Toscar y Albertico eran del mismo barrio de clase obrera y marginal. Los tiempos en que por lo general todos los vecinos tenían trabajo habían quedado muy atrás, la mayoría de familias eran un burujón de desastres, de gritos, portazos de vetes para el carajo, a tomar por el culo o a la reputa madre que te parió. Ya ni siquiera las viejas estaban pendientes de los chismes porque eran tantos que no daban abasto después a comentarlos en el mercado o la plaza, bueno ese terraplén al que llamaban eufemísticamente “plaza” acaso porque le quedaba unos banquitos de la época en que los viejos jugaban cartas o dominó. Ya solo paraban los chavales día y noche, los de vida más o menos sana paraban por la mañana hasta la hora de comer, a media tarde ya se hacían con el terraplén los que ya se veía que nunca terminarían progresando en un trabajo y por la noche los que ya tenían demasiadas claras las sombras de rejas en la cara. Ni los de la mañana ni los de la tarde ni los de la noche estudiaban ni trabajaban en nada, pero los matutinos al menos estaban bajo la vigilancia todo la atenta que se podía de madres, padres parados tíos y primos mayores. De esos había sido Toscar y Albertico de los de la noche. Toscar quería progresar, sabía que para eso tenía que salir del barrio, con una beca, con buenas notas, o escapando a Dinamarca, tenía esa obsesión, Copenague y después Jutlandia, tenía esa idea fija imaginaba Jutlandia semi vacía, enorme, donde necesitaban de todo por ende seguro que él lo precisarían para algo, ahí sería muy importante en lo que supiese hacer. Su fantasía y anhelo había nacido de unas imágenes campestres, de inmensas praderas de pasto verde claro brillante y florecitas violetas como de brezos pero menos rudas, que formaban la mayor parte de una película danesa que había visto cuando niño, de la cual no entendió nada, pero que le dejaron fijadas en el hipotálamo las fotos fijas, claras y diáfanas que conformarían la base de su sueño motivador. Para ese objetivo Toscar se aplicó en los estudios, pero aparte encontró placer en la lectura y libro tras libro se cultivó de manera bastante solida, llegó a entender bastante de pintura y arquitectura, nociones dispersas, intuición natural, un acervo cultural destacable en el barrio pero que no dejaba de tener solo tres patas.
Albertico al revés, no solo no le importaba ascender en la escala social o cultural sino que no le importaban en absoluto ocupar posiciones consideradas de descenso. Siempre que el menoscabo fuese de cara a los demás y que consigo mismo se sintiese a plenitud, le importaba un pepino en que nivel se encontrase, incluso le hacía cierta gracia y le proporcionaba chispas de orgullo que cierto tipo de persona prefiriese mantenerlo a distancia. Tal vez por esas razón Filda, la hermana de Toscar, se sentía atraída por él. Ella había tenido que ayudar a su madre en todo desde que era adolescente privándose de las salidas de exploración alegre que las chicas de su edad solían practicar, a veces por el estado de extenuación absoluta de la madre, que no paraba de trabajar, y a veces porque prefería no ir con esos vestidos o jeans sin swing que colgaban de las cuatro o cinco perchas que se daba un generoso espacio dentro del placard. Filda leía novelas de amor y de viajes con idéntico interés y escribía con fruición, volcaba todo lo que le pasaba por la cabeza durante el día en diarios que se apilaban en forma de cuadernos y agendas, ella tenía una letra tan indescriptible que ni ella entendía su letra. Cuando más prolíficas fueron las horas de apuntes en sus cuadernos fue cuando la madre comenzó a discutir con demasiada frecuencia con el padre de Toscar, con quien habían convivido en una más que aceptable paz hasta que el niño dejó de tener esos cachetes redondeados y los últimos retazos de la risa de bebé. El primer novio que tuvo Frest, tenía un año más que ella, cada vez que se quedaban besándose en la esquina el padrastro salía a llamarla y cuando se despegaba de sus besos y sus manos que ue agarraban todo lo que sobresalía, se quedaba mirando impresionada un chichón enorme en la bragueta de Frest, que sabía como iba a bajarlo más tarde, casi de la misma manera que ella al poquito rato de entrar a la casa. Pero no fue Frest el primero en acostarse con ella. Su padrastro de tanto asomarse a la ventana para llamarla, empezó a mirarla cada vez más tiempo antes de pegar el grito que la reclamaba para cenar o dormir. Un día se sorprendió tocándose por encima del pantalón mientras miraba como Frest levantaba la parte baja del vestido de la medio hermana de su hijo, metiendo la mano entre las dos nalgas que devoraban los dedos hasta los nudillos, junto a la diminuta ropita interior al compás de sus inquietantes contorneos, mientras sus bocas seguían aplastando unos labios contra otros, saboreándose comisuras, lenguas, mejillas e incluso orejas, sin reparar en un eventual vello o la astilla de un taco de cera.