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El blog de martinguevara

Musas y Panteras.

24 Junio 2025 , Escrito por martinguevara Etiquetado en #Relax

 

 

Ronnie vivía también en aquel edificio de veinticinco plantas, el Hotel Habana Libre, en el piso 19. Mi hermanos, mi madre y yo ocupábamos dos habitaciones desde las cuales se veía el Hotel Nacional, el edificio Foxa y el Someillán, daban al mar, en una tercera que daba a la otra cara de la ciudad, mostrando el barrio de El Vedado noqueado por la Revolución, dormía mi abuela, las tres en el piso 21.

Ronnie era hijo de Huey Newton, quien fuera cofundador de los Panteras Negras norteamericanos, una agrupación de autodefensa del Black Power, que por aquellos años convulsos hicieron frente a los abusos de la policía en Oakland, California. Huey y Gwen, su esposa estaban exiliados, entonces los niños también cmo nosotros heredaban ese calificativo de "exiliados", status y estigma. ¿De qué estábamos exiliados? éramos como autómatas repitiendo las razones paternas en su versión infantil para los críos. En el Hotel había varios cabecillas de organizaciones revolucionarias a nivel mundial cuyos hijos terminaban formando una pequeña pandilla que después se integraban a otras formando una más grande, pero ninguna tan perfecta como la de Ronnie, Fernando, a veces Pedrito, la excepcional participación de algún integrante de afuera del Hotel,  y este seguro servidor.

Pasábamos el día incordiando a la mayor cantidad de personas posibles, ya tirándoles grampas con hondas desde el segundo piso a los que se sentaban a disfrutar de la lectura de un plomizo Granma aderezado con el aire acondicionado del lobby y sus daiquirís, o lanzándoles limones desde la parte trasera de la piscina a la calle o huevos desde el piso 21 para que se llevasen un buen susto antes de regresar a sus casas a cambiarse la ropa salpicada de yema. También rompíamos la paciencia saltando de balcón en balcón y lanzando lo que fuese que encontrásemos secándose sobre los sillones de paja y cobre, pantalones, camisas, ropa interior o caracoles cobos y aguas vivas como los que atesoraba aquel ruso, que un día me descubrió tras haber lanzado sus preciados moluscos desde el piso 21 al tercero solo para verlos hacerse añicos, formando un lío que alcanzó al Administrador del hotel, a la milicia y a nuestros mayores exiliados de carácter adusto militante corrector.

Carlitos Cecilia vivía cerca del parque Aguirre, a más o menos un kilómetro del hotel y muy cerca de la Anexa a la Universidad, la escuela Felipe Poey donde ambos estudiábamos y el parque Aguirre. Éramos compañeros inseparables en el aula y mientras duraban los paseos por la calle. Una vez que entraba al Hotel la realidad cambiaba, mudaba hasta el tono de la voz, retornando hacia lo que quedaba ya de argentinidad en aquellas consonantes sostenidas y vocales abiertas que tanto me torturaron durante los dos primeros años de lejanía de mi tierra en que al cabo de ellos tuve que decidir cambiar la y y la ll porteñas con sonido de sh por la especie de i exalada que pronunciaba el resto del mundo de habla castellana, exlcuyendo los viejos españoles que marcaba una diferencia entre y y ll; cambiar el querés por el quieres no suponía un problema pero perder la seña de identidad de nuestra "sh" fue un punto de inflexión, el resultado es que nunca llegué a decir la y idéntica a los cubanos y resto de hispanoparlantes y sí terminé intoxicando mi y-ll-sh.

Dentro y fuera del Hotel eran otros los amigos, los juegos y hasta el leguaje también, todo ello había nacido de la perversa orden dada por la administración de que al hotel no podía entrar ningún cubano, ningún niño amigo de la escuela podía subir a las habitaciones, a menos que fuese familiar de un alto dirigente, y aún así precisaban un pase. La administración tenía orden de que los de afuera no pasasen de solamente sospechar los privilegios que disfrutaban los de adentro a constatar dichas sospechas. Esta ordenanza me ayudó a desarrollar una doble vida, como Mr. Hyde y el doctor Jekyll. Mientras afuera del hotel iba creciendo a pasos ligeros y convirtiéndome en el justiciero de mis amigos y un impostado habanero más, dentro me afirmaba en un malcriado muchacho privilegiado.

Durante medio año que estuve faltando cada tarde a las clases de séptimo grado en la Felipe Poey, iba primero a casa de Carlitos y nos dedicábamos a cocinar tortillas con lo que hubiese en la alacena, el padre era militar y conseguía latas de alimentos que con la libreta no se conseguían así que contábamos con cierta variedad de ingredientes.

