_Hola- le dije al conserje en portugués- me dijeron que aquí se puede dormir por poco dinero.
_ Depende- me dijo el hombre- de lo que usted considere poco.
Me dijo que por medio dólar tendría una cama, que debía compartir con un compañero de cuarto. Acepté, y le dí dos dólares para cuatro días, los tomó sin salir de dentro del cubículo enrejado en que estaba, y me indicó las escaleras que me llevaban a mis nuevos aposentos.
Mi habitación era un trozo de un cuarto mayor que había sido dividido en tres o cuatro espacios con tablones de aglomerado, de una forma que dejaba ver el escaso amaneramiento del propietario.
Había dos literas con dos camas cada una, y un pasillo estrecho entre ambas, tuve suerte de que me tocara la parte de la habitación donde originalmente se encontraba la ventana. las camas contaban con una sábana gastada pero limpia, y una almohada sin funda que sólo de verla me despertaba los alérgenos del asma.
_Y ahí? – me dijo un hombre delgado de estatura baja, con pocos dientes y de mediana edad_ Joao, dijo cediéndome la mano.
_ Martín- le dije mientras presentí como escudriñaba mi humanidad con la mirada, tal como yo había hecho poco antes con él.
Un joven de otro país, delgado, de estatura media, pelo oscuro largo hasta los hombros y de vestimenta llamativa, y con un extraño abrigo polar en su mano, un pequeño bolso al hombro, que no debe esconder mucho de valor, y un reloj que sí debería estar escondido-Debió haber pensado a su vez, Joao.
Yo estaba cansado , había llegado a Santos a dedo, después de andar dando vueltas entre Sao Paulo y Río de Janeiro, viajes en los que gasté todo el dinero que llevé a Brasil.
Me desplomé sobre la catrera, que en ese momento me sabía a gloria, preguntándole antes al flamante compañero de habitación:
_ No irás a robarme mientras duermo no?. Joao sonrió y no entendí lo que me dijo a continuación, pero su semblante hablaba por él, era de fiar.
Me levanté unas horas más tarde con mucha hambre, solo había comido una coxinha y una esfinha en la rodoviaria al llegar a Santos. Me quedaban unos dólares que llevaba cuidadosamente enrollados en los calzoncillos. Esto solucionaba dos asuntos: dado el estado higiénico de mis pantalones , cabría suponerle demasiado valor a cualquier delincuente rastrero que decidiese probar suerte mientras dormía introduciendo sus dedos en semejante caja de sorpresas, y por otro lado, mientras estaba en vigilia , le daba ese toque de aumento , que no se puede decir de manera categórica, que mi bulto lo precisara, pero el cual no le venía mal en absoluto, para poder pavonearme entre las garotas. Estaba bien reguardado frente a posibles decepciones, ese blue jean no me iría a permitir demasiados acercamientos. Años más tarde, a mi analista le resultó poco sugerente, la imagen de un pene envuelto en dólares, para lo que sea que fuese.
Había ido a Brasil unos tres meses atrás, sin saber bien donde dirigirme, pero con la intención de encontrar un puerto importante donde parasen barcos de bandera noruega, panameña y de Liberia, que eran los que tomaban trabajadores para cubrir plazas sin requerir mucho más que un pasaporte en regla, y la promesa de que no se marearía en alta mar, requisitos hasta los que podía llegar.
Mi intención era pasar un par de años a bordo como marinero general o como ayudante de cocina y ganar un buen sueldo ahorrándomelo íntegro. Aunque la fantasía del escape, componía el mayor porcentaje en el entusiasmo con que iba en la búsqueda de mi barco.
Tenía metido en la cabeza a mi tío el héroe de las Américas, incluso hasta en este deseo, ya que él haía intentado viajar sin abonar el monto del pasaje en un barco, durante uno de sus viajes, hasta que el hambre lo obligó a presentarse en el puente de mando y admitir que iba de polizón.
Lo cierto era que embarcar no se estaba llevando a cabo lo rápido que había supuesto, en honor a la verdad, aunque seguía subiendo a la borda de los barcos mercantes para hablar con el capitán, lo cierto es que ya m e estaba divirtiendo más recorriendo Brasil, conociendo a su gente y quizás también un poco más a mí mismo, como es menester en un verdadero viaje.
Tenía el discurso fijo de bajarme en Rotterdam una vez que me cansara de alta mar, pero la idea era difusa. Se me había ocurrido Holanda a raíz de un par de amigas que me habían hablado muy bien de la vida allí. Por eso llevaba un abrigo de pluma de ganso que en el sur argentino lo había puesto a prueba de un invierno durísimo.
Santos era la ciudad portuaria más importante de Brasil, y en los muelles brasileros por entonces, con solo presentar el pasaporte la guardia permitía entrar hasta los embarcaderos, a los que pretendían enrolarse.
Era de esperar que allí tuviese más suerte que en Río grande do Sul donde llegué a bordo de un camión, que tomé en el mercado central de frutas, los camioneros argentinos entonces solían dar aventones para que les entretuviesen con historias y les cebaran el mate, siempre que uno se acreditara debidamente y presentara un aspecto, si bien no atildado, al menos poco temerario. Subí a tres barcos en los cuales me trataron con cordialidad, y escucharon mis plegarias de dos años de sueldo y al cabo de ello, Rotterdam, con cervezas holandesas y pasto de marineros.
Así que cuando desperté en mi cuarto de hotel con los jugos gástricos pidiendome combustible, aún estaba Joao en la habitación tumbado en su cama, y continuaba en mi pantalón el preciado bulto.