Navidad de boina, cañas y barro
Conozco a España por mi lengua, la herencia y la cultura.
Por otro lado por familia, mi abuela materna era de un pueblo muy pequeño de la provincia de Burgos entre el paradisíaco triángulo geográfico e histórico que forman Lerma, Santo Domingo de Silos y Covarrubias, llamado Quintanilla del Coco, al cual los naturales definen más como aldea que como pueblo.
Y por último conozco mucho a España por recorrerla, en coche, en tren, en autobús y a pie. pero esta forma de conocerla que a priori podría parecer la más indicada para tener la opinión más acertada, no es más acertada que las otras excepto en el rasgo de la topografía, los olores, sabores, colores, de la naturaleza.
Y es que siempre que llega la época de fin de año, y cada vez más me asombra la superficialidad de la gente frente a la interpretación de los festejos de las tres fechas indicadas, la navidad, el año nuevo y los reyes magos. Que en el lenguaje interesado por los descendientes de aquellos mercaderes del año cero, tan vapuleados por Jesús, se convierten en "las navidades" que cada año toman más días paganos, ya incluso meses. este año vi un arbolito de navidad en un supermercado con sus adornos y luces, puesto los primeros días del mes de noviembre.
Y en estas fiestas recuperé en mi recuerdo todo lo leído sobre la significación de la navidad, sobre con que comidas lo festejaba el vulgo, por las historias de mi abuela y sus hermanos sobre lo que comían durante todo el año, aún cuando su padre criaba animales y vendía su carne en los mercadillos de las tres ciudades-pueblos de alrededor de Quintanilla del Coco.
Se festejaba navidad como el nacimiento del ser icónico más austero de la cultura occidental, que pudo ser rey de los judíos y murió ejecutado pesando la mitad de su peso habitual, sin nada más que un paño en su cintura (para los puritanos eclesiásticos, lo más probable es que fuese totalmente desnudo) a manos del poder romano, como castigo por sus mensajes subversivos contra la opresión y la explotación. Se tenía en cuenta esta austeridad en las comidas, y se celebraba comiendo lo que habrían podido comer María y José en aquel Belén de pocas sobras. Mi abuela, que durante el año entero comía sopas de ajo, de cebolla, lentejas, con alguna pata de gallina con suerte o grasa de cerdo o cordero con mucha dicha, ese día chocaba con la fibra, probaba la sustancia de la carne de los animales que solían darles calor durante los duros inviernos, viviendo y transpirando en la planta baja.
También en fin de año, durante el día, los niños retozaban en la nieve, los mayores preparaban la cena, y de noche comían y los mayores tomaban vino. mientras los niños agua; la naranja no se conocía en esas aldeas heladas. Los reyes magos era un día únicamente para los niños, jamás una persona mayor se tomó un asueto para festejar esa fiesta de infantes, ya dos días sin producir habían sido casi un exceso para las arcas familiares.
Eso por la parte de los mantras familiares, historias que han ido contadas de una generación a otra, y de parte de mis lecturas, los festines fueron aún mucho más austeros, dependiendo de la zona en que tuviesen lugar. En la parte sur de España la influencia del uso de especias y el acceso a cítricos, vegetales y legumbres variadas, así como peces daba una mayor variedad a la mesa navideña que los pueblos de tierra adentro, e la meseta o la montaña. Pero en general era considerado de buen gusto celebrar la llegada del niño Jesús sin alardes que desbordasen el recipiente espiritual del cristianismo.
Mi experiencia empírica ha sido, y de hecho está siendo diametralmente opuesta a esta austeridad sugerida por la figura y el ejemplo de Jesús y la condena de la propia doctrina católica a la "gula" como uno de los siete pecados capitales.
No sólo en cuanto la aberrante cantidad de comida, tanto mejor cuanto más cara e innecesaria, que se pone encima de las mesas, de modo tal que aquellos quienes entre sus apetencias naturales encuentre en la cima al salchichón, el jamón de baja calidad, el chorizo o arroz a la murciana, terminan endeudando el mes de enero, para poner sobre el mantel pescados como el besugo, mariscos inaccesibles como las nécoras, o centollos y trufas, haciendo un trasvase a los grandes almacenes desde sus bolsillos, de los que el resto del año lloran su oquedad al gobierno, mientras los mendigos siguen en los mismos cordones de las aceras, esperando que algo del mensaje de aquel valeroso Jesús, llegue al espíritu de esas fiestas del derroche más anticristiano y diabólico que pudiese imaginar el mejor servidor de Lucifer.
Quizás este dispendio desmedido de los ahorros acumulados esté estrechamente relacionado con las vicisitudes pasadas en más momentos históricos que los que gustaría admitir, toda vez que España llegó a ser dueña de casi todo lo que se entendía como el mundo, pero las riquezas rapiñadas se atascaron en aristocracia y clero. Mientras sea respuesta a este recuerdo impreso en el ADN podría entenderse como emergente, aunque excesivo.
Si responde a la asfixiante opresión de una historia católica de fronteras, que es donde la religión se apertrecha de más fetiches y tradiciones, si es una sacudida de tanta culpa religiosa por el placer, lo apruebo a medias, ya que el sumún de la iconoclasia no es dar rienda suelta unicamente a la gula, comer hasta la saciedad es el sucedáneo más inmediato de follar hasta la extenuación, de soltar toda la líbido acumulada, reprimida o destinada a otras labores y encausarla en una catarata de lascivia que compense siglos de represión del hedonismo en el vulgo. Grecia lo sugirió y Roma certificó que el clímax del placer, de la herejía, se materializaba entregándose al mismo tiempo y en el mismo espacio a tragar banquetes, tener sexo y colmarse de vino sin levantarse del diván.
Lo lamentable y tóxico es cuando este desborde de gula impersonal, de competencia con el vecino por ver quien gasta más, de entrega de la paupérrima cantidad salvada durante el año de las garras de los chupópteros, a ellos mismos al final; es en oposición a la otrora identitaria tradición ibérica de austeridad, que se reflejaba en una vida honesta, en códigos éticos que a la luz der hoy resultan conmovedores, en la mejor época de la poesía universal, en boinas, cañas y barro, que dejaron para la eternidad la esencia del alma noble, del valor de la rebeldía, la audacia y la lealtad, que en nuestros días brilla por su ausencia.