Estruendo y cebollas en Fracfort del Meno.
Una mujer gruesa, con las mejillas rosadas, de pasos firmes y semblante plácido, y un hombre mayor, atildado, vestido con sus mejores trapos, adquiridos tiempo atrás en las tiendas hebreas del centro, se cruzaron en la calle justo cuando cada uno regresaba de sus compras, o mejor dicho de sus pesquisas para conseguir algo decente para la cena, ya que en aquellos días poco quedaba en la ciudad, que no estuviese de ligera a severamente podrido. Hans Werner llevaba suficientes años viviendo solo desde que su esposa había fallecido por un ataque cardíaco, no dejando ninguna descendencia, como para saber lo deseable que era el despertar de cualquier tipo de ilusión en el alma, y aunque eran tiempos muy difíciles, y en la mayoría de la gente, parecía no quedar sitio para las expresiones más elevadas del espíritu, sí que en él se abrían camino a ráfagas, rachas casi imperceptibles de felicidad; y las de Hans en esos últimos tiempos estaban dadas, de especial manera cuando tenía la oportunidad de cruzarse al paso con la señorita Helga Sanders, soltera, quien a pesar de contar con una edad avanzada también, poseía aún la gracia de la inocencia en su semblante. Tampoco a ella le resultaba un hecho más de la vida cotidiana, los casuales encuentros diarios, lloviese nevase o relampaguease, con el estirado y bueno de Hans, quien siempre se mostraba tan amable con ella, y de quien sabía poco más que lo que en el barrio se sabía acerca de él, muy ario de estirpe, pero de alma arruinada por los ideales equivocados. Si bien todos los encuentros "repentinos" a Hans le causaban un cosquilleo en la boca del estómago desde que se acercaba la hermosa cara de reluciente redondez de Helga, los que eran casuales de verdad, aquellos que se producían fuera del instante previamente orquestado con minuciosidad de artista, eran aquellos en los cuales perdía casi el control de si, para dejar lugar a una fuerza que en principio le embargaba pero a la que de a poco , reconocía como liberadora, la expansión del universo interior presionaba hacia su cabeza, produciendo un ligero mareo, que amenazaba con ocasionarle un desmayo de placer, mezclado con un intenso temor a la espontaneidad. Helga sabía que cuando eso pasaba fuera de los horarios y trayectos acostumbrados, Hans se aproximaría con una tensión creciente, que en ese momento resultaría menos cortés que de costumbre, y sus ademanes adquirían la torpeza propia del que no había ensayado la jugada, pero en ese momento, y por las mismas razones, le resultaba adorable, era en esos instantes en que ella podía decir que sentía algo por él, y habría podido asegurarlo ya que, si bien no había tenido una dotada experiencia en artes amatorias, sí que había vivido en silencio profundos amores sin correspondencia. Ambos sabían lo tortuoso que podía resultar, el momento en que algún imprevisto les impedía concretar el encuentro, sin embargo estaban dispuestos a aceptar el riesgo de semejantes ataques de angustia.
Aquel era uno de los días en que se tropezaban gracias al azar.
Justo en el momento en que comenzaron a hablar , sacudiéndose el placer y la incomodidad de sus cuerpos, sonó la sirena de aviso de inminencia de bombardeo, y los aviones aparecieron en el cielo de Frankfurt más pronto que lo que se había convertido en habitual aquellos días, una de entre las cientos de bombas que se arrojaron desde los aviones aliados explotó a dos metros de Hans y Helga, no sin que antes él hubiese conseguido abrazarla, al ver el terror reflejado en el rostro. Murieron despedazados en el acto, junto a otras decenas de personas que aún moraban, o transitaban deambulando a esas horas, por la calle Grosser Hirshgraben.
Hans y Helga sabían antes de dar aquel bojeo al barrio en busca de alimentos, que a la guerra no le quedaba demasiado tiempo, y ello significaba para los dos, que eran todo lo antibelicista que aquella situación permitía, el arribo de una ilusión, un estado de ánimo juvenil sumado a sus particulares alumbramientos del espíritu, no obstante sabían también que el final debería arribar de la mano de una victoria contundente de los aliados, lo cual deparaba escasas esperanzas de sorpresas agradables en lo inmediato, para los habitantes de la ciudad.
Ambos habían sido amantes del hábito de la lectura en sus respectivas soledades, y era sobre esta temática, que fundamentalmente fantaseaba Hans, que acaso algún día podría abordar con su amiga, cuando se hubiesen acercado lo suficiente. El sabía que impresionarla en ese terreno, no sería una tarea fácil, y precisamente aquello constituía un alimento inagotable para su imaginación fértil.
El edificio del número 25 de esa calle, situado frente al punto donde murieron en el acto Hans y Helga, quedó arrasado por el bombardeo, con solo dos columnas pilares de su estructura en pie. En aquella casa había nacido y se había criado Johann Wolfgang Von Goethe, quien a lo largo de su vida se convirtió en el escritor más importante de las letras germanas, y a la sazón uno de los constructores de historias más relevantes de toda la Historia de la literatura universal.
