Wydma era especial, todo lo hacía con sentido, no necesariamente para obtener algo pero sí habiendo sopesado pros y contras, y para ella empezar en una ciudad tan distinta en todo a su idiosincrasia, suponía una presión extra que de alguna manera debía liberar. Milenko era una perfecta vía de descarga, un tipo alegre, amable, culto, estaba bueno quizás con el culo un poco flácido pero tenía buen rabo, ella solo tuvo que dar unos retoques en las costumbres higiénicas y la sugerencia de cierta variedad posicional en el catre y culinaria en la mesa, por lo demás estaba perfecto, contaba con refugio hasta que pudiese independizarse. Ella le propuso pagarle la habitación que ocupaba, pero Milenko al inicio se negó, solo le puso la condición de compartir gastos de comida y el dispendio por tácito acuerdo, tampoco demasiado seguido, de esa energía hierática acumulada en la semana. Wydma era rubia, tenía el pelo lacio, ojos verdosos, piel pálida, pero sus curvas, el culo, las tetas, los muslos y sobre todo la gracia al andar eran marca registrada de allende los mares hasta el trópico, Milenko se preguntaba como hacía ella para no cansarse de caminar y hablar gesticulando como si estuviese bailando, a veces se le paraba el cohete solo de mirarla, “uf es explosiva, blanca y mulata, dos en una, y las dos son unas bombas”, pero no la molestaba más que esa emergente vez a la semana en que todo parecía confabularse para sintetizarse en un abrazo ¿qué importancia tenía si con génesis en el deseo lascivo o en la procura de un calor protector? Al final era un imperioso anhelo de ambos, el placer y la caución entreverados sin mezclarse intercambiando virtudes, tras el vidrio climatizado de una ventana amplia, empañado por dentro, congelado por fuera.
Ella no estaba enamorada de él, pero la pasaba bien, le encantaba calentarlo y después fornicar con desenfreno. Milenko ya le había dicho que le gustaban las braguitas blancas, de algodón, podían presentar algunos estampaditos tenues que no irrumpiesen en los dominios de la claridad impoluta descolocándola, en todo caso que la potenciasen, le encantaba la vista de la vulva desde atrás apresada por la braga, las piernas que aparecían desde los pliegues que formaban los glúteos y la hendidura de los labios vaginales, y cuando apretaba levemente con sus manos las nalgas cubiertas por esa tela ajustada, suave al tacto, se producía un contacto directo entre la yema de los dedos y la zona del cerebro encargada de enviar de inmediato la señal de zafarrancho al nabo. Una tarde Wydma fue a comprar un nuevo juego de bragas del tipo que tanto a ella como a Milenko le gustaban, en la tienda le atendió una empleada que hablaba español, así que se entretuvo charlando un poco más de lo que el decoro y las buenas formas sugieren, la muchacha era uruguaya, había vivido casi la mitad de su vida en Buenos Aires y ya iba por la otra mitad entre Estocolmo y Gotemburgo. Estaba probando desde hacía pocos meses vivir en Copenhague, pero su intención era mudarse a una ciudad pequeña del interior o a una pequeña isla debajo de Odense, Aero, que se escribía con la e pegada a la a y con un palito cruzado en la o, en el que había pasado tres días en verano. Wydma le dijo que esa era exactamente su misma intención. En realidad no lo tenía definido del todo pero encontrarse a alguien que pareciese tan cercana, tan ella misma y que tuviese esa decisión tomada cuando había cubierto buena parte de la geografía escandinava viviendo, terminó de ponerle la guinda a su deseo hasta ese entonces algo difuso.
Al poco tiempo de conocerse, las latinas en Escandinavia se hicieron tan colegas, que Wydma le dijo a Milenko que prefería ir a compartir un departamento con Norma, su nueva amiga, a la que una semana atrás él había conocido en una cena preparada para tal fin y se habían caído muy bien, aunque Milenko ya había avistado que Norma quería ventilarle la amante, no sabía bien si era algo romántico, sexual o simplemente el placer de tumbarle la novia a un marmóreo ejemplar eslavo. El departamento de Norma estaba en la calle Lille Strandstraede perpendicular y a veinte metros de la muy concurrida Nyhavn, donde estaba el bar cafetería donde había trabajado y casi muerto cuando llegó a la ciudad y donde nunca pudo trancar su candado.
Siguieron siendo amantes pero ya viviendo en distintos lugares, a Milenko en parte le venía muy mal porque de repente se le doblaron los gastos cotidianos y de servicios, pero también en su fuero interno sintió un enorme alivio porque más allá del enigma que ejercía sobre él la mujer de procedencia mediterránea, también necesitaba como agua de mayo esos largos silencios de su entrañable idiosincrasia.
Aún así, se tomaron dos días para despedirse, en el último paseo, la tomó en sus brazos en medio de la plaza donde desde hacía siglos se juntaba la gente de aquella pequeña ciudad a intercambiar sus productos, los de la tierra por otros de la talabartería, los de la herrería por los de la carpintería, donde desde que se colocó la primera piedra de la ciudad las voces de los transeúntes se confundían con el rechinar de una rueda de carro, el armado de una tienda provisional, las campanas de la catedral, la algarabía del beodo más tempranero o las plegarias al nuevo amanecer del más trasnochador, donde habían discurrido todo el espectro de miradas, aquellas que presagiaron un duelo a muerte o las que citaban para una huida a medianoche hacia las inmediaciones de otra muralla, de otra plaza, de otras miradas y bullicios, ella entornó los ojos pasó sus brazos por detrás de la nuca de él y se besaron como en aquellos primeros besos apasionados de la adolescencia, él sintió la paz y el sosiego de la madurez, un deseo que era una bola incandescente dando energía a un motor acostumbrado a largas distancias, motor de mil y una travesías que sin embargo había estado en reposo más tiempo del que le habría gustado admitir. De repente se encendió una luz tan destellante que obnubiló incluso las más firmes certezas, las más arraigadas convicciones, haciendo tambalear todo el constructo en que descansaba la estabilidad emocional y la sensación de control sobre el tiempo y el espacio.
Una placer anacrónico, un tipo de deleite que ya parecía no pertenecerles, no formar parte de los regalos atados con moño que descansarían al pie del arbolito para ser abiertos en la mañana entre el café, la luz y una cascada de ansiedad, mezclado con el temor a que la liviandad volátil sometida al nuevo espacio, sin los cerrojos familiares, las paredes recias, el suelo firme, terminase por difuminar toda la senda fundiéndola en un prado verdecido que disuelve los asideros donde las dudas quedan distantes, despejadas, parapetadas tras una zanja insalvable. La experiencia del vuelo, la ingravidez con su maravilloso techo cubierto de estrellas a la vez que el desconcierto de la intemperie.