevarlos dentro del pan con  mantequilla a la escuela, pensando en la merienda. Cuando llegó el receso en el colegio y el olor del envo0ltorio se empezó a expandir, los compañeros se acercaban y me decían la frase que había que decir para que alguien compartiese lo que traía: “abierto” antes que uno emitiese el grito de “cerrado”. Al ver el entusiasmo que despertaban mi bocadillos del jamón que yo descartaba en las mañanas, me sentí mal y se me ocurrió llevar todos los días sándwiches de jamón, para lo que fui sofisticándolos pidiendo lascas de queso en el desayuno, así el pan que no comían mis hermanos y amigos, los llenaba de jamón y queso.

Una tarde mi madre me dijo que el encargado del ICAP quería hablar conmigo un ratito, fui al lobby donde estaba Onix sentado con un periódico y un cigarro,  me dijo: “Mira Martín, aquí todos los niños y todos somos iguales, pero todavía estamos trabajando para serlo del todo, me llamaron de la escuela que en los recesos se estaba armando un alboroto cada día mayor porque tú les llevabas bocaditos de jamón, te quería decir que muchos niños cubanos no comen eso, pero estamos en camino de que todos lo coman, así que te pido por favor que no lleves más esos bocaditos al colegio” . La cosa es que aunque yo llevase bocaditos para compartir y esto curase culpa de mi ingesta diaria de alimentos diferenciada de los demás, lógicamente había niños que se quedaban sin su preciado sándwich. Pensé, que dentro el infortunio, era mejor que mi madre de ninguna forma encontrase una curita, aunque fuese extranjera, a que un0s pocos conociesen el jamón y otros no, lo que no excluía que todos dentro del hotel siguiésemos devorandolo a dentelladas secas y calientes. 

Bocaditos de jamón y curitas
Bocaditos de jamón y curitas

Bocaditos de jamón y curitas

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