Los dos vivían en esa calle, sin embargo solían encontrarse unos cincuenta metros más abajo, en dirección del río Main, no frente a la casa de Goethe, donde no tanto el deseo, como la imprecisión de su alcance podrían significar una afrenta de escaso decoro. Una vez, muchos años atrás en ocasión de una festividad nacional veraniega, comentaron en el fragor de la conversación, autorizada por la multitud, sus admiraciones mutuas por la literatura y el alma de Goethe, Helga consideraba que era un hombre admirable, ya que pudiendo continuar una carrera exitosa como comerciante importador de alta costura, prefirió desde muy temprana edad, obedecer la pulsión por el arte, rodeándose siempre de entornos intelectuales y gentiles, y produciendo algo mucho más imperecedero que buenos trajes y vestidos para la corte. Su obra.
La que si bien fue concebida en su parte más notoria en Weimar, en todo momento debe sus raíces no solo a la belleza del río, de la antigua ciudad de Frankfurt, de sus cielos cambiantes, sino de la propia casa, con su nutrida biblioteca ecléctica de más de dos mil títulos, el salón de pinturas, con ejemplares de la escuela flamenca en Alemania, y sobre todo con el apoyo incondicional del padre y la hermana.
Más de un siglo después de la muerte de Goethe, a quien no le entusiasmaba la violencia social en ninguna de sus formas, su casa de la infancia, que llevaba un tiempo funcionando como museo, fue destruida a bombazos frente al único abrazo de Hans a Helga.
Quizás para que no hubiese ni la más mínima posibilidad de olvidar aquel horror, en que se vio sometido el mundo, o acaso, según resulte ser la finalidad de la existencia, solamente haya ocurrido para que Hans, antes que se fundiesen los primeros copos de nieve del año, con la polvora y la habitación del joven Werther, hubiese tenido la oportunidad de borrar el terror de los ojos de Helga, en la que sería su última mirada.
Juicio de ratas
-Así que tu compromiso con la justicia era menor que tu pleitesía a los capos de tus logias ideológicas.
-No exactamente, es que recibía presiones, presiones imposibles de soportar, además crecí en ese medio, esa era mi gente, entre una cosa y la otra se me hacía imposible juzgarlos con imparcialidad.
-Pero estudiaste derecho romano, empezaste con el principio de equidad de Lustitia. Sabías los crímenes que estabas encubriendo, sabías el daño que estabas ocasionando a las víctimas.
-Sí, y me arrepiento mucho, me avergüenzo de mi mismo.
-Ya es tarde para lo primero, pero para lo segundo tendrás la oportunidad de morir con algo de decencia.
-No, no, no por favor, no quiero morir, la decencia me importa un comino, solo quiero vivir, ser rico, oler a magnolias y comer langostas con salsa golf, por favor no me mate, quíteme los platos.
-Echad esta basura al costado, traed al policía. Tú, mierdecilla de juez, quédate mirando a uno de los que encubriste, después pasarán banqueros, políticos corruptos, generales, empresarios del fútbol inescrupulosos y al cabo veremos que hacemos contigo.
-Hola- dijo el hombre que interrogaba a los reos en la cueva bajo el acantilado- ¿tú eres el prestigioso torturador de la nación al que tanto han protegido gobiernos, fuerzas y jueces? Menuda piltrafa te veo hecho, parece que no te sentó nada bien el recibimiento de los muchachos. No te sientas culpable, ellos no son justicieros, sencilla y llanamente les encanta, igual que a ti, repartir palizas.
-Por favor, no me peguen más, pido todo el perdón que sea necesario- dijo el apocado otrora torturador agente del orden, que hasta dos días atrás había vivido protegido por todo el aparato que, sibilinamente había mal simulado pasar de dictadura a democracia, con todo el patio sin barrer.
-Un poco tarde para perdonar porque muchos de los que dejaste lisiados de por vida, con dolores terribles durante años y aterrorizados en sus casas ya han muerto. Si te hubiera juzgado la ley, si te hubiesen quitado los privilegios y habrías expirado tu último aliento en un calabozo como correspondía dada la magnitud de tus crímenes, esa sería la piedad que merecerías, pero no hay posibilidad ni de perdón ni de muerte rápida. Lo único que podemos pensar es en no descender hasta tu calaña y propiciarte la posibilidad de una muerte menos atormentada Pero mucho más no podemos ni queremos hacer.
-Tiren esta inmundicia a las ratas.
-No, no, no, por favor a las ratas no.
