25 diciembre 2016
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Nunca pensé que iba a decir esto, pero de esta navidad mi ánimo sale ileso, incluso reforzado, no me ha asaltado ese rechazo ancestral que experimento frente a toda colectiva representación histriónica de la satisfacción y la felicidad absoluta, del amor y el cariño familiar empapados, sumergidos, ahogados en almíbar, azúcar y miel. He pasado dos días preciosos, las navidades más lindas que recuerdo, caminando por el campo, por el río por la ciudad con uno de mis hijos, conversando temas en los cuales cada vez sus acotaciones y aportes son más instructivos y frente a sus preguntas cada vez estoy más desnudo de respuestas, lo cual tiende la misma cuerda de siempre pero para anudar un tipo de lazo novedoso, de doble cierre y apertura. Cocinando comidas por primera vez, y sobre todo, no abriendo ningún condenado envoltorio de regalos, con los cuales desde siempre se ha comprado el amor que los críos manifiestan por estas fechas, ya que si se les dijese a los niños que Papa Noel viene a pedirles ayuda con sacrificios, a demandar juguetes o caramelos, no habría ni uno sólo que en su fuero interno se creyese que es un viejo que viene de Laponia con renos voladores y si algún mequetrefe despistado lo creyese, se lo reconocería huyendo despavorido de las cercanías de la chimenea. Dos días desempolvando recuerdos, encendiendo futuras anécdotas y compartiendo algunos silencios.
Estos dos días comprobamos que el ilusionismo de la magia de la Navidad, inexistente al margen de la intensidad de los nexos entre las personas, no tiene porque estar representada por la prestidigitación y los trucos de todos esos enormes almacenes.
Published by martinguevara
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