Una conversación reciente me remitió a una antigua aunque no archivada alergia, a una suerte de mecanismo, que siempre ha conseguido disparar la caridad de las almas culposas, de las mesiánicas, de las aventureras, de las reflexivas y de las solidarias.
La conversación giraba en torno a la presunta cualidad de las personas pobres, que aún llegando a lo más alto en la pirámide social, entendida por fama alienante y sólidas sumas de dinero, se mantienen fieles a sus orígenes retornando de vez en vez, micrófonos y cámaras mediante, a sus raíces a través de alguna pantomima más o menos efectista.
El mecanismo al que adeudo importante cuota de alergia es la pasión por la pobreza, la miseria o los miserables. La mutación hacia un ser cuya principal arteria resulta ser el hallazgo de la desgracia en el prójimo, para encontrar sentido en la propia vida, para acallar las carencias propias, a la mayor brevedad, simplificando y resumiendo todo lo posible. Y de modo especial a la utilización de estas almas, de sus carencias, de sus lamentables apariencias, de sus vidas, habitadas de los mismos sentimientos que otro ser social, entre las cuales cabalga el bien y el mal con la misma intensidad en el galope que en cualquier otro medio.
Crecí entre personas que hicieron de la idealización de la residencia de la bondad en la condición de la carencia material, un modo de vida, un medio y una meta en sí.
Me resulta tan fantasiosa la procura de una veta idílica del pobre, de la beatificación de la miseria, como la culpabilización inquitante y perturbadora de la misma, por quienes encuentran allí un chivo expiatorio perfecto para sus intereses.
Guardo una distancia prudente con los estereotipos, y huyo de los de este orden, como de la poesía renacentista.
Escuché decir una ocasión que cierto deportista de éxito económico, era un ídolo porque no había perdido su nexo con el barrio que lo vio nacer.
A saber, el tipo de población emergente armada por inmigrantes o desahuciados no bien recibidos en las grandes urbes, barrios satélites de los basurales, focos de la escoria que arroja incluso la clase trabajadora. Nichos fabricantes de desarraigados, de seres excluidos, profundamente discriminados, donde se obra una gran porción de resentimientos sociales. De sitios que solo suscitarían la alegría de cualquier ser equilibrado, con la noticia de su extinción y el arribo de sus habitantes a una calidad de vida mejores.
Me asombró escuchar a alguien de probada formación, creer que al citado deportista, le honraba rememorar, añorar y reivindicar el modo de vida de semejante sitio. Sin renegar, dicho sea, de los flamantes lujos propios de millonarios de plastilina, coca & Ferraris.
Las villas miserias, poblaciones callampas, favelas, solares, chabolas, guettos, o cualquier otra denominación semántica para indicar a esos dormideros forzozos, constituyen residencias de emergencia, temporales, concebidos para ser abandonados a la más mínima posibilidad, marcados a fuego con sus nombres despectivos, plastica y estéticamente emparentados con las representaciones del pecado de El Bosco. Sitios así nos indican justamente, que todavía queda mucho por hacer para sacar nuestros traseros de dos especies de pozos , de dos tipos de oquedades, una a la que nos somete el abuso de una sociedad deshumanizada, y la otra, el agujero cultural de donde resulta más difícil rescatarnos.
Durante un tiempo deambulé por albergues para necesitados, pernocté en residencias de personas de ánimo destruído, de ropa sin bolsillos, dormí en algunas calles y en muchos caminos, en las horas más bajas de mi vida, compartí albergue con seres a los que solo les quedaba un aire de cuando fueron gente. Y una mirada sin brillo. Aquello comenzó como un coqueteo con los intocables de occidente, los mendigos, y con mis propias ánimas, y terminé quedando atrapado por más tiempo del que me hubiese gustado permanecer. Pero esa es otra historia.
Sin embargo fue una escuela de fuego. Aquello que me enseñó permanece marcado.
Y no vi a muchos romanticos por esos lugares.
Por ello siento simpatía por la persona que habiendo conseguido superar ese modo de vida, utiliza la oportunidad para llenar su cotidianeidad de formas amables, adquirir sofisticaciòn y conocimientos, que sumados a los profundos valores de lealtad y coraje, que con mayor frecuencia en su origen se encuentran, suelen formar una personalidad de rasgos únicos, incomparable. Mucho más que por quien defiende a ultranza la permanencia en la procacidad, incluso en la holgadez de la vida suntuosa, y además piensa que ello amerita.
Me remito las palabras de una amiga, que suele apuntar:
_ Somos de izquierdas, siempre cuando sea para repartir las oportunidades de acceso a la belleza , no para elevar de categoría el espanto, ni cantar odas a los basurales.
O cito a Marguerite Durás: "Cuando se tiene cierta moral de combate, hace falta muy poco para dejarse llevar, para pasar a la embriaguez, al exceso".