-Ten un poquito de dignidad, las ratas tardarán en comerte completo, te dará tiempo a pensar en las barbaridades que hiciste, y si un día vuelves a nacer, recuerda los ojos inexpresivos y a la vez ávidos de horror de estos magníficos roedores y el brazo implacable de la justicia que parte del hombro de un hombre nacido del vientre de una mujer y hermanado con el dolor.
Toscar hizo un movimiento brusco por un repentino dolor lumbar y al regresar a su posición perdió estabilidad, trató de sujetarse pero ya era tarde, la cabeza había comenzado a tirar del cuerpo hacia abajo y cayó con todo el peso del cuerpo sobre el hombro, del toro mecánico con que extraía los palets dispuestos en stock en la nave industrial en la que llevaba dos años trabajando. Tuvo fractura de clavícula y una vértebra dorsal, el yeso lo tuvo que llevar puesto seis meses, cada dos meses se lo renovaron por el desgaste y para analizar el progreso de la cura, esos instantes los aprovechaba para rascarse, ventilarse, asearse, moverse y volverse a rascar con una sensación de alivio retrospectivo que le proporcionaba un placer orgiastico.
A los seis meses, cuando le retiraron la escayola se dirigió al departamento de Recursos Humanos para ponerse a disposición de la empresa y comenzar a determinar cual sería la cuantía de su indemnización. La empresa le comunicó dos decisiones en ese mismo instante, ni regresaría al trabajo ni recibiría un solo céntimo por su accidente laboral. Ahí comenzó la andadura por el desierto de adhesiones, solidaridades y apoyos de parte de la ley para Toscar, cada día que pasaba en su lucha por reparar lo que consideraba una injusticia medieval se quedaba más solo en el apoyo en público, más acompañado en el apoyo en privado, pero sobre todo más indignado y apertrechado de una fuerza de voluntad que desconocía en absoluto.
Añoranza
El hombre de estatura mediana, de apariencia elegante, comenzó a golpear la puerta, tocar el timbre, no aguantaba más el olor nauseabundo que salía del apartamento aún con la puerta cerrada, además de que el no haber escuchado ningún ruido ni visto a la vecina en bastantes días le hacía temer lo peor. Al ver que nadie abría, convencido de que algo andaba mal allí adentro, llamó a la policía a la cual casi no tuvo que explicarle sus sospechas, llamaron al cerrajero previsto para esas ocasiones por el cuerpo policial y abrieron la puerta sin necesidad de tirarla abajo, como ocurre en las películas que las puertas parece que únicamente sirviesen para no ser visto ya que la derriban con una simple patada. Y entonces sí se desprendió un hedor insoportable a cuerpo en descomposición. En efecto, yacía sobre la cama semidesnuda, hinchada, en el cuerpo deformado presentaba lo que parecían ser varios orificios de un arma blanca, el colchón y el suelo estaba manchado de una costra oscura que parecía ser sangre, junto a otros líquidos viscosos, pestilentes, y en diferentes lugares de la cama y del cuerpo se movían inquietos acaso por la repentina irrupción de extraños en su tranquilidad, decenas, cientos, miles de gusanos contorneándose unos sobre otros.
Dos hermanos irlandeses emigraron a España y se casaron con dos mujeres españolas.
Cian y Brendan se llevaban un año, Rowan y Erin solo habían tenido dos varones, tuvieron otro, Liam, que no llegó a la semana, toda la vida lo extrañaron y veneraron, tanto que le pusieron su nombre a la casa familiar, una casita adosada en las afueras de Kilkenny, el pueblo de la cervecería de St. Francis Abbey, la más antigua de Irlanda.
Clara y Camino también eran hermanas y se llevaban un año y poco cada una, eran naturales de Lois, un coqueto pueblo de la montaña leonesa próximo a Asturias, pero se criaron en Puebla de Lillo un pueblo cercano a donde decidieron trasladarse por razones de trabajo sus padres Raúl y Cipriana cuando las hijas aún eran unas niñas. Lois había sido un pueblo todo lo aristocrático que podía ser un enclave entre aquellos picos, con escuelas de oficios desde la era medieval , casas blasonadas, familias de estirpe, y en la zona a todos los que provenían de allí los solían tener en una consideración aún mayor que si llegasen de la gran ciudad, donde en definitiva, la gran mayoría no eran más que borregos practicando como mulas de carga.
Transcurrían los inicios del siglo veinte cuando el ser humano comenzaba a jugar con una guerra en la que podía mostrarse a sí mismo hasta que grado de destrucción habían alcanzado, cuando Rowan decidió emigrar a España a causa de la persecución de que ya era objeto e iba in crescendo debido a su activismo cada vez más involucrado y beligerante por la libertad de su tierra del imperio británico.
1942
El barco salía de Vigo a Buenos Aires un día después que el de su hermana rumbo a Nueva York. Habían decidido entre los cuatro que en medio del clima violento y la miseria que vivía el país, un matrimonio emigraría donde se hablaba el idioma del marido mientras el otro donde la lengua madre fuese el de la mujer, eligieron Estados Unidos y Argentina por la promesa de futuro que brindaban sus economías boyantes.
