Una vez iba atravesando el parque Aguirre, como pisando huevos, hormigas, cucarachas, oh, eso sí era asqueroso, pisar una cucaracha sentir el cracksh y verle salir del interior la mucosidad amarilla Van Gogh, algunas la tenían verde Monet, el verde debía ser alimento recién ingerido y la amarilla, puaj, ya en proceso de cacona. De cualquier modo: al tema, iba cabizbajo quise decir, displicente, sin deseos de llegar a pocos metros de la entrada a la Anexa para no tener que sentarme en el aula y continuar faltando hasta los seis meses, iba casi caminando para atrás como años después caminaría Michael Jackson que por entonces cantaba María oh, oh, oh María. Con el rabo del ojo vi la habitual pandillita de muchachos sin camisa, en hora de escuela, olía a problema, o pojlema como dice la andaluza, uno, el mayor de todos estaba contando con un bisturí de cirujano, con el mismo que se sacaba punta a los lápices chinos, la barrriguita de un gorrión, otro le sostenía las alitas y el bichín intentaba decir algo con el piquito pero nadie entendía, ni sus torturadores ni los demás pajaritos de los frondosos arboles que poblaban el parque. Unos se hacían los sordos, otros los mongos, y otros los desentendidos. Fue superior al miedo que daba una pandillita de muchachos sin camisa a la hora lectiva y relativamente cerca de la Quinta de los Molinos de donde eran los Mao Mao. Me dije ¿serán los mao mao? Con minúscula, en ese momento el pingú era yo, no es que se notase demasiado en la bragueta pero estaba hecho un toletú.
-Eh, brother coño deja al bichito que no te ha hecho nada.
Quizás deba decir que tuve éxito porque vaya si lo dejaron, ipso facto, aunque de nada le sirvió a pobre gorrioncin, ya estaba todo despanzurrado. Lo dejaron sí y vinieron a mi. Lo cierto es que llevaban tiempos queriendo tener una oportunidad de meterse conmigo pero yo siempre, como un rugbier con la pelota avanzaba hacia mi destino esquivando obstáculos, si estaban en una esquina yo cruzaba por la otra, si estaban en el centro me pegaba a las paredes. Casi siempre eran varios pero aunque solo hubiese habido dos, el grande malo y algún guatacón, yo tomaba los recaudos pertinentes.
En la cuadra vivía Camilo, el mejor amigo de Gerardo que era el hermano mayor de mi amigo de la niñez, Fernando. Alguien le avisó a Camilo y bajó con el primer intercambio de golpes, yo en realidad saltaba y tiraba los golpes al aire con un cuidado milimétrico, quirúrgico, de no darle en la cara para no empingar más o lo que era peor, chotear, al abusador frente a su hueste. ¿Cómo cojones este argentino flaco, desgarbado, del Habana Libre, que se cree masacrador de cucarachas me va a interpelar por estudiar la anatomía de un gorrión cagarruciado?
Camilo solo habló y los muchachos se retiraron, él era mayor, y aunque era pepillo, también era guapo, por eso Gerardo lo tenía de amigo, entre otras cosas. Es que seamos sinceros, no era fácil ser del Habana Libre y tener que ir cuarenta y cinco días al campo a esos albergues o a esas otras becas todo el año.
Al otro día en el Hotel me miraban con admiración, mi amigo Fernan me dijo "coño sacaste la cara por un pajarito, te felicito" de repente sentí que las chicas de los distintos países que acompañaban nuestras travesuras me miraron como a Charles Bronson o más bien como a Daktari. Camilo me había hecho un doble favor, me salvó de un tranqueo y me corrió la bola de pingú, lo cual si bien en la casi totalidad del tiempo era bola enfangada, en aquella tarde del parque Aguirre, guiado por no sé bien que ánima, se materializó con la dureza del diamante.
Ayer presenciamos lo diametralmente opuesto, el hillbilly calzonazos y el ratón suertudo de las Torres Trump se metieron con el bajito ciertamente gastarín Jack Flash de miles de millones y censor, pero acreedor de todo elogio referente a timbales, profesor de master acelerado en pingudencia, y tuvieron la suerte de no estar en un campo de batalla en el que jamás se los podría hallar, porque el bajito sin saco y corbata habría hecho champola de guayabitos con los dos titiris.
Ni aquel episodio aislado del parque Aguirre consiguió asentarme en la fama de fajador timbalú, ni ese papelón que solo califica a los dos abusadores de la cortesía hierática, le resta el mínimo ápice de valor al pedigüeño ucraniano del par de huevos pysanki.