El león estaba hambriento, divisó desde lejos, como todos los animales de la sabana, a la jirafa, esbelta, distinguida y distinguible, con su cuello y su andar grácil inconfundible. No era un león solitario, dirigía una gran manada, pero en ese instante paseaba solo por los dominios que había conquistado para su tropa, vigilando que todo estuviese en orden, que no anduviese otro león merodeando para discutirle el mandato. Eran seis kilómetros a la redonda así que entre el sol y el movimiento sintió el abrupto asalto de un hambre voraz. La jirafa también estaba pastando sola no había ninguna otra alrededor, ni ningún otro depredador, entonces el melenas decidió comenzar las maniobras para darse un buen festín, acercándose agazapado, con la panza pegada al suelo, el cuello estirado, dando pasos de algodón, hasta que estuvo a la distancia en que sabía que alcanzaría a la jirafa y se largó a correr usando toda la fuerza de sus extremidades, la jirafa ya había comenzado a huir, pero cuando estuvo a tres metros el felino dio un salto de vertigo y prendió las garras a los cuartos traseros del artiodáctilo mordiendo el nacimiento del rabo. La jirafa comenzó a dar saltos como los del caballo cuando intentan domarlo, alternándolos con patadas traseras, para espantarse al hambriento rey de la selva de encima. Al cabo de seis o siete brincos el león quedó convenientemente acomodado en la misma postura que solía usar con sus leonas, y la jirafa sintió el mismo roce que solía caracterizar sus encuentros íntimos con el jirafo, de manera tal que de forma paulatina fueron cambiando los saltos bruscos, por contorsiones cada vez más suaves, hasta que el rabo de la jirafa quedó hacia un lado, entonces el león retiró las uñas de su abrazo al cuerpo de su preso asiéndolo con las patas. Se le puso el nabo endurecido, enrojecido, húmedo, el miembro del rey de la sabana a la misma altura de la vulva ya empapada de la mamífera más alta del planeta. Sí, él tenía como a seis leonas para él, y ella a todos los jirafos de la manada, pero en cierta manera se dieron cuenta de que la novedad les abría un apetito que jamás habían experimentado en sus escarceos maritales, de repente sintieron el envión de un placer desconocido en la variedad, situada en el contraste cromático y sensorial que ejercían las manchas en las nada despreciables nalgas de la jirafa y en la mullida melena del león y su voz ronca, y aunque pudiera creerse, por razones obvias, el problema que aparecería cuando ella le pidiese la lengüita o un besito en el cuello detrás de la oreja, sin embargo incluso esas mismas inconveniencias, acaso producían un mayor afán en la vehemencia del acto, protegido del bochorno y el resarcimiento frente a los suyos por la soledad, en la certeza de un secreto compartido por siempre por interés mutuo. Una vez concluido el frenesí que estremeció un universo interno que ni el león ni la jirafa habían conocido, cuando la sangre volvió a recorrer las venas del felino a una velocidad razonable, el león se preguntó si no procedía continuar con sus instintos de fiera, miró a su partenaire y observó esas piernas largas, los glúteos firmes, el cuello de princesa y volvió a percibir rigidez en su entrepierna, a su vez la jirafa alzando el rabo indicó que estaba más que lista para una segunda ronda. Con la nueva amante era diferente que con las leonas, allí en su manada él mandaba y solo debía preocuparse de su placer, pero la jirafa esperaba sincronizar los orgasmos, exigía paridad y cierta proporción en la entrega y la recompensa. Los días siguientes en las extensas llanuras africanas los encuentros se hicieron más frecuentes, tórridos, explosivos, exploraron cada rincón del deseo, ese que tantos seres confunden con el amor.
Cosa que nunca y siempre les pasó al león y a la jirafa.
El león se aficionó a probar este curioso reemplazo por la cacería en la persona de la cebra, de la antílope, aunque se le dificultó con la hiena por su el marcado carácter de su fragancia y con el búfalo por su escaso sentido del humor.
A todo esto las leonas estaban más fieras que nunca y cazaban cuanta jirafa y cebra encontraban, casi con la única condición de que fuesen hembras y le guardaban para el león jefe de la manada el trofeo y un poco de carne. Una tarde, en los ojos sin vida semicubiertos por párpados con enormes pestañas, en una de las cabezas que las leonas le habían dejado, reconoció en la pupila fría, en el brillo apagado, a su bella amante de la sabana, y habría podido jurar que por una última vez, ella desde un algo en su nadedad, lo exhortó:
-Ruge amor.