Irlandés en Nueva York y española en Buenos Aires, a priori la integración estaba garantizada, además de la paz y el progreso, pero nada de eso era lo que les esperaba.
Año nuevo, culo de oro
La época de navidad era nociva, evidenciaba que por una razón u otra siempre estaba lejos de esos afectos que prefería tener próximos; pero también en aquellos años en familia en que iba a donde mis padres decidiesen, ya fuese casa de los tíos Roberto o Cipriana, entonces sentía que la única relación que tenía con esa fiesta era que ponía a prueba mi capacidad de resistencia frente al paso el tiempo, extraordinariamente lento cuandose le presta atención, y tremendamente efímero cuando se desea que se demore en una parada de asientos mullidos y senos retozones.
Acaso la hora de despedida en lo de Cipriana para ir casa abriendo los regalos en el coche o el camión de papá, fuese más pasable, o el despertar en lo de Roberto con aquella cocina de asientos en estilo vagón de tren que daban al verde de San Isidro, o la mesa del jardín donde estaba mi tía Celia casi siempre dirigiendo la batuta de las charlas, no por ascendiente jerárquico sino porque contaba con mayor despliegue de gracia, y mi madre haciendo chistes eficaces como lo corroboraban las risas. Esos días siguientes cuando podía observarlos fuera de los brindis y los cohetes permanecen en mis recuerdos inalterables, como espacio privado de confort, como la habitación del pánico.
Después pasé unos cuantos años donde la navidad estaba prohibida entonces brindábamos por año nuevo, esta fiesta sólo tenía lugar en casa, con mi madre, mi abuela y mis dos hermanos, sin regalos ni arbolitos ni un montón de parientes que evidenciaban la ausencia absoluta de elogios motivacionales. Sólo los cinco y la mesa que la abuela se había ingeniado en adornar con platos exquisitos con la menor cantidad de ingredientes que alguien pueda imaginar. Días los recuerdo con una mezcla nostalgia y de tristeza gélida, abandónica, estábamos juntos un rato, todos los que ya no nos hablamos, ni nos escuchamos más, ya sobrevolaba un presagio del desenlace fuera de aquella trinchera, eran los últimos hurras percibiendo la cercanía de la derrota. Si nos queremos o no es algo misterioso que habita en la relevancia que cada uno le cede en su espacio interior; en mi caso sólo puedo reconocer latidos sonoros, sobre los cuales prefiero obviar la naturaleza o calidad que les precede. Mi abuela era el elixir de la comunión, la antorcha colectiva, entonces jugábamos cartas, Scrabble, dados, ella era española y sus juegos de cartas eran con naipes y eran típicos juegos vespertinos de bares españoles, tute, brisca, escoba. Pero a mi me gustaba el juego mas infantil y simplón, "el culo sucio". "Las risas parecían ovaciones, parecían, de una noche de gala en el Colón" cuando alguien se quedaba con el culo sucio.
En año nuevo no tocan regalitos, evitaba confrontar cuanto tiempo y recursos dedicaban los mayores en honor a cada uno en la inevitable comparación con los demás. Y por otro lado, aunque alguien se encaprichase en hacer regalos en aquel páramos de tiendas, era una empresa tan improbable como respirar bajo el agua sin aqualungs, snorkel, ni branquias.
Curiosamente, volví a ver a mi padre tras diez años a solo una semana de aquella navidad en que fuimos a lo de tía Cipriana ya fallecida pero con todos los parientes de ese lado presentes y luego a lo de otra tía, Carmen Córdova que a la sazón, era como si fuésemos a lo de Roberto que ya no viviría más en San Isidro seguía fuera del país. Despues de diez años de no ver al viejo, de crecer el doble de tamaño y varias veces en acervo, fuimos juntos a las dos casas en la misma navidad. Aquella noche me sentí feliz por ver a toda aquella gente, al país que me selló, y por olfatear, probar, sentir nuevamente tanta carne y cosas ricas juntas en distintas mesas en única noche.
Después hubo unos años, dos décadas para ser exacto, en que pasaba la navidad con la familia de Patricia. Aunque me sentía agasajado como nunca en afecto familiar, lo cierto es que nunca pude agradecerlo del todo porque mi sonrisa y mi indumentaria no se correspondían con el entusiasmo interior. Hoy siento más que fue mi familia, que los extraño, espero que esa vía misteriosa que nos trae y lleva sensaciones se los deposite y que alguno también me recuerde por alguna buena cosa.
Sin embargo una vez más los Año Nuevo acudían en auxilio de la asfixia por tanto barniz. en casa de los eternos Marcos y Mirta y en nuestra mesa larga que daba hasta para catorce comensales. Pero había un detalle, todavía bebía como un cosaco y fumaba como un escuerzo; para todo bebedor y fumador compulsivo estar rodeado de comensales que ríen y hablan a los gritos es una bendición para descorchar botellas durante una eternidad sin salirse del decorado.
