El ascenso o descenso de la afición al toreo es directamente proporcional al nivel de civismo y evolución que incorpora en sus usos la sociedad.
La aceptación de los sentimientos varía según el nivel evolutivo, cuyos niveles de desarrollo son independientes de la cronología, alternándose períodos de avance o retroceso, aunque con mayor frecuencia el paso del tiempo suele sedimentar las costumbres que permiten el equilibrio y el crecimiento y descartar las rémoras que impiden los mismos.
En la antigua Roma, el público que asistía al Circo y disfrutaba de una tarde de lucha entre gladiadores, o de estos contra animales salvajes, no experimentaba ningún sentimiento hacia los luchadores, no porque careciesen de toda empatía hacia un semejante, sino porque no lo consideraban tal, y por ende ni se planteaban el tipo de sufrimiento y de dolor que aquellas heridas les infligían. Sin embargo si de repente una flecha se clavaba en el pecho de quien tenían al lado acudían raudos en su ayuda, solidarizándose con el trance por el que pasaba el ser semejante, mientras tanto podía asistir a como los leones devoraban a su luchador favorito, sintiendo solo cierto incomodo ante la evidencia de que no volvería a disfrutar de un combate suyo.
La gran mayoría de los seres que utilizaban esclavos en sus plantaciones, o en sus casas, por más que esto no los exima de responsabilidad de haber causado severos daños, lo hacían sobre la idea de que eran seres concebidos para esas tareas, que ese era su sitio, y un latigazo no difería en lo mas mínimo del golpe con la fusta que se le propina a un caballo cuando se desea que aligere el paso.
La evolución de los sentimientos produjo que se aboliese primero a los gladiadores, luego a los esclavos, más tarde a las espuelas para hincar en el vientre del equino, hoy cuando cabalgamos, solo paseamos la fusta por las inmediaciones de la oreja del animal si queremos que el viento nos peine al galope.
Recién en el siglo XXI, por primera vez en España, en la comunidad catalana, se prohibieron las corridas de toros, en las que un rumiante es salvajemente torturado hasta su muerte, con la diferencia de un matadero, en que a este acto acude el público para disfrutar de ese dolor. Ya se había establecido su desuso en las Islas Canarias, por inexistencia de demanda. Pero asombrosamente aún continúan habiendo personas pretendidamente civilizadas, que acuden a la Fiesta, según ellos no con el fin de ver sufrir al animal, sino de apreciar el arte y el valor del toreo.
Antes de la Ilustración a todo lo largo de Europa se celebraban fiestas con corridas de toros, en cada zona con sus particularidades, Inglaterra tenía las propias, Italia las suyas y así cada país. Se erradicaron y prohibieron las corridas por su carácter salvaje en la mayoría de los países europeos, curiosamente sobrevivió en dos países limítrofes pero tan disimiles como antagónicos en su idiosincrasia. España y Francia.
Entonces la metrópolis ibérica hizo mayor hincapié en que se desarrollarse la tradición allende los mares, mientras América aun le pertenecía, y hubo plazas y cartel en todas las grandes y medianas ciudades del centro y Sur de América. O’ Higgins, fue el primero en decretar su abolición junto a la de la esclavitud y la de las peleas de gallos, precisamente oponiendo argumentos de civilización contra barbarie. Luego le tocó el turno a Argentina, luego a Brasil, y de a poco quedó el panorama actual, donde los países de fuerte tradición taurina son España, el sur de Francia, México y Colombia, a merced del beneficioso negocio del ganado de toro bravo. Recientemente un decreto ha suprimido esta lacerante actividad también en Ecuador.
En España existe una gran variedad de modos de utilizar al toro para la fiesta, y en todas concurre una notable cuota de crueldad, que como es evidente, sus defensores aún no alcanzan a distinguir. Aparte de las corridas en que se les clava la pica y las banderillas y con los pulmones encharcados en sangre, se los mata para deleite del respetable, existen tradiciones con menos liturgia pero igual enjundia, como el toro embolado, Un astado con fuego en la cornamenta, que corre despavorido de un lado a otro como diversión imprescindible en algunas fiestas de algunos pueblos , incluso aún pervive una tradición en Tordesillas, en la ciudad del Tratado del siglo XV que dividió el mundo conocido en partes equitativas para Portugal y España, en la que la diversión consiste en matar a un toro que corre por todo el pueblo a lanzazos, que se denomina: Torro de la Vega. Mientras que en un pueblo de la provincia de Jaén en Andalucía, llamado Calzadilla se arroja a un pavo criado y mimado durante un año solo para tal fin, desde el campanario de una torre, para verlo reventarse al caer, según marca la tradición, que no data de más allá de principios del siglo XX, aún cuando existe una ley que lo impide ni la policía ni el Ayuntamiento del pueblo intervienen en el desempeño de tal merma del decoro.
La prueba de la inocencia ( culposa si se quiere) de los practicantes de estos actos, y de que no han empatizado jamás con el animal, es que el argumento más esgrimido para defender la masacre de toros, es que si el toreo no existiese no habrían decenas de miles de toros bravos, que según explican, viven como reyes hasta el día final, en el que mueren en la lucha, ya que se les concede una dignidad que no conocen la mayoría de los animales que el ser humano dispensa para comer, ni siquiera los bichos domésticos mueren con esa gallardía.
¿ Cómo puede ser bueno que se críen miles de seres con el único fin de disfrutar a la postre de todo el dolor que se sea capaz de infligirles?.
En el ya largo tiempo que llevo viviendo en España jamás me he visto obligado a presenciar manifestación alguna de estas tradiciones, en nuestros días están suficientemente aislados lncluso fisicamente los mundos de los partidarios y de los detractores. Y considero conveniente separar dos grandes conjuntos de posiciones frente a las corridas de toros. Hay quienes están en contra del sufrimiento del animal, y otros que se oponen al sadismo del espectáculo de la sangre, el dolor y la muerte, a que la gente disfrute de ello. Ambos constituyen una mejoría en materia de sofisticación de la cotidianeidad.
Ha comenzado a prender de a poco la llama de la oposición de este contrasentido, que está muy arraigado y de por sí no explica nada en absoluto, no obstante ayuda a entender más adecuadamente la idiosincrasia popular española con su temperamento, sus valores y los colores de la bandera.