El ala de B. B. King
La primera línea de metro de Buenos Aires y de Latinoamérica que fue inaugurada en 1913 desde Plaza de mayo a Once (Miserere) siguió funcionando con sus vagones originales de madera noble, aro para sujetarse de cerámica blanca unida la pasamanos con una cinta de auténtico cuero argento gentileza de esas vaquitas que supieron dar los mejores bifes del orbe, artífices de aquella fama de país de progreso que tanto nos precede. Pero en 1983 cuando regresé a mi ciudad después de crecer tostado en el Caribe, ya, y desde varias décadas previas llegaba a Primera Junta, Unas cuadras antes estaba la Plaza Rivadavia, a la que prefiero recordar como Plaza Lezica tal y como se conoció durante mucho tiempo porque había sido una quinta de la familia de Minusha, Taco y Robertón. Para mi era la plaza de ellos no en el sentido de posesión sino histórico, todavía le quedaba una noria de la época de Ambrosio.
En esa plaza los fines de semana se armaba un mercadillo de discos y casetes impresionante por la dimensión y la vitalidad melómana, más orientada al rock blues y jazz, donde la gente acudía a comprar, vender o cambiar sus valiosas posesiones en forma de vinilo o cintas originales. Regresando del páramo cubano aquello era un oasis para un amante de los punteos, riffs y baquetazos tan sordo como lo era entonces y seré hasta el fin del parpadeo. El emplazamiento, la gente que acudía, las chicas con sus pelos anárquicos lisos o rizados, polleras y babuchas, camisetas y collares, todos pasando con el dedo índice medio y pulgar los LP hasta encontrar lo añorado, evaluar el estado, o simplemente leer las cubiertas, el sobre interior, magia que se perdió con la aparición de los soportes en tamaño palma de mano y ni que hablar de Spotify, en favor del sonido. Con permiso del Loro y de todos los fetichistas de la aguja en el surco.
Frente a la plaza había una disquería, no recuerdo si era una sucursal de César Po, haciendo juego con una frase porteña de la época "se zarpó" o de la casa Zival’s, en todo caso eran del mismo estilo, imposible pasar de largo. Tras esas vidrieras colocadas con cuidado a la sombra de la frondosidad de tres árboles que dotaban de buen gusto esa discreta esquina de una calle angosta frente a la majestuosidad del parque y su ajetreo, se podía encontrar todo, absolutamente todo lo que había publicado en blues y jazz. Lo que no se encontraba in situ, lo pedían al país que fuese, y en una época muy previa a internet y todos estos correos inmediatos, aunque pasasen dos meses era tan de agradecer, significaba un servicio tan perfecto, que yo sinceramente como minorista no recuerdo esa profesionalidad en ningún otro rubro, extendida a las disquerías que mencioné y a la videoteca de Liberarte unos años más tarde.
Aquella escasez de opciones en mi amada Cuba, sobre todo en materia de hacerse con música rock en mi época, que a a dificultad material había que sumarle la inconveniencia ideológica ya que por entonces el rock era considerado un arma del enemigo imperialista (al tiempo que en el corazón del imperialismo se consideraba un arma del anti consumismo), una cosa buena tenía que tener, y era precisamente la dedicación a cada detalle, tanto de las piezas que componían la obra como al envoltorio en que eran presentadas. Cuando digo cada detalle es en sentido literal, cada palabra escrita en las cubiertas, los matices de las fotos, la indumentaria de los músicos, los gestos, el diseño, el sonido de cada instrumento y las letras aunque no entendiésemos un pomo de inglés más allá del saludo y el improperio, inventábamos "forros" y aun yo, que por mis carencias auditivas bien podría ser uno de esos indios desorejados que dejaban las tropas del general Roca en el sur argentino, lograba un "suficiente" en el tarareo de los hits clandestinos foráneo-habaneros. El artista que más había atrapado mi corazón era sin dudas Jimi Hendrix, me lo hizo escuchar mi vecino Jesús Jardines, el mismo día que me presentó también por primera vez, enrollado en papel de estraza, la hierba que permitía escuchar el silencio entre punteo y baquetazo, entre el fraseo de una trompeta y la introducción del trombón, muy perseguida en el país pero de una cosecha nacional en la sierra del Escambray, que no es conocida a nivel internacional pero que garantizo que su pureza y calidad compiten con la mejor de Jamaica, al fin y al cabo del mismo clima. Aquel disco era "Midnight Lightin'", era un rejunte de temas de su último año cuando formó Band of Gipsys, “Machine Gun”, “Power of Soul” en fin, obras cumbres de nuestra era. Y ahí empezó a atraparme el blues, del que ya me había dado una idea la trompeta de Louis Armstrong en forma de jazz. Empecé a entender lo que me cautivaba de los Stones, de Purple, Led Zeppelin y Grand Funk. Entonces recordé entre los casetes de fábrica que habrían traído mis primos Juan y Santiago de Italia, había uno de Hendrix con Lonnie Youngblood y otro de Hendrix con un guitarrista de blues, mayor que él, de traje y corbata, donde sonaba un tema que me dejó prendado, cautivado por meses de tarareo: "Sweet little angel". Hendrix me encantaba pero el otro guitarrista tenía una forma de tañer cada cuerda, límpida, impecable, nunca había escuchado algo similar excepto desde mi interior, que es en realidad lo que ocurre con el arte cuando se encuentra afuera por fin el riego la semilla interior. Su nombre era B. B. King. Lo recordé aquel día en que entré a esa tienda de plaza Lezica y compré un casete de fábrica suyo con el tema "Sweet little angel" y uno de Jimmy Rushing.