Hace años que no pruebo gota del elixir del canto y el zigzag.
Acaso la navidad esté más presente para quien la empieza a evitar en noviembre que para quien tira la casa por la ventana un mes más tarde, para quien fantasea con una navidad de estilo nórdico, sin regalos, con nieve, luz tenue, escoltada con una cena copiosa, susurros de alegría y la promesa de días de asueto. Al final, se trata de recuerdos y lecturas, lejos del agobio y el empeño de encajar entre servilletas rojas, alegría pautada y sobre todo, entre tantos testigos de esta sempiterna inutilidad, de esta verticalidad pretendida que camufla el temblor, el frío, la rabia y la cordura extrema.
Y el sombrero sobre la silla aplastado por un trasero gordo, charlatán y ampuloso, empapado en colonia barata.
Más sucio que el as de oro, tan feliz como el "culo sucio".
Vivan la cadenas
A muchas reflexiones y sornas nos invitó esta Copa Mundial, desde la hipocresía occidental regalándole un campeonato a los Talibanes con dinero, porque esa es la única diferencia de Catar o Arabia con Afganistán respecto de los derechos humanos, hasta el altísimo nivel deportivo expuesto en los 32 selecciones, que llevaron a grandes seleccionados volver cuando aún no habían cerrado del todo la puerta de su casita. El manejo no siempre adecuado de la herramienta VAR para minimizar las injusticias, una organización exquisita sobre los cadáveres de seis mil quinientos trabajadores socialmente ubicados entre obreros y esclavos, la riqueza de los jeques y la impunidad de todas las violaciones a las libertades y derechos fundamentales. La superioridad como equipo de Argentina y como ente deportivo futbolístico de Leonel Messi Cuccittini y la calidad de Marruecos, Croacia, Costa Rica o Canadá. La altísima competitividad de una gran Francia y el seguro segundo puesto y relevo como primero de Kylian Mbappé. Y mucho más.
Pero acaso lo que más me sorprendió no de la manera más grata fue la inquina-envidia que en primer momento pensé que era producto exclusivo de la prensa y elite madridista con respecto a Argentina, toda vez que no solo no mediaba una razón histórica para la bronca, sino más bien muchas para la gratitud o el respeto, pero al final pude ver lamentablemente que se trataba también del público común, de los parroquianos de los bares. Me pregunté si Argentina había invadido a España alguna vez, o los habría colonizado, o si sus empresas explotaban españoles, me pregunté si no había sido Argentina el hogar de millones de españoles desde la conquista, y muy especialmente luego, cuando no fueron a mandar sino a saciar el hambre, a trabajar para progresar y sentirse ciudadanos de pleno derecho, el que les otorgó la Constitución Argentina. Al mismo tiempo me pregunté si no había venido a España Evita Perón en un duro período, literalmente famélico, para hacer formal entrega de 400.000 toneladas de trigo, 120.000 de maíz, 8.000 de aceites comestibles, 16.000 de tortas oleaginosas, 10.000 de lentejas, 20.000 de carne congelada, 5.000 de carne salada y 50.000 cajones de huevos, todo para el pueblo español, en solidaridad de un Perón criado en el fascismo de Mussolini, para con el fascista ibérico pero también con las vicisitudes extremas del pueblo español. Antes de encontrar respuesta empecé a preguntarme si en serio todos esos feligreses de barra y chato que habían sido hooligans primero de Polonia, después de Australia, más tarde de Holanda, luego de Croacia, se atreverían a hinchar en favor de Francia contra un país que además de haberlos ayudado en los momentos más difíciles, eran hijos, descendientes suyos, que atesoran tanto el idioma español que lo recrean, lo enriquecen se envanecen hablándolo, enseñoreándolo, se pavonean honrando la lengua de Cervantes cosa que debería enorgullecer a España, y que al parecer, a algunos les da bronca. Mientras rotativos ingleses, país con el cual Argentina mantuvo un conflicto armado relativamente reciente, como The Sun o Daily Mirror se alegraban de la victoria argentina, la madre patria se enojaba por la alegría de su hijo benefactor.