Por supuesto todo aquello era limitado y un día la madre de Carlitos pegó el grito en cielo, entonces mi amigo les tuvo que decir lo que hacíamos aunque se echó la culpa a sí mismo garantizándose todo el castigo, cuando en realidad el instigador de las faltas a clase y las prácticas culinarias era yo. Aquel desliz no trascendió al hotel y pude continuar faltando a clases, tenía pesadillas en que me descubrían, que me enviaban un miliciano de los que me solía austar cuando hacía gamberradas en el Hotel y averiguaba que no había ido a clases en los últimos meses, se lo contaban a mi padre que estaba preso en Argentina pensando que nos estábamos formando como buenos revolucionarios y le causaba un disgusto enrejado.

Un día de esos Carlitos me invitó a la primera fiestecita con música lenta de noche y me presentó a Moraima, que me tenía fichado, a mi me venía bien cualquier cosa para dar mi primer beso, que solamente lo había podido casi saborear a hurtadillas, en la persona de alguna prima o la hermana de algún amigo del Hotel, robado en un trance de algún juego. Fue la primera vez que toqué pechos y sus pezones, los sobé los apreté con fruición, difícil olvidar aquella emoción, me entusiasmé bailando con la entrepierna de Moraima, el vaquero se convirtió en una valla áspera, por suerte ella tampoco sabía mucho de nada, yo solo había besado mi antebrazo practicando con un morreo prolongado. Carlitos ya había “apretado” alguna vez y hablaba de ello como de algo muy especial, desde aquel día constaté que era mágico, incluso hoy pienso que el placer de ciertos besos en posición de pie, estando vestidos, pudiendo permitirse alguna licencia como acariciar los senos o tocar el sexo por encima de la ropa dejando a la mano explorar entre cinturones, botones, cremalleras y telas pueden ser momentos exquisitamente tersos para aquellos y otros viejos blue jeans mucho menos acartonados. Después de esa ocasión estuve como dos años sin apretar, pero me servía de aquella experiencia que se enriquecía con el aporte de la imaginación cada vez que la sacaba a pasear en los relatos varoniles, para el simple recuerdo o para las auxiliadoras memorias noctámbulas. Carlitos me había hecho un favor impagable, lo probó el tiempo que debió transcurrir hasta que pude acceder por propios medios al área íntima de otra chica. Los meses siguientes a la fiesta y al enojo de su madre, como no podía ir a su casa, me iba al zoológico de el Nuevo Vedado y llegué a hacerme amigo de un chimpancé que tendría mi edad, era mi alter ego. Llegué a tener una gran amistad con ese animal, el cuidador me permitía acercarme hasta la jaula y pasábamos el rato mirándonos e intercambiando las galletitas para monos que yo le daba y las media naranjas que él me convidaba, se podía hablar con él sin tapujos, desde la una hasta las cinco había muy poco público. Entonces, además de la realidad del hotel, la de la calle y la escuela incorporé una tercera, las rejas del mono estaban también en mi cara. Aquel preso no reprochaba la poca conducta revolucionaria.

Ronnie tenía dos años menos que nosotros pero nos sacaba media cabeza. Una tarde que me había visitado Carlitos y que había conseguido en la administración que le diesen un pase que no permitía entrar a restaurantes pero sí estar en la habitación y zonas públicas del Hotel, Ronnie quería jugar a los escondidos en el Salón de los Embajadores, que estaba restaurándose y era inmenso, repleto de recovecos. Yo estaba entre la costumbre de seguir a mis amigos del hotel en los juegos aún infantiles, y el pudor que me daba con Carlitos y Evelio porque suponía que considerarían aquello entre ridículo y monguis. Pero Carlitos se enchufó y se entusiasmó de tal manera que llamamos a otros muchachos.

En una ocasión le tocó a Carlitos ser el que busca, Ronnie y yo habíamos subido por una escalera de cabillas de hierro incrustadas en la pared dentro de un agujero con paredes de cemento. Estaba oscuro en lo alto y al acercarse, Carlitos se persuadió de que arriba había gente y empezó a decir nombres al azar, lo cierto es que si acertaba no había manera de ganarle corriendo hasta la base, así que había que intentar que subiese hasta arriba y saltar del agujero al mismo tiempo que él para tener una chance. Comenzó a subir y de repente dijo el nombre de Ronnie. Y cuando comenzó a bajar, yo vi como caía un líquido sobre él y al girar la cabeza buscando a Ronnie, vi que había pelado la habichuela y estaba orinando a mi amigo en la cabeza, mientras Carlitos decía- -Oye que mal perder tienes, ¡no me eches agua que me estás empapando! Hasta que agudizó el olfato y el tacto y se dio cuenta de que no era agua, yo reprendí a mi amigo del Hotel que reía a carcajadas y bajé inmediatamente a contener a Carlitos, eso para él era una asunto muy serio, en Cuba cualquier líquido en la cara que no fuese agua o ron podía saldarse con más que una buena pateadura, ¿pero una meada? por una meada hasta yo habría sido capaz de soltar los puños.