El resultado es que me asocié a la tienda con los respectivos descuentos dada la cantidad de casetes que iba comprar y ahí le entré a todo el blues de guitarra y armónica con la misma ansiedad y deleite que a los ravioles y a las milanesas napolitanas tras una década de abstención inducida. B. B. King nos presentó a una Pléyades de músicos de blues desde los fundadores Robert Johnson y Bessie Smith a Ma Rainey, Sister Rosseta Tharpe, Buddy Guy, Howlin' Wolf, Blind Lemon Jefferson, Otis Spann, Mississippi John Hurt o Leadbelly entre muchos otros; tambien eso le debemos.
A lo largo de la vida lo vi a BB King en Buenos Aires tres veces, dos en el mismo show cuando cumplió 70 años en un teatro en calle Corrientes, una vez nos colamos con Patricia y otra con el gordo Juan, en ambos shows tocó con Pappo y Luis Salinas. Desde la tercera fila se podía respirar incluso más que ver, el respeto, ese que nace del cariño, que le profesaban todos al dios del blues, al punto que incluso Luis Salinas que es un virtuoso se limitaba a acompañar los punteos que sugería BB en sus temas, sin ir más allá como solía hacer en sus interminables shows en Oliverio Mate Bar. Y Pappo, el único guitarrista no estadounidense ni inglés que logró captar cada matiz del blues a la perfección, relegó cualquiera de sus acostumbradas veleidades casi de uso obligado en el ámbito autóctono. También lo vi en la Sierra de Madrid haciéndonos vibrar junto a los pinos, esa vez tuvimos la suerte de que trajese un espectáculo de sus raíces del Mississippi, tocado con su big band de siempre pero sin sonar a big band, metales más discretos, baqueta de escobilla, aire rural, magia.
Una vez vi un video en que Susan Tedeschi dijo que lo amaba, con una ternura en la voz y en la guitarra que me hizo sentir lo que nos sucedía a todos los que experimentamos el blues como un complemento natural, que tal como dice Buddy Guy, no pertenece a una raza ni a una condición social es de todo aquel que lo halle.
Primo del flamenco, de los cantos yorubas, del pagode brasilero, de la baguala, el blues, música de los atormentados esclavos del algodón, paradójicamente llegó a cada rincón gracias al imperio hijo de los blancos "landowners". Todos esos gustos universales vienen precedidos de lanzas y cañones, pero solo hacen pie ancho los que dejan algo transversal a todas las culturas. Todas ellas son música con duende, no importa que la estructura del blues sea de doce compases, que la clave de la rumba sea sencilla como el canto amaicha, que los acordes de las bulerías y el pagode se puedan tararear, es un fenómeno del exterior que encuentra a su media naranja sedienta en lo más profundo y resguardado en un rincón de ese universo interior.
Este 14 de mayo se cumplieron diez años de que rodeado de sus nietos B. B. King dijo adiós dejándonos todos esos regalos que busqué en la computadora, los últimos conciertos, el de la cárcel de Sing Sing, el de Africa, los de Crossroads, recordé la plaza Lezica camuflando la tienda de discos, a mi vecino Jardines, al Peter, a mis noches abrazado a Cocó, recordé esa imprecisa pero cierta de la felicidad, el campo de paraísos, los primos, mi viejo y el Doradillo. Mi plantación de algodón.
Gracias B. B. de todos los campos, de algodón y de paraísos, de palmas y bellotas, abrazo donde quiera que estés. En un cofre abierto, sin llave ni candado, descansa una pluma de tu ala.
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BB King Was Afraid To Perform At Sing Sing Prison But Called It His Best Performance Ever
This clip is a portion of my feature-length documentary, Sing Sing Thanksgiving, recorded in 1972 at the prison in Ossining NY outside of New York City. We got permission to present the concert from