Acaso más sorpresa aun que esa inquina tan pronunciada, para la que sin duda, aunque de manera muy oculta, alguna razón mediará, fue que hinchasen a favor de Francia en la final. Ese maravilloso país al que mi educación le debe todo el refinamiento cultural, la noción de la rebeldía y los valores cívicos del modernismo, pero que acaso a la Historia de España no sea lo más amable toda vez que fue padeciendo sus invasiones que murieron cientos de miles de españoles, que eligieron cortar las cabezas de monarcas que España decidió servir, y más hacia nuestros días siempre han mostrado un halo de superioridad muy manifiesta respecto del resto del mundo pero en particular de sus vecinos tras los Pirineos. Y para rematar, específicamente en el mundo del fútbol, solo se puede explicar la animadversión con Argentina a merced del lobby madridista por el daño futbolístico causado por Messi en la casa blanca, el mayor goleador de la historia de los clásicos, cosa que era su obligación. Pero es un disparate que el amor a Francia partiese de ese mismo lobby después de la humillación a que sometió al Real Madrid su estrella Kylian Mbappé, no solo tomándoles el pelo hasta un día antes de su contrato, sino riendo cuando su afición cantaba el ya famoso “puto Real Madrid “ en el campo del Paris Saint Germain.
Fue triste y así se los hice saber a los presentes en aquel bar, les comenté que jamás los argentinos irían contra España o Italia si jugasen contra cualquier otro país, que era sorprendente, triste y una dura enfermedad española que se venía repitiendo desde las Guerras Carlistas, nunca algo más cainita, antes con la traición de Fernando el Deseado- el Felón vendiendo la España de los liberales a su "padre" Napoleón tras tanta sangre derramada y tanto trabajo para confeccionar la Constitución de Cádiz, más tarde con el golpe de estado de Franco matando más de medio millón de compatriotas, el odio a catalanes y vascos, el de estos a los godos. Obviamente tuve amigos españoles que me felicitaron, pero eran amigos, ello no alcanzó a camuflar. Lo más gris es que casi todas las hinchadas del mundo querían que ganase Argentina, por Messi, pero su madre, ex peticionaria y beneficiaria de pan, paz y patria, no.
Radiografía de un mal endémico. Y por qué no admitirlo, también hereditario.
Bizarro III- Las vecinas del primero
Alamar 1978, año del XI Festival de la Juventud y los estudiantes.
Yo vivía en el cuarto piso, en la planta baja vivía Fefa, una mujer afrocubana, que tenía tres hijas, Marta, la mayor de color más claro y pelo domesticable, Lidia, y Julia, la más pequeña y amiga de mi hermana.
Fefa decía que Marta le había salido adelantada, la tenía para casarse, no quería que estudiase ni que trabajase, la mimaba desde pequeñita como la más linda, de lejos la preferida, y es como si las hermanas lo comprendiesen, los celos típicos familiares no tenían cabida en una declaración tan diáfana de amor, preferencia y protección. Imagino que es un mecanismo de protección natural de la cabeza o de donde quiera que se encuentre la sabiduría humana, ya que era tan exagerado que como se dejase pasar el más mínimo haz de celos, sería suficiente para que apareciese en una manigua cortada en diez pedazos.
Marta era la mayor y como tal fue emplumando la pechuga antes que las demás, y antes casi que a mi se me emplumase el gallo. Pero más o menos a la par. Nos dimos cuenta al mismo tiempo, ya que hasta cierto día las tardes antes de subir a casa me quedaba hablando con Lidia que era más vivaracha y tenía sentido del humor, y Marta no entendía ningún chiste, pero un día me di cuenta de que con la que quería hablar era con Marta, y me daba tan igual el tema de conversación, como que lo entendiese. La cosa era estar cerca de esos muslos que se habían redondeado en cuestión de meses o días y las tetas que iban despuntando de manera ostensible empujando con demasiada insistencia el escote de su vestido celeste. cada vez éramos más próximos, yo comenzaba a salir de mis quince años sin haber mojado la habichuela ni haber estado cerca, pero recordando la vez que Carlitos Cecilia me llevó a aquella fiesta donde apreté por primera vez con Moraima. ¡Oh Moraima, cuantos poemas de amor sin voz, te recité bajo la intimidad de la sábana o en el camuflaje de la ducha!
Una tarde después de hablar con la aproximación creciente en nuestros encuentros en esa planta baja, mientras el sol empezaba a caer y las penumbras resguardaban los detalles, desde el descansillo que había entre el tercer y el cuarto piso, le silbé a Marta y miró hacia arriba, le tiré un beso, me señalé el pecho y me dejó entrever un poco la parte superior de uno de sus pechos, me saqué el que si bien todavía no era un gallo emplumado ya era un pollo guapo y le volví a silbar, miró hacia arriba y se sonrió, con esa cara medio de boba medio de arrebatada, así que me puso como un mono, tenía la edad que lo único necesario para semejante empalme, es tener esa edad, y fuimos subiendo la parada del juego hasta que un manantial de líquido seminal brotó de mi glande como una manguera de bombero apagando un incendio. El jueguito se repitió dos veces más, se detuvo para siempre una vez que tras de mi de repente sentí aparecer la vecina del quinto piso, de l avergüenza me encorvé sobre mi cuerpo como si estuviese sintiendo un fuerte dolor y la vecina comenzó a mostrar tanta compasión que no se quería ir, y lo único que yo quería era esconder a Pepe que estuvo a punto de cantar pero ya era un acordeoncito arrugado. Esa tercera vez Marta llegó a mostrarme las dos tetas.