A duras penas conseguí llevarme a Carlitos abajo, rogándole que no formase lío ya que encima llevaba las de perder. Lo acompañé hasta su casa y no dejé de escucharlo decir que lo buscaría por todos lados y le metería con un bate de beisbol, con una cabilla, con una chaveta, en fin estaba hecho un basilisco, y aunque Ronnie lo había hecho en broma yo había visto a Carlitos en la escuela fajarse con una pandilla y empatar la bronca.

Provenían de sitios irreconciliables como el Hotel y la Ciudad, pero eran mis amigos.

Cuando regresé al Hotel lo fui a buscar al piso 19 y me dijo que lo sentía mucho, que fue un impulso y que iría a pedirle perdón, le dije que ni se le ocurriese. Encima si había bronca culparían al cubano, me dijo que no, que él diría lo que pasó, Ronnie era muy noble, puro corazón pero ese día había perdido un tornillo.

A los pocos días, llevé a Carlitos al Hotel nuevamente para que sellaran las paces, pasamos el día charlando y esa tarde hasta fuimos a comer los tres a la cafetería, nadie nos dijo nada, ni la camarera ni el capitán, nadie molestó aquella ocasión.

La semana pasada mi hijo pequeño me preguntó si yo tenía amigos que ya hubiesen muerto, íbamos caminando por la cima de un monte, un viento fresco me dio en la cara y activó la memoria. Cuando regresé de Argentina a Cuba a los 22 años y fui a buscar a Carlitos a su casa, entonces la madre, el padre y el hermano me dijeron "Si quieres verlo ven con nosotros ya mismo, porque le quedan dos o tres días". Y en el camino al Hospital oncológico me contaron que había desarrollado un tumor bestial en los pulmones, y que le habían amputado un pulmón, un brazo, un omoplato, una clavícula y ya habían desistido.

Entré en la sala y lo vi en la cama, me recibió con una sonrisa, no recuerdo lo delgado que estaba ni su estado gravísimo, sino su ánimo, me abrazó al borde de la cama y me dijo:

-Martín tú me ves así, pero cuando salga de aquí formamos una fiesta, yo voy a seguir tocando el piano con el brazo que me queda, incluso mejor y tú verás que las muchachitas se van a volver locas con nosotros-.

Pasé una hora con mi amigo que estaba lleno de vida, los ojos le brillaban y su voz aun era fuerte, a un paso de la muerte no estaba rendido. Salí de aquel cuarto con el alma vacíada y en efecto, cuando regresé a su casa al cabo de una semana ya había fallecido.

Hace dos años mientras recordaba algún pasaje del Hotel Habana Libre, me dio por buscar a mi amigo Ronnie por enésima vez con la ayuda de internet, cosa con que otrora no contaba. Le había perdido la pista hacia el año 1978 cuando él había regresado a los Estados Unidos, ya que el padre había preferido enfrentar la prisión y que la familia viviese en su tierra. Varias veces había intentado saber que habría sido de su vida, sin éxito una y otra vez.

Tiempo atrás habían matado al padre en extrañas circunstancias y hace muy poco supe que posiblemente Ronnie habría presenciado quien había sido. Y entonces me enteré de que un par de años más tarde, cuando estaba por celebrarse el juicio del presunto asesino de Huey, unas pocas horas antes de declarar su hijo, mi amigo Ronnie, quien desde los diez años hacía cuarenta largos en la piscina del Hotel Habana Libre para poder quedarse hasta más allá de las siete de la tarde jugando con los demás muchachos, como condición que le ponía su viejo, apareció ahogado en la orilla de un lago cercano al lugar del juicio.

Lo supe diecinueve años después de los hechos.

-Sí- le dije a mi pequeño vástago- se llamaban Carlitos Cecilia y Ronnie Newton.

Y entonces recordé el día del juego de los escondidos. Y el Habana Libre, y la fiestecita con Moraima, los chicles norteamericanos y las tortillas de carne rusa y me acordé de aquel chimpancé que cuando nos quedábamos mirándonos durante eternidades, no quedaba claro a cual de los dos aprisionaban más aquellas rejas.

Quien también fue un buen amigo y que ojalá continúe con vida.

Huey, Gwen, Ronnie y Jessica.

Huey, Gwen, Ronnie y Jessica.

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