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9 enero 2019 3 09 /01 /enero /2019 18:08

Gracias a una de esas posibilidades que ofrece la modernidad quedé con una señorita que decía contar con cincuenta y nueve abriles, ello me inspiró el recuerdo de mi devoción por la profesora de Astronomía cuando descruzaba las rodillas para volver a cruzarlas bajo su escritorio, dando bandazos de muslos aterciopelados y coloreados por el sol caribeño, y siempre que la visibilidad lo permitiese, apreciar la resguardada entrada a la cueva sede del concilio de dioses y demonios, que todo feligrés y pagano de aquel aula y alrededores ansiaba conocer casi tanto como los placeres prohibidos de la Yuma.

Bueno, cincuenta y nueve ya no es lo mismo desde los cincuenta y seis, que unos treinta y pico a cuarenta desde los diecisiete, pero para jugar a papá mamá durante los rounds que pudiesen aguantarse en pie y después cada uno a su casita, representaba todo un honor, y un nada desdeñable placer.

Si fuesen cincuenta y nueve.

Llegué al bar con la clásica mezcla de entusiasmo y expectativa de quien está a punto de salir a un escenario, faltaba un minuto para la hora acordada, y recibí un mensaje preguntándome si ya estaba, entonces pensé que ella llevaba más inquietud aún que yo y me dije- Hoy Pepe se moja hasta empaparse-.


Cuando llegó casi la trato de usted. Aquello sólo podía tener cincuenta y nueve años en el principio de la cifra que describiría la solera de aquél desmesurado crisol de arrugas y más pliegues, ora en manos, ora en brazos, escote, cuellos y lo digo en plural porque eran tantas las arrugas, que parecía llevar una nutrida cantidad de pescuezos. Más que un timo era una afrenta, un desfalco.

La primera mirada fue de total sorpresa y la segunda fue para buscar la mesa más retirada y resguardada de luz y del tránsito humano. Pero aún deseando huir despavorido, preferí mantener en mi pecho la medalla de caballero que yo mismo me otorgué frente a la estatua de la traicionada y depreciada reina Juana La Loca, una tarde de magia y luz en Tordesillas, y entonces le dije:

-¿Qué deseas tomar? evitando hipérboles como "preciosa" "bella" o el atrevido "bombón". Más que nada porque de ser cierto sería el fósil de un bombón de la corte de Doña Sancha previo al arribo a Europa del chocolate y el azúcar . 

Para mi sorpresa en medio de una charla menos animada que las palabras más lúgubres dentro de un panteón familiar, me confesó que "ella no confiaba en absoluto en las citas porque había muchos hombres mentirosos". Todo era tan del absurdo de Ionesco que asentí casi con la misma resignación del esposo al que la señora le pregunta antes de apagar la luz para dormir en pijama: ¿aún me amas?.

Sin embargo la absoluta libertad para comportarme como me diese la gana que me brindaba tal oportunidad, a sabiendas ambos que había sido vilmente conducido hasta allí para probar mi flema frente la revelación del más abyecto de los engaños, y el derecho que ello me otorgaba a encabezar cualquier tema de conversación o un silencio prolongado hasta bastante rebasados los límites que los buenos modales sugieren, me hizo sentir no del todo engañado, o mejor dicho, no del todo molesto por semejante embuste y me permitió la libertad de usar un interlocutor válido para abordar el tema que me viniese en gana. Pero tampoco había algo de que hablar que no fuese sobre marcas de lavarropas o de tiempos de cocción de granos y legumbres; así que al cabo de mi jugo de uvas, y de observar cada parte visible de su anatomía para asegurarme de que ni con la imaginación de Lewis Carroll conseguiría una pizca de motivación, le espeté, como respetuoso benjamín en presencia de la más excelsa ancianidad, un -Que bellos ojos tienes- que sonó más bien a:

-Al menos el color de los ojos no se arruga-

¿Sería mayor la tentación al engaño que al pecado de la carne, o el control sobre el armado de esa ficción conseguía vencer a cualquier resignación?
Pagué, nunca había estado tan feliz de despedirme de un billete, y nos dijimos adiós recordando" cualquier cosa ya estamos en contacto". Me sorprendió ser abordado por una sensación confortable, de orgullo de mi bondad, de haber abonado el coste total de alguna socarronería del pasado. 

De camino a mi coche la idea de que una de las enormes pasas de uva que hacían las veces de tetas se me metiese en la boca fue tan aterradora que debí sacudir mi cabeza a ambos lados como si tuviese una avispa, e introducirme en un supermercado para comprar un buen pedazo de queso y fetas del mejor jamón, me había ganado con creces el derecho a no volver a portarme bien por el resto del día.

Eso sí, si escucho de nuevo alguien decir que la lascivia y el vicio hacen embusteros a los hombres, no lo volveré a saldar con un trozo de gruyere, ni siquiera con el mejor de los jamones.

Cronos
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