Fefa la conservaba para un buen matrimonio y ella obedecía únicamente, en cuanto a la entereza del himen. Marta siguió pasando las tardes sin estudiar parada en la planta baja al lado de la escalera, nunca supe si encontró otro onanista dispuesto a ser cocinado en su jugo. Lidia empezó a tomarle el relevo cuando caía el sol. de repente apareció una nueva Lidia, igual de cómica que siempre, pero con unas tetas enormes ¿cuando le habrían crecido? quizás fuese mientras Marta me mostraba sus limones. La venganza se estaba materializando de manera pectoral, sin necesidad de descuartizamiento.
Una noche de chistes con Lidia, ella llevaba puesto el vestido blanco parecido al de siempre, pero con un escote mucho más prominente, nos tomamos de las manos, de repente con un rápido movimiento de cadera me ubiqué por detrás de ella y me apoyé en la pared con mis manos en su cintura, ella estaba de espaldas a mi y paramos de reírnos, yo tenía la tranca que iba a reventar en ese jean metálico, apretado, de trasnochado pepillo Stone, Lidia se me apoyó con un suave movimiento muy sugerente, acomodando sus nalgas cubiertas por el ligero vestido blanco, a mi incipiente protuberancia y sentí que era el momento de sobar esas tetas deliciosas que estaban más incrustadas en mi hipotálamo que debajo de su escote, sueño del más avezado de los caminantes, del más temerario de los modistos, ella cerró los ojos y yo toqué sin ninguna experiencia toda la enormidad y suavidad de aquel perfecto par de toronjas de pezones erizados.
Estábamos en eso cuando apareció mi amigo Peter Mikel, o Pedrín, que vivía en la escalera contigua, y de manera instantánea como llevado por un grito de Mandinga, solté a Lidia, atenazado por una vergüenza remota, que no llegaba de ningún lugar cercano ni reconocible, como si hubiese sido una traición que Lidia y yo, que siempre habíamos reído de ocurrencias de la pubertad inocente, estuviésemos protagonizando el preludio de una fogosa película pornográfica. Mientras solo estuviésemos ella y yo no había testigos, así que no había traición, pero la mirada súbita, sorpresiva de un conocido mutuo, introducía de repente el elemento de juicio que habíamos detestado, pateado, quemado, destrozado unos minutos atrás. ¿O me había atrapado el cangrejo al que me creía inmune? En aquellos tiempos el racismo en Cuba estaba proscrito de la política oficial, pero el dominio español había dejado sus perlas de herencia. Los blancos deseaban a las negras y las blancas a los negros, pero evitaban ser vistos en parejas. Los que se metían en lo que no les importa, a los hombres les decían que "quemaban petróleo" quizás por envidia ante tal desparpajo rupturista de prejuicios. A las mujeres que se acostaban con negros les decían "cochinas" y quedaban estigmatizadas en el barrio; detrás de esta cortina hacía su trabajo subrepticio el tamaño del pingón congo y carabalí, que desde la más temprana esclavización en la colonia supo empapar corsés y bombachones de las esposas de los hacendados de la Metrópoli, generando un puntito de venganza extra del patrón pichicorto contra el pobre esclavo ¿Tú tienes el tolete? yo tengo el látigo. Pero yo vivía convencido de que no era mi caso, de hecho las interminables charlas nocturnas previas con Lidia, habían sido interpretadas por esos vecinos tan atentos a todo, como una impropia extravagancia argento-alamareña. Bueno, desplazando la cronología hacia un costado, en cierto modo se puede decir que acertaron.
Sin embargo subí a zancadas la escalera y desde el descansillo del primer piso le dije:
-¿Qué bolá Peter?
Cuando se fue volví a bajar igual de raudo, con la moringa aun parada esperando encontrar a Lidia solícita feliz de verme reaparecer tras aquel gesto no demasiado considerado. Se había ido adentro de la casa. Me quedé esperando un rato, prefería que saliese otra vez Lidia, con sus trencitas, su sonrisa contagiosa y sus flamantes tetas jugosas, pero me habría sido de suficiente auxilio Marta y su vestido celeste apretado. Sin embargo la que salió por esa puerta fue Julia y me preguntó:
-¿Está tu hermana en la casa?
Bizarro II -Tikoa
Había un bar en el Vedado, Rampa abajo que se llamaba La zorra y el cuervo. Después que me botaron de Cuba, La zorra y el cuervo se convirtió en un templo del jazz, tocó incluso uno de los hermanos Marsalis, no recuerdo si Branford o Wynton. pero antes de ese tiempo de brillo internacional, era un bar de esos oscuros escaleras abajo, con tenues luces, música en volumen alto y mucha apretadera y singadera en las sillas y asientos desvencijados bajo la penumbra. La peste a fana lo acreditaba, pero si se estaba dispuesto a saltarse un pelín la higiene pequeño burguesa, podía ser sumamente estimulante.
No es que fuese habitual de ese tipo de bar, en la Rampa había restaurantes y bares bajo tierra, algunos finos y otros no tanto, uno muy lindo era en la Casa de Checoslovaquia, que se llamaba Praga, y se comía comida checa, estaba muy bien, y el otro era un bareto aun más sórdido que la Zorra y el cuervo. El Tikoa, detrás de la parada de la guagua. En ese antro directamente el camarero atendía con linterna, no había otra manera de no que no terminase estampado contra una pared o sobre una parejita metiendo fuerte en el sofá, pudiendo llegar a confundir el accidente con otras intenciones. El jamoneo en esos bares, como el facho de curda, podía oficiar de propina atractiva. En el Tikoa, la peste a meado era comparable a la de los ya resecos lechazos. Por doquier se elevaba un tufillo, pero también por todos lados abundaban culitos enfundados en zayitas apretaditas o pantaloncitos de láster, que marcaban bollitos abultados, a lo que en realidad deben su mote de "bollo" las vulvas cubanas.
Así que una de cal y otra de arena.
Uno de esos días en que los morenos de Centro Habana o Carlitos me había encargado una pequeña compra, que colecté una discreta suma de estilla, decidimos ir con mi panga a vacilar por esos bares de mala muerte donde el baro podía cundir más que en el Turquino, menos que comprar unos pomos y escurrirlos en el malecón o en la plaza de 21, pero con el aliciente de materiales pret a porter.
Apenas entré, una mulatica divina estaba bajo el haz de luz endeble de uno de los pocos focos encendidos allí abajo, iba con una blanquita de bajichupa. Yo le entré a la diosa del café con leche, y mi socio a la blanca pandillera. Tal y como presentí, la blanquita era candela. La mulatica no se quedaba atrás pero es como si estuviese aprendiendo. Nos comentaron rápidamente que estaban "trabajando", me llamó la atención porque en aquel entonces no había jineterismo, alguna puta vieja en la ostionera de Infanta, alguna en Jesús María en la ronera, y las de los Cabarets, pero tan jovencitas y bien parecidas no era común.
Bauticé el Tikoa aquel, nunca había echado un amistoso allí, pero preferí de pie y que mi damisela se agarrase del respaldo del sofá, porque el vinilo de ese asiento era un singao chicle de pegajoso que estaba. Y una cosa era sentarse en pantalones, y otro era apoyar la suave piel de las asentaderas en aquellas superpuestas y endurecidas capas de cremita de leche sin azúcar.
El brother clavó en otro sofá, al rato nos juntamos en una mesita más decente y terminamos de tomarnos la botella que se había llevado la mitad de la ganancia del bisne.
Cuando acabamos el pomo, decidimos ir a a ver a Bobby Carcassés, que cantaba jazz haciendo scat como Jelly Roll Morton o Sachtmo, entiéndase, no igual que ellos, sino ese sonido que ellos hacían con la voz, en otro bar de El Vedado, el Karachi que estaba en la calle K, bajando desde la embajada de la India, no era el Maxim donde años más tarde cantó de forma habitual el bueno de Bobby.
En el Karachi el ambiente era más fino, la luz perfecta para un club nocturno, las mesas limpias, pedimos otro pomo de ron y refrescos, Carcassés bordó la noche. Cuando metí la mano en el bolsillo quedaban casi los pesos justos para el rifle y poquito más, así que les dije como debíamos proceder. Salír las chicas primero, después mi ambia, abriendo un patín hasta el Pío Pío de L, y yo iría detrás pisándoles los talones, cosa que se produjo de manera casi literal porque en cuanto me dirigí a la puerta de salida, vino corriendo el camarero que ya se había percatado de la jugada. La mezcla de risas y paso apretado no es la mejor combinación pero era difícil parar de reír y parar de correr habría sido un suicidio.
Tomamos un taxi con el dinero del pomo y los refrescos y fuimos a 1ª y 16. mi madre tenía llaves del apartamento de enfrente al mío, que daba al mar desde un segundo piso, una estampa de postal. Ahí dejé a mi amigo en un cuarto con la mulatica y yo me fui con la blanquita riquísima de “aquí la pinga para cualquiera", así todos comíamos de cada plato un poco.
Al otro día por la noche, tomando unos tragos en Siete Mares, le dije a mi socio:
-Brother, la mulatica era lindísima pero tenía la regla. me lo dijo cuando fui a mamarle el bollo en el Tikoa.
-¡Coño, singao, me la diste con la puñalá y no me dijiste nada! ¿pero bajaste?
Cambiamos de tema cuando apareció Alberto el cojo, un viejo rey de los curdas y monarca de los “macetas”. Imposible de igualar.
